Sólo
 idiotas -que a veces abundan en política- podrían ignorar que se 
aproxima un reventón social. La acumulación histórica de injusticias y 
abusos, exacerbada ahora por el desplome de la institucionalidad 
neoliberal y la implosión de la pobreza y desigualdad, se ha convertido 
en una bomba social cuya espoleta es la desesperación. En Chile este 
fenómeno se inicia el 18 de octubre del año pasado: una insurrección 
pluriclasista y espontánea, de padres desconocidos, un rechazo furioso 
al orden impuesto por la fuerza en 1973. La máxima expresión de esa 
gesta -que se prolongó hasta febrero de 2020- es la “Gran Marcha de 
Chile”: el 25 de octubre convocó a un millón doscientas mil personas en 
Santiago y otras 500 mil en provincias. En el “barrio alto” de la 
capital, se produjeron manifestaciones, incluso se registraron protestas
 frente a la Escuela Militar, muchos eran parientes de oficiales de las 
FF.AA.
Pero la masividad social de la protesta se 
fracturó. Un sector se volcó a una violencia desatinada que golpeó duro a
 pequeñas y medianas empresas -justamente las que dan más empleo-; el 
otro, atemorizado, buscó el alero de las viejas y desprestigiadas 
estructuras políticas. Así, bajo amenaza de estado de sitio, nació el 
Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución del 15 de noviembre 
que generó la convocatoria a plebiscito para una Convención 
Constituyente, hoy diferida para el 25 de octubre…si Dios quiere.
Si
 el plebiscito se efectuara de acuerdo a la correlación de fuerzas 
sociales, las clases asalariadas -que alcanzan a casi 8 millones- se 
impondrían por amplia mayoría. El eje, que es la clase obrera, abarca 
casi a 4 millones de hombres y mujeres. (1) No obstante se trata solo de
 cifras. Un mundo social en el papel pero que en la vida real carece de 
articulación y de una alternativa política que interprete sus demandas 
de justicia social.
El plebiscito que pudo ser la solución
 pacífica y democrática al conflicto, se ha convertido en una tranca más
 que intenta contener al caudal de la rebeldía. A estas alturas es 
evidente que la Convención es un caza-bobos sin parentesco con la 
Asamblea Constituyente soberana y democrática que reclamaba el pueblo. 
En los tres meses bajo cuarentena sanitaria que distan del plebiscito, 
parece imposible que las dispersas fuerzas del cambio alcancen el grado 
de coherencia y unidad orgánica que permitan reconvertir una Convención 
jibarizada en una Asamblea Constituyente soberana.
Casi 15
 millones de ciudadanos podrán votar en el plebiscito. Para convertir la
 Convención en Asamblea Constituyente, se requerirían dos tercios de los
 155 convencionales. 102 hombres y mujeres, demócratas de verdad, que 
echaran abajo las barreras del quórum y los cordajes del reglamento 
fraguadas por la clase política.
Una “misión imposible” en
 las condiciones que vive Chile. Lograr la movilización de millones de 
conciencias para volcarse en el plebiscito y convertir una sórdida 
trampa de la elite en una victoria popular, sería una epopeya de relieve
 histórico. Sobre todo, en un país atenazado por una abstención 
electoral del 60% y la ausencia de una alternativa de Izquierda.
El
 Hambre es hoy el indiscutido protagonista social y político. El Hambre 
aglutina y ordena los demás factores de la subversión: el desempleo (un 
millón de personas según cifras oficiales, mucho más si se suma el 
trabajo informal obstaculizado por las cuarentenas); la pandemia (10 mil
 muertos) y su horrible segmentación social; el endeudamiento (que 
devora el 74,5% de los ingresos familiares); el hacinamiento de más de 
100 mil familias en 802 campamentos sin agua potable ni alcantarillado y
 otras miles apretujados en cubículos y departamentos por los que pagan 
alquileres abusivos; salarios de miseria; educación que condena a los 
pobres a la eternidad de la pobreza; la salud de clínicas de lujo para 
pocos y de hospitales colapsados para la mayoría; y la carga emocional 
de cinco meses de cuarentenas, cordones y aduanas sanitarias, y todo 
tipo de limitaciones a la libertad de movimiento.
Dejemos 
la palabra al obispo de Concepción, Fernando Chomalí: “En Chile 
aproximadamente 650 mil jóvenes, entre 18 y 25 años, no estudian ni 
trabajan; altas tasas de enfermedades mentales y suicidios entre ellos; 
miles de ancianos solos, abandonados, de los que nadie se preocupa, con 
tasas de suicidio cada vez mayores…La violencia y la soledad en Chile 
son una pandemia.” (2)
Los días 2 y 3 de julio, convocadas
 por redes sociales, estallaron protestas en diversas ciudades. Un 
inmigrante haitiano muerto y decenas de detenidos, ataques a comisarías,
 incendios de vehículos, en pleno toque de queda, fueron el resultado de
 escaramuzas poblacionales que presagian el reventón que se avecina. En 
La Araucanía, entretanto, continúa infatigable la lucha del pueblo 
mapuche. Cada noche arden en fogatas los camiones y maquinaria de las 
empresas forestales, los presos políticos están en huelga de hambre en 
Angol, el movimiento indígena clandestino desafía la inteligencia y la 
fuerza del ejército y las policías en un conflicto que los medios cubren
 de silencio.
El gobierno y la clase política, sin duda, 
no son idiotas. Saben que se aproxima una tormenta social. Sin embargo, 
parecen estar confiados en que las FF.AA. y policiales -como siempre- se
 harán cargo de liquidar a sangre y fuego el reventón social.
Las
 dispersas fuerzas del cambio están obligadas a hacer un enorme esfuerzo
 por organizarse, dotar de conducción al movimiento, recuperar la 
amplitud social que permita evitar una masacre y hacer prevalecer la 
razón mediante una verdadera Asamblea Constituyente.
7 de julio 2020
Notas
(1) Maximiliano Rodríguez, “Estructura social, organización laboral-gremial y lucha de clases en el capitalismo chileno”, puntofinalblog.cl
(2) “Festival de demagogia para calmar la rebelión”, puntofinalblog.cl
      https://www.alainet.org/es/articulo/207735    
 

 
 
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