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sábado, 11 de julio de 2020

Carta abierta a la militancia de izquierda: ¿nos ganaron? ¿Cómo seguimos ahora?

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Los pueblos consiguen derechos cuando van por más, no cuando se adaptan a lo «posible»”.
Sergio Zeta

Del Manifiesto Comunista a la Caída del Muro de Berlín

Esta Carta abierta en modo alguno pretende ser derrotista, pesimista, un llamado a bajar los brazos. En todo caso, siguiendo a Pablo Neruda (“Podrán cortar todas las flores, pero no detendrán la primavera”), o a Xavier Gorostiaga (“Quienes seguimos teniendo esperanza, no somos estúpidos”), es un intento de reflexión, sereno y objetivo, sobre cómo están las cosas, cómo queda el mundo luego de la pandemia, y qué posibilidades reales se ven para la revolución socialista. En ese sentido, podríamos seguir mejor a Antonio Gramsci cuando plantea “actuar con el optimismo del corazón y el pesimismo de la razón”.

Rápidamente debe indicarse que no nos damos por vencidos en nuestra esperanza de un mundo distinto, libre de opresiones, con mayores cuotas de justicia para todas y todos. Sabemos, pues la experiencia histórica y el estudio sopesado de las ciencias sociales lo indican, que no hay paraíso esperándonos en ningún lado. La historia no ha terminado, y mientras haya seres humanos, habrá historia. Es decir: conflictos, desavenencias, choque de contrarios. Pero eso, de ningún modo, justifica el actual sistema de inequidad en que vivimos: el capitalismo, donde sobra comida para nutrir perfectamente a toda la Humanidad, pero por mezquinos intereses lucrativos el hambre permanece como uno de los peores flagelos.

Definitivamente, el sistema económico-político-social que representa el primado del capital sobre los trabajadores (cualesquiera sean estos: proletariado industrial urbano, amas de casa, obreros rurales, personal técnico-profesional de capas medias, asalariados en el ámbito de los servicios, incluso sub-ocupados y abiertamente desocupados, y ¿por qué no?, trabajadoras sexuales), sistema que hoy está absolutamente globalizado, es una formación histórica determinada, con un origen (el Renacimiento europeo podría establecerse) y, sin dudas, un final. Ahí empieza a platearse el problema: ¿cuándo es ese fin? Y más aún: ¿cómo es el mismo?, ¿qué habría que hacer para que se consustancie?

Según lo planteado por quienes más exhaustivamente estudiaron estos temas: Carlos Marx y Federico Engels durante la segunda mitad del siglo XIX, el crecimiento y organización de la clase obrera industrial sería el camino para la transformación revolucionaria de la sociedad, el día en que se hiciera del poder e iniciara la construcción del socialismo expropiando los medios de producción a la actual clase burguesa dominante. Hacia el final de sus días, Marx reconsideró eso, poniendo especial interés en el movimiento campesino ruso (para eso se puso a estudiar ese idioma), encontrando ahí un posible fermento de cambio. Lo cierto es que las revoluciones socialistas habidas durante el siglo XX (Rusia, China, Cuba, Vietnam, Nicaragua) se dieron en países con escaso desarrollo industrial, donde primaba el atraso económico con amplios sectores campesinos, en muchos casos en situaciones paupérrimas. Ello invita a pensar en cuál es hoy realmente, con la recomposición del capitalismo planetario, el sujeto revolucionario, la verdadera chispa del cambio. Valen aquí palabras de Fidel Castro: “¿Puede sostenerse, hoy por hoy, la existencia de una clase obrera en ascenso, sobre la que caería la hermosa tarea de hacer parir una nueva sociedad? ¿No alcanzan los datos económicos para comprender que esta clase obrera -en el sentido marxista del término- tiende a desaparecer, para ceder su sitio a otro sector social? ¿No será ese innumerable conjunto de marginados y desempleados cada vez más lejos del circuito económico, hundiéndose cada día más en la miseria, el llamado a convertirse en la nueva clase revolucionaria?”.

Lo cierto es que el sistema capitalista, luego de varias décadas de ascenso de luchas populares durante el pasado siglo y una última revolución socialista triunfante en 1979 (Nicaragua), logró un cambio de estrategia fenomenal: después de algunas décadas de una política capitalista con un Estado benefactor (capitalismo con rostro humano, fundamentalmente en algunos países centrales), endureció tremendamente su nivel de explotación, apareciendo lo que se conoció como neoliberalismo. Eso fue, en realidad: una mayor, monumental concentración de la riqueza social en cada vez menos manos, y un control omnímodo de la gran masa trabajadora y popular a partir de la tremenda precarización de las condiciones laborales. Coincide la instauración global de ese capitalismo salvajemente antipopular con la desintegración del campo socialista este-europeo y el paso de la República Popular China a mecanismos de mercado.

