Por
Fuentes: Rebelión
No hay que confundir la evolución natural de Darwin con la evolución
artificial provocada por el régimen capitalista. El capitalismo vende la
ideología de que los acontecimientos son naturales, es decir,
inevitables, fruto de una determinación áurea a la que los humanos
debemos someternos con silencio resignado. Así, en esta cosmovisión
irracionalmente religiosa o telúrica, siempre habrá ricos y pobres,
beneficios y salarios, oferta y demanda, catástrofes de designio
inefable y recuperaciones milagrosas del orden social, siempre igual a
sí mismo en un eterno retorno donde la historia es una mera relación de
prohombres salvadores y pueblo llano callado y devoto. El diálogo entre
los binomios citados aspira a una armonía celestial: los de arriba
dirigen y llevan sobre sus hombros la colosal tarea intelectual de ser
arúspices y guías hacia el progreso lineal mientras los de abajo
asienten acompasando el ritmo de sus brazos y mentes a la dura labor de
levantar el mundo y suministrar la energía necesaria e imprescindible
para que las sociedades muevan sus engranajes internos e
infraestructuras básicas.
Cuando las crisis amenazan las principales columnas sociales de
sostén estructural y la convivencia ciudadana, las elites predican
esfuerzos adicionales: todos para uno y uno para todos a la usanza de
los mosqueteros románticos de Dumas. Ese ideal de igualdad es ficticio,
mera treta para recomponer la figura maltrecha, desviar
responsabilidades propias y volver al statu quo anterior al
caos, quizá con algún cambio estético, nominal, que no afecte a la
propiedad de las cosas ni a las riendas estatales.
Hoy,
en plena virulencia extrema del virus Covid-19, transitamos por
circunstancias similares a las expuestas y cercanas a las ya
habilitadas en la crisis iniciada en 2008: los mass media de mayor
impacto mediático, cuyos dueños transnacionales habitan a la sombra
de afueras existenciales inaccesibles y urbanizaciones bunkerizadas,
ya están trabajando sibilinamente la poscrisis del coronavirus: no
se pueden desatar reivindicaciones excesivas o violentas; las elites
y los laboratorios de ideología derechista deben dar al consumo
global nuevos impulsos en forma de deseos y aspiraciones psicológicas
individuales, todo ello envuelto en papeles de marketing vistosos y
morales donde prime la emoción de lágrima fácil antes que la
reflexión crítica y argumentada. Las elites y las derechas que
juegan en su bando representando sus intereses quieren atomizar los
discursos contestatarios plurales, evitar un único grito colectivo
de la gente de abajo, reconducir la noble ira social y transformarla
en mercancía cultural inocua de disidencia alternativa folklórica o
marginal, liderando al unísono mediante iconos de unidad
desactivados de invectiva transgresora el tiempo que se abrirá a
medio plazo (nacionalismo barato, símbolos patriotas, espíritu
deportivo de superación, apelaciones a costumbres y usos
tradicionales de subsistencia, evisceración de vanidades
íntimas…). Es preceptivo abonar ya el horizonte no vaya a ser que
el sufrimiento de la inmensa mayoría cree condiciones subjetivas y
objetivas para un mundo nuevo más justo e igualitario. Una cosa es
más que cierta: las derechas en sus diferentes versiones y las
elites, sean domésticas o internacionales, no van a ceder su poder y
privilegios ni un ápice. Si imaginamos un mundo nuevo, habrá que
currárselo. Si el capitalismo muere algún día, morirá matando.
Algunas
distorsiones interesadas y directamente mentiras flagrantes que están
diluyendo las derechas en las informaciones de la actualidad dominada
por el coronavirus pueden comentarse a vuelapluma bajo los epígrafes
que siguen a continuación:
El
virus democrático.
Afloran declaraciones de expertos y artículos de opinión
sesudos y biempensantes donde se extiende la idea bondadosa, de orden
cuasi místico y, por supuesto, naturalísima en su especie de
benignidad absoluta, de que Covid-19 ataca por igual a ricos y
pobres, gente privilegiada y gentes que malviven al raso en la cuneta
de cualquier arrabal mundano.
La
falsedad viene marcada porque se publican nombres y apellidos de
afamados personajes de gran tronío o pasajera notoriedad que
sobresaltan a la mayoría silenciosa confinada en sus hogares:
consuelo mistificado, al parecer la Parca hace su trabajo sin
distinguir clases, etnias ni idiomas al igual que los ejércitos
papales en su masacre santa contra los cátaros disparando a
discreción a todo lo que se movía, hereje, sospechoso o cualquiera
que pasara bajo el fuego del catolicismo en armas. Simón IV de
Monfort, cruel y fanático aristócrata de la cruzada contra los
también conocidos como albigenses del mediodía francés, dijo
impasible, según recoge la leyenda: “matadlos a todos, dios
reconocerá a los suyos”. Covid-19 parece también un personaje de
ese pensamiento reclacitrante, ahora con significado contrario.
Las
personas afectadas y fallecidas que pertenecen al común nunca tienen
nombre ni apellido, de ahí que las pocas singularidades multipliquen
geométricamente su presencia psicológica en el imaginario popular.
Don Nadies más celebridades suman una totalidad desvirtuada: la
sensación es que hay más figuras públicas que gente del montón.
Craso
error de percepción: mueren los de siempre o bien tienen más
papeletas para verse infectadas las personas ancianas hacinadas en
residencias privadas y públicas sin recursos médicos aceptables,
las madres solteras con niños y niñas a cargo, individuos que viven
solos, familias numerosas confinadas en espacios minúsculos,
trabajadores y trabajadoras de sectores esenciales no debidamente
protegidos por sus empresas (sanitarios, teleoperadores, etc),
indigentes y marginados…
Todas
las personas mencionadas no cuentan con subalternos que les hagan las
compras o les faciliten la supervivencia en condiciones
extraordinarias de alarma, incluso cuentan con medios económicos
escasos o ningún recurso para atender las necesidades mínimas de
subsisitencia.
Seguiremos
leyendo y escuchando por boca de voceros significados que el
coronavirius es una “delicia exquisita” de ecuanimidad
equitativa: mienten a sabiendas y hay que combatir sus falsedades con
decisión. Donde “todos” es una excusa o argucia ad hoc hay
culpables ocultos por acción u omisión.
El
mercado es perfecto. Los neoliberales no cejarán en su empeño
de cantar las alabanzas del mercado y la mano santa que atiende a
ciegas nuestras necesidades elementales. Es verdad que ahora han de
utilizar subterfugios y vías secundarias para introducir su
ideología capitalista a ultranza, sin embargo paremos en mientes
acerca de las sus críticas y diatribas sazonadas de libertad de
expresión, en este momento con cierta sordina o solapadas, que
continúan vertiendo los líderes de la derecha contra las medidas
excepcionales tomadas por los gobiernos tanto en materia de sanidad
pública y salud en general como en asuntos de cobertura social de
urgencia.
Saben
que no pueden elevar la voz demasiado no sea que su bajeza moral
quede al descubierto: han desmantelado en la última década un
sinfín de recursos públicos a favor de las multinacionales y el
sector privado. No obstante, la coartada en boga se vale de otras
afirmaciones arbitrarias acusando a los gobernantes salidos de las
urnas, sobre todo si son de tinte o aspecto izquierdista, de
autoritarios, de invasión desaforada de la esfera particular o
privada.
Contradictorias
hordas de odio de clase de arriba abajo que mientras claman con
exabruptos de extremosa calaña ética, con el propósito de salvar
de la quema sus beneficios empresariales, estatus social y prebendas
financieras, alargan su mano bajo cuerda solicitando ayudas estatales
y moratorias fiscales para empresas y castas multimillonarias: la
doble moral salta a la vista pero resulta muy complicado combatir
estos mensajes subrepticios y edulcorados elaborados a través de
tejemanejes discursivos de alta complejidad retórica y sofisticación
publicitaria muy elevada. Amén de que cuentan con casi la unanimidad
de los principales medios de comunicación masivos.