Ante esos acontecimientos, al perderse un referente de importancia como era el primer Estado obrero y campesino, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, y al caer el Muro de Berlín -emblemática caída que la derecha supo capitalizar muy bien en términos propagandísticos-, la izquierda mundial quedó bastante huérfana, golpeada. Sin temor a equivocarnos podríamos decir que entró en shock, del que todavía no terminó de salir.

Sobre llovido, mojado: pandemia de coronavirus

Luego de la implementación de esas políticas neoliberales, intentos de recomposición de las fuerzas de izquierda ha habido, y sigue habiendo, muchas sin dudas. Está claro que englobamos aquí en “izquierda” muy diversos planteamientos antisistémicos, que van desde fuerzas partidarias tradicionales a movimientos armados, de acciones en el marco de la legalidad burguesa hasta organizaciones populares varias (sindicatos, asociaciones, cooperativas, algunas ONG’s, grupos estudiantiles, etc.) Lo cierto es que, en ninguna de estas fuerzas se encuentra exactamente el rumbo. ¿Es “culpa” de la izquierda? Quedarse con ese expediente es demasiado sencillo; de hecho, mucha gente que estuvo en fuerzas anticapitalistas buscando transformaciones, ahora, desde fuera, suele decir, no sin altanería y suficiencia, que “la izquierda está perdida”. ¿Estamos perdidos? En todo caso, esto llevaría a revisar los postulados fundamentales del materialismo histórico, no partiendo de la base que están “superados”, sino para encontrar su mejor adecuación al momento actual. El materialismo histórico sigue vigente porque lo que lo hizo surgir (la explotación de clase) sigue absolutamente vigente.

Por supuesto, quedan preguntas muy importantes por responder: ¿por qué, luego de los primeros balbuceos, las experiencias socialistas pareciera que involucionaron? ¿Cómo explicar ese fenómeno que se ha repetido varias veces? ¿Estaban equivocados Marx y Engels? Las cosas, evidentemente, son más complejas de lo que los clásicos imaginaron. Definitivamente, por tanto, esos debates son impostergables. Lo cierto es que, desde la instauración de las políticas neoliberales en la década de los 70 del pasado siglo, el campo popular ha venido siendo golpeado sin clemencia, y ninguna organización de izquierda puede levantar hoy propuestas sólidas, que hagan real mella en el sistema capitalista mundial. La máxima de Margaret Thatcher “no hay alternativa” pareciera imponerse sin miramientos.

Sumado a ese estado de precarización, ahora aparece la pandemia de coronavirus. Está todavía muy confuso el panorama, y nadie sabe a ciencia cierta (o no lo dice al menos) cómo surgió este agente patógeno; las primeras hipótesis quedaron silenciadas: ¿arma bacteriológica, mutación natural? Lo cierto es que la enfermedad existe, y si bien no es tan altamente mortífera (con una letalidad no superior al 4%), ha venido a recomponer la fisonomía del mundo. Dado su algo grado de contagio, las medidas implementadas por todos los gobiernos del planeta consistieron, básicamente, en confinamientos. Seguramente, en términos epidemiológicos, estas medidas son necesarias. La cuestión es que los poderes las están aprovechando de un modo que nos deja sin iniciativa.

Es ahí donde se abren interrogantes, y donde el campo amplio de la izquierda debe moverse con celeridad, con contundencia. Todo lo cual, pareciera, se nos ha ido arrebatando, haciéndosenos perder la iniciativa. La izquierda, cada vez más, termina siendo reactiva, sin un proyecto definido y realizable, como sí parecía haber a principios y hasta mediados del siglo XX, o hasta la última revolución en 1979.

Hoy la enfermedad COVID-19 existe, y los muertos ahí están. Eso no está en discusión. Pero junto a ello, también existe una crisis sistémica fenomenal, cosa que no se dice en absoluto en el extendido discurso mediático comercial, el cual, básicamente, fomenta el pánico. De lo único que se habla es de la pandemia de un modo que crea zozobra, angustia. ¿Y la situación económico-política del mundo? ¿Acaso el capitalismo se arruinó por el coronavirus? “Aunque haya una relación innegable entre los dos fenómenos (la crisis bursátil y la pandemia del coronavirus), eso no significa que no es necesario denunciar las explicaciones simplistas y manipuladoras que declaran que la causa es el coronavirus. (…) No solo la crisis financiera estaba latente desde hacía varios años y la prosecución del aumento de precio de los activos financieros constituían un indicador muy claro, sino que, además, una crisis del sector de la producción había comenzado mucho antes de la difusión del COVID, en diciembre de 2019. Antes del cierre de fábricas en China, en enero de 2020 y antes de la crisis bursátil de fines de febrero de 2020. Vimos durante el año 2019 el comienzo de una crisis de superproducción de mercaderías, sobre todo en el sector del automóvil con una caída masiva de ventas de automóviles en China, India, Alemania, Reino Unido y muchos otros países”, indica con claridad Erick Toussaint.