El
trabajo como gasto superfluo. Junto al mantra del Estado mínimo
o raquítico (Hacienda para extraer la sangre del salariado, policía
represiva en servicio permanente y ejército en la reserva a prueba
de revueltas izquierdistas), el segundo precepto seudofilosófico por
antonomasia del captalismo clásico es que el trabajo hay que
encuadrarlo en el capítulo de gastos a aminorar ininterrumpidamente
o, si ello fuera posible, eliminar de cuajo.
Tal
es la perspectiva del capital, de la empresa, de los estamentos
neoliberales, la globalización de las mercancías low cost, la
restricción de movimientos migratorios, el extractivismo mineral de
las periferias a base de dictaduras locales y la gestión severa de
la mano de obra esclava o de subsistencia en países de pobreza
endogámica. La precariedad vital de la clase trabajadora occidental
forma también parte de ese panorama de desvalorización permanente
del factor trabajo.
En
pandemias como la actual estamos habitando una situación irreal o
insospechada: el trabajo es lo importante, las personas, sus manos y
pensamientos, su capacidad de respuesta y abnegación colectiva, su
quehacer creativo de riqueza. Mucha gente se está descubriendo a sí
misma, la relevancia absoluta de su aportación social: limpiadoras,
cuidadoras a domicilio, cajeras de supermercado, agricultores,
trabajadores del sector de producción alimentaria, camioneros que
distribuyen en soledad bienes fundamentales, repartidores de comida,
el personal sanitario… Agréguese tareas y empleos que pasan
desapercibidos en la normalidad capitalista, a personas de carne y
hueso despreciadas mientras consumimos futesas al por menor y deseos
vicarios de quita y pon. Esperemos que no sea un mero espejismo que
no deje huella en la conciencia de cada cual.
La
ideología dominante juega a diario con la autoestima y el éxito
individual. Empleos en la precariedad vital causan estragos en el
equilibrio mental de mucha buena gente trabajadora: me merezco este
empleo-basura, no valgo para otra cosa salvo para sobrevivir. Con el
talento sucede algo similar: gente joven y no tanto se cuestionan sus
habilidades profesionales si no alcanzan una meta baladí, el éxito
relámpago recompensado por el sistema. Esa desafección de uno mismo
le viene muy bien al régimen, así mantiene al trabajador en tensión
neurótica, sumido en sus problemas íntimos, al pairo de la
necesidad dentada e imperiosa.
Sí,
las empresas, los accionistas y los directivos no crean ninguna
riqueza ni valor añadido al productor acabado, simplemente son
eslabones de cadenas jerárquicas distribuidoras del reparto injusto
y desigual, del robo técnico y la enajenación legalizada de la
plusvalía generada por cada individuo. La única riqueza tangible,
real, sale de las manos y las cabezas, del esfuerzo y la creatividad,
de cada trabajador y trabajadora. Si ese potencial psicológico
regresara a su legítimo dueño el capitalismo tendría razones de
peso para sentirse zozobrar. No obstante, la complejidad ideológica,
esa maraña de automatismos culturales que nos dicta pulsiones y
compulsiones, esa madeja casi inefable de gestos estereotipados, es
muy difícil de destruir.
Unir
voluntades por una causa común en mitad de la vacuidad social
alentada por el capitalismo es voluntad heroica al borde de la
locura: el desbroce, sin embargo, no debe detenerse a pesar de las
alambradas mentales que cercan la reflexión plural y crítica con
placebos de espurio sentido común: la sociedad del espectáculo de
Debord, por ejemplo, dicho a lo pedante.
El
poder de la Unión Europea. Durante las últimas décadas se nos
ha metido en vena que la Unión Europea era un campeón mundial en
todos los órdenes que podría ejercer contrapeso ante los liderazgos
militares y económicos representados por EE.UU. y China.
La
vieja Europa con sus antiguas filosofías y su ponderada maduración
cultural parecía llamada a ser un foco y foro irradiador de moral
universal del siglo XXI. Nada más lejos de la realidad: una dosis
adecuada de becas Erasmus, mucha fanfarria de autobombo, el eje
Berlín-París como presidencia dual de facto en funciones
ejecutivas, mercancías corriendo a la desesperada para hacer acopio
de lealtades comerciales, palabras simbólicas elevadas al altar de
la retórica huera.
La
Unión Europea fue un pigmeo en 2008: abrasó a Grecia con sus
imposiciones letales, ha alentado la privatización furibunda de los
sectores públicos nacionales, no alberga personalidad de enjundia,
mediadora ni pacífica en los conflictos bélicos internacionales, es
seguidista de las directrices de Washington, es una panda de
burócratas hablando muchos idiomas sin decir nada sustancial…
Ahora mismo, 2020, crisis del coronavirus: ninguna política común,
cero ideas constructivas, liberar fondos sin perseguir fines
materiales de ámbito social.
Pensar
que la Unión Europea es una reunión de tecnócratas y mercaderes
sin más meta que financiar sus delirios de grandeza es tanto como
pensar en una verdad dolorosa. Políticamente liliputiense, no es más
que una entelequia urdida para que Alemania y Francia, con el
inestimable concurso de las elites domésticas, mantengan sus
privilegios a buen recaudo. Sobran pruebas para mantener esta postura
pesimista, que no tiene oportunidad de revertirse en positivo dentro
de la políglota y virtual nube europea de complacencia mutua, ojos
de piedra y oidos cerrados a lo que viven y padecen los ciudadanos de
un reino inexistente a excepción de esas cumbres de oropel que se
suceden con pasmosa regularidad y estética ineficacia.
En
definitiva, sin el factor social la Unión Europea no es más que un
mercado de discursos vanos y capitalismo en su decadencia neoliberal.
Las
culpas del capitalismo salvaje. Otra escala de defensa, utilizada
igualmente por la izquierda reformista más adosada al sistema
neoliberal en vigor detumescente usa del criterio del grado: el
culpable de las injusticias sociales y la gestión desigual de las
crisis no es el capitalismo como tal sino el capitalismo salvaje,
sutileza de vuelos cortos e intelectos alojados en la cúspide de su
narcisismo solipsista.
Es
una teoría vetusta y añeja que viene torturando conceptos desde la
revolución industrial de Manchester. Capitalismo de rostro humano,
capitalismo popular, economía social de mercado, estado de
bienestar, han sido vehículos doctrinales de adaptación que han ido
apareciendo como credos de novísmo cuño entre las izquierdas
tendientes a colaborar o dialogar con el capital para atemperar sus
consecuencias sociales más lesivas o negativas entre la clase
trabajadora. Deliberar para comulgar con el contrario, transigir para
que la derrota parezca una victoria pírrica.
Este
afán de integración en el sistema creó otro instrumento
intelectual decisivo para que las ramas socialdemócratas se pasaran
espiritual y efectivamente al bando de las derechas parlamentarias:
la emergencia mitad real y mitad figurada de las clases medias
consumistas, propietarias de coche, nevera y lavadora, titulares de
hipoteca de por vida e incluso, los capataces y cuadros medios de la
estructura laboral dueños de una dacha en el litoral o el pueblo
vernáculo, clases de procedencia variopinta que renegaban de sus
antecesores y de sus luchas a cuerpo gentil contra el fascismo y la
explotación laboral.
Hoy
se dejan oir voces que ponen un dique, por si los acasos espontáneos
o la dialéctica materialista de la historia se desmandan, a
pensamientos radicales o subversivos que critiquen a fondo el
capitalismo tal cual, en su conjunto, sin medias tintas. Su tesis
dogmática es que hay capitalismo bueno y mala praxis capitalista:
maniqueísmo enagañabobos.
Estos
gradualistas de la moral coyuntural desechan categorías como la
explotación laboral, la desigualdad como vector de inestabilidad
permanente y la cooperación como mecanismo o dispositivo social de
mayor rendimiento productivo sin caer en la competitividad egoísta
como único modo de entender las relaciones biológicas, materiales y
culturales entre personas, naturaleza y comunidades. Antes la
competencia, simbólica y real, que convivir en el respeto mutuo y la
resolución atemperada merced al diálogo y la política racional.