No hay ninguna duda que asistimos a un período de profunda crisis, sanitaria, por un lado, económica por otro. El confinamiento y la paralización de buena parte de la economía mundial trae consecuencias graves. Quien paga los platos rotos, como siempre, es la gran masa popular, la clase trabajadora, los asalariados y sub-asalariados. Pero no todo el gran capital está quebrado.

Ante la crisis, los gobiernos de los diferentes países del mundo han tenido que salir a rescatar a sus empresas (¡la sacrosanta propiedad privada ante todo!), y secundariamente, a la gran masa trabajadora, o trabajadores sub-ocupados. Esos rescates, que para los de a pie representan una magra ración de comida para no morir, se viabilizan con créditos. Créditos que se toman, básicamente, en los organismos crediticios internacionales como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Si analizamos más, sabemos que esas instituciones son el brazo operativo de la gran banca mundial (JP Morgan Chase & Co., Wells Fargo & Co, Bank os America, Citigroup, etc.). Es decir: el núcleo más poderoso del actual capitalismo financiero. No parece que el sistema esté en quiebra precisamente: antes bien, esa gran banca se fortalecerá más aún, y la gran mayoría del planeta deberá estar pagándole por años. Si alguien está en crisis, es la población, cada vez más desprotegida, hambreada, sin perspectivas. La micro, pequeña y mediana empresa pasará angustias. Los monstruos globales, no.

De los otros grandes negocios del mundo, ¿cuál quebrará? ¿Fabricantes de armas? (Boeing, Lockheed Martin, General Dynamics, Northrop Grumman, etc.): sigue siendo el rubro comercial más redituable. Y se siguen fabricando y vendiendo, todos los días. La carrera armamentística, ahora con la misilística hipersónica de la que Rusia ha tomado claramente la delantera, sigue tan vigente como siempre, incluso acelerándose. ¿Narcoeconomía?: drogas se siguen vendiendo en cantidades industriales; junto a la actual entrega a domicilio de comida o medicamentos, el negocio de los tóxicos ilegales sigue siendo uno de los fuertes y más saludables, también repartidos a domicilio en estos tiempos de confinamiento. ¿Farmacéuticas? (Pfizer, Johnson & Johnson, Merck, Bayer, etc.): continúan con grandes ventas, y si aparece la vacuna contra el COVID, ni se diga. ¿Informáticas-digitales?: (las llamadas Silicon Six: Microsoft, Facebook, Google, Apple, Amazon, Netflix.) Nunca facturaron tanto como ahora; el encierro y el uso obligado de esos recursos tecnológicos disparó sus ganancias de un modo hiper exponencial. Sin dudas quiebran pequeños y medianos negocios; los grandes pilares del capitalismo, no.

Las petroleras, por ejemplo, probablemente sientan más la crisis (curiosamente la familia Rockefeller, ícono de la riqueza estadounidense, salió del negocio del oro negro en el 2017. ¿Vamos hacia las energías renovables?). No hay que olvidar que las fortunas más grandes se van acumulando en estos últimos años en las empresas ligadas a la cibernética, la inteligencia artificial, la informática, la robótica (de las que China, pareciera, ha tomado la delantera sobre el resto del mundo. Evidentemente, su imagen de fabricante de “juguetitos de mala calidad” quedó totalmente atrás). Los monumentales capitales del circuito financiero, los que deciden la marcha del mundo, ahora, además de lavarse en paraísos fiscales, se reinvierten fundamentalmente en las tecnologías digitales. El capitalismo, evidentemente, está cambiando: no se hizo menos explotador, sino que ahora explota de otra manera, con mayor sutileza (el llamado teletrabajo, ¿no es una forma inmisericorde de explotación también?)

Toda esta recomposición de la arquitectura capitalista global nos afecta, nos golpea grandemente al campo popular. ¿Cómo dar la batalla entonces?

Capitalismo renovado: ¿cómo dar la lucha?

Estimulado por la pandemia de coronavirus, el capitalismo global está al borde de una nueva ronda de reestructuración a nivel mundial basándose en una digitalización mucho mayor de toda la economía y sociedad global. Esta reestructuración empezó tras la Gran Recesión de 2008 pero las condiciones sociales y económicas cambiantes propiciadas por la pandemia acelerarán enormemente el proceso. Probablemente aumentará la concentración del capital a nivel mundial y empeorará la desigualdad social. Habilitados por las aplicaciones digitales, los grupos dominantes, a menos que sean obligados a cambiar de rumbo por la presión de masas desde abajo, recurrirán al aumento del Estado policial global para contener los próximos levantamientos sociales”, afirma categórico William Robinson.