En
realidad, piensan que el capitalismo salvaje solo es un régimen del
deseo desaforado sin límites ni bridas y que las multinacionales
agresivas no son más que adolescentes díscolos que reclaman un
pescozón por su conductas diletantes y poco respetuosas con las
normas éticas al uso.
Si
algo nos dice la historia grande del devenir humano es que el
capitalismo no hace favores a nadie, que es un monstruo que se regula
por el caos y la destrucción, que se alimenta de escombros y sangre
humana, que tiene ciclos de mayor o menor carga vírica nociva, valga
la expresión tomada de la rabiosa actualidad, y que allí donde nada
ni nadie le ofrece resistencia se fagocita a sí mismo para renacer
de sus propias cenizas. ¿Hasta cuándo será posible ese
despilfarro? ¿Tanta es la impotencia asumida por la izquierda y la
razón que nada queda por hacer distinto a volver al punto de
partida?
La
libertad occidental y la dictadura china. Desde la implosión
súbita de la URSS el capitalismo ha viajado a bordo de las banderas
de conveniencia globlalización, neoliberalismo y posmodernidad hasta
conquistar sin apenas resistencia aguas de todos los colores
intelectuales y culturales. El contrapoder comunista, al menos en la
iconografía de la opinión pública, se vino abajo con estrépito y
todas las izquierdas se pusieron a remojo de sus propias
contradicciones y a lamerse las paradojas irresolubles del panteón
de ilustres exégetas del marxismo bíblico.
Bajo
esta euforia se lanzaron eslóganes para alcanzar puerto seguro en el
siglo XXI: sociedades sin paro, flexiseguridad laboral, sociedades
abiertas del ocio y de la comunicación. ¿Tenemos redaños para
recordar esos hitos de alegría desenfrenada?
Esos
mojones se desvanecieron en pompas de jabón nada más pronunciar su
declaración supuesta de intenciones. Lo que sí sucedió
cruentamente, aunque ya teníamos noticias precursoras en Chile con
Pinochet y la escuela depredadora de Milton Friedman, fueron las
privatizaciones de los sectores públicos implementadas por Thatcher
y Reagan: el pensamiento único neoliberal contaminó todo el
espectro político, rindiendo pleitesía hasta sindicatos de clase y
grupos ortodoxos y heterodoxos otrora revolucionarios o radicales de
izquierdas.
Las
promesas de libertad sin límites se regalaron a millones y las
realidades vitales transformadas en relatos individuales de
existencialismo friqui y cutre germinaron en la misma proporción que
las promesas rotas, que las vidas imaginadas de independencia y
acérrima libertad tiradas al cubo de la basura.
Sin
embargo, hemos aprendido a añorar en Occidente los iconos que
mitigan nuestros dolores más íntimos. Amamos a nuestro enemigo,
somos víctimas ligadas como dependientes emocionales al sistema que
causa nuestras heridas. Contenemos tantas necesidades a la intemperie
(de empleo, de techo, de cariño, de proyecto coherente) que no
tenemos más remedio que entregarnos al látigo que nos esclaviza: el
contrato de mierda, la canción del verano, el botellón para olvidar
penas, la baratija más estúpida, el sexo de ocasión, el viaje
circular a ninguna parte.
A
pesar de ese agujero negro que nos impide observar con nitidez los
alrededores, el sistema conoce que nunca se sabe, que siempre es
posible la disidencia, que la crítica puede brotar en el erial más
cochambroso: de hecho, el mejor abono es el estiércol, estar en las
últimas es una bomba que se carga de explosvo de modo aleatorio.
Hay
que inventarse, por tanto, un adversario brutal: China, el peligro
amarillo, que ha atajado la crisis del coronavirus en tiempo récord
y con menos contagiados y muertos que la Unión Europea cuando este
espacio comunitario sin fronteras cuenta con 500 millones de
habitantes por 1.400 su oponente geopolítico. De momento, EE.UU.
presenta números más tenues aunque todavía es incipiente el
desarrollo de Covid-19 en su territorio federal. Además, China es
una dictadura por definición axiomática.
Se
dice con cierto desparpapajo altanero que China ha confinado a su
población gracias al big data y la geolocalización: da risa tal
simpleza, cuando no vergüenza ajena, esta ligera elucubración
cuando en el “mundo libre” existen conglomerados universales como
Google, Facebook y Amazon que saben de nosotros hasta el detalle más
ínfimo sobre gustos y preferencias de cualquier índole, además de
estar localizados también por móvil, ordenador y los algoritmos de
Silicon Valley. No olvidemos los secretos difundidos por WikiLeaks y
las torturas procesales y vaivenes legales por los que está pasando
su creador Julian Assange y las revelaciones inauditas del antiguo
espía tecnológico de la CIA, Edward Snowden. Estamos controlados,
en China y en todo Occidente.
Lo
incuestionable y relevante una vez cortada la hojarasca mediática es
que China está pudiendo con Covid-19 con una energía política e
inteligencia colectiva puesta al servicio de una causa común, sin
empresas que hagan negocio lucrativo del dolor social. Por el
momento, la Unión Europea va a la zaga en sus respuestas efectivas
contra el coronavirus y ya hay empresas de mascarillas en EE.UU. que
buscan beneficios desorbitados de la competencia entre
estados-clientes: antes de la crisis una mascarilla estandar costaba
80 centavos, hoy el precio de ese bien convertido en mercancía es de
8 dólares, diez veces más y subiendo… Es el mercado ciego y
bondadoso. Al parecer, “la ominosa dictadura china” ha resuelto
ese problema de manera más convincente, igualitaria y justa. Sin
exclusiones.
Todavía
vivimos en el mito. Covid-19 ha
rescatado la peste medieval: esas imágenes truculentas de
ciudades llenas de cadáveres sin recoger, silencios estremecedores,
hedores infernales y supervivientes con el rostro demacrado, sombras
a la deriva, a la buena de dios, nunca mejor traída la expresión.
Creíamos
que el hombre blanco moderno, as de todas las hazañas habidas y por
haber, era indemne a eventualidades de estas caracterísiticas tan
desastrosas y malolientes.
El
hombre blanco conquistaba, inventaba, filosofaba: era su grandeza,
también su carga. Ahora resulta que un leve roce puede hacer de él
un apestado cualquiera. ¡Y el roce puede venir de otro blanco
semejante superior y no de chusma extranjera o bárbara!
Aún
habitamos el mito. La pregunta es, ¿alguna vez hemos vivido fuera de
él? Mitos, mitos y más mitos: el hombre blanco, el supremacismo
sedicente, Eldorado occidental, la globalización virtual, el mercado
capitalista, el automóvil, el ordenador, el móvil, el estatus que
se desmorona en un santiamén, la cibervida.
Resulta
que la crisis nos dice al que quiera escuchar que no hay sociedad sin
trabajadores, seguridad colectiva sin sanidad pública, proyecto
humano sin igualdad y cooperación. Vivir sin contactos humanos no
tiene sentido.
Desde
luego que desprenderse de mitos que conforman nuestro ser como una
segunda piel no es nada sencillo. El mito llena los vacíos de
triquiñuelas semánticas y algodones sentimentales que no queremos
ver en su descarnada profundidad o esencia radical: no estamos solos,
no podemos vivir en permanente disputa, el estatus es un viento que
se deshace cada día, consumir y tener es un placebo; en crear y
compartir reside la vida auténtica, no sin conflicto, no sin
discusión.
Deseo
y necesidad deben dialogar en el interior de cada persona de forma
racional, empática, cociendo paradojas hasta destilar
contradicciones asumibles. Si somos empáticos con nosotros mismos,
la empatía se propagará como un virus. Este virus no es maligno.
¿Nos atrevemos juntos a vivir la vida o volvemos cual rebaño
vencido y vilipendiado a la casilla de inicio siendo todavía más
pobres que antes de la eclosión del coronavirus de marras?
No
respondamos a la ligera, pero tampoco nos demoremos en exceso: el
futuro no está ahí, no es de recibo, lo hacemos viviéndolo cada
instante. Y permanezcamos en alerta y vigilia constante: el mercado
jamás dimite, siempre está al acecho, a la caza oportunista.
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