Como vemos, el capitalismo sigue siendo capitalismo, no importa la cara con que se presente. Es decir: un sistema basado en la propiedad privada de los medios de producción (no importa si es el latifundio terrateniente de una conservadora oligarquía latinoamericana o la más moderna industria informática robotizada de inversores globales que se mueven por la nube digital) y la explotación de la fuerza de trabajo de seres humanos de carne y hueso. En definitiva, todas y todos, la casi absoluta totalidad de la población planetaria (ingenieros con doctorado, obreros rurales, vendedores callejeros informales, psicoanalistas, docentes universitarios de la más alta calidad académica o albañiles) somos trabajadores. Explotados sí, en todos los casos; y también las amas de casa, que no reciben salario. Esa es la célula básica del capitalismo: la explotación, la extracción de plusvalor a partir del trabajo humano (el trabajo hogareño, aunque no reciba remuneración, también es explotado -elemento no muy analizado por Marx en su momento en el desarrollo de Das Kapital, una de las agendas pendientes a revisar-, gracias al cual se está en condiciones de salir a trabajar fuera de la casa, a “ganarse la vida”).

¡Explotación! Ese núcleo, entrevisto ya claramente por el escocés Adam Smith en el siglo XVIII, escamoteado en su formulación teórica considerándolo de orden “natural”, pero puesto como elemento fundamental para entender la dinámica capitalista por Marx y Engels en el XIX, sigue siendo ya entrado el XXI el motor del sistema. La hiper robotización a que vamos asistiendo, con exclusión creciente de trabajadores humanos en el ámbito fabril, no elimina el corazón del sistema: la explotación del trabajador asalariado (el ama de casa, aunque no recibe salario, sigue siendo también la explotada, porque contribuye a la explotación del asalariado).

Sucede que el desarrollo del sistema ha ido modificando mucho de lo entrevisto por los clásicos hace 150 años; no se eliminó la estructura básica de las relaciones sociales, es decir: la explotación de una clase sobre otra, pero sin dudas el mundo fue tomando una forma cada vez más compleja, obviamente imposible de ver un siglo y medio atrás. Las primeras revoluciones socialistas (Rusia, China, Cuba, Vietnam, Nicaragua) mostraron que efectivamente era posible el socialismo, un Estado manejado por los trabajadores donde se dieron portentosas mejoras para el amplio campo popular (mejora en la salud, en educación, en viviendas, en condiciones más dignas de vida, en crecimiento humano. “Hay 200 millones de niños de la calle. Ninguno de ellos en Cuba”, pudo decir Fidel Castro en la isla socialista). Todas las críticas posibles -que no debemos maquillar, que hay que hacer con el más profundo rigor analítico en cuanto a la burocratización de esos procesos- no invalidan el planteo de base. Es decir: debe apuntarse a construirse un mundo sin clases sociales. Para ello, es necesario este período revolucionario que se llama socialismo, donde la clase trabajadora, en el más amplio sentido del término, conduce su vida, se autogobierna. Tarea difícil, sin dudas, pero no inalcanzable. La democracia de base por supuesto que es posible, pues fermentos de ella ya hay muchos.

Si bien la izquierda busca afanosamente el cambio, no hay que olvidar que el sistema busca más afanosamente aún evitarlo. Por eso despliega el más inimaginable arsenal de recursos para detener cualquier posibilidad de alteración del orden establecido. En esa lucha (lucha de clases a muerte, que ¡¡no ha desaparecido!!, aunque interesadamente se la dé por fenecida), para la clase dominante todo se vale, desde los más sutiles mecanismos ideológico-culturales a las cámaras de tortura, desde los cultos neoevangélicos que atontan hasta los misiles nucleares intercontinentales. Las fuerzas conservadoras están dispuestas a todo para no perder un milímetro de sus prebendas. Y sin dudas, ese capitalismo sabe renovarse con celeridad para no verse modificado.

La actual pandemia de coronavirus abre una perspectiva muy favorable a la perpetuación del capitalismo, significando un aplacamiento de las ya muy aplacadas luchas populares. “El emergente paradigma capitalista post-pandemia se basa en una digitalización y aplicación de las tecnologías de la así llamada cuarta revolución industrial. Esta nueva ola de desarrollo tecnológico es posibilitada por una tecnología de la información más avanzada. Lideradas por la inteligencia artificial (IA) y la recogida, procesamiento y análisis de inmensas cantidades de datos (big data), las tecnologías emergentes incluyen el aprendizaje automático, la automatización y la robótica, la nano y biotecnología, el Internet de las Cosas (IdC), la computación cuántica y en la nube, la impresión 3D, nuevas formas de almacenamiento de energía y vehículos autónomos, entre otras. (…) La economía global post-pandemia supondrá una aplicación rápida y expansiva de la digitalización a cada aspecto de la sociedad global, incluidas la guerra y la represión.” (Robinson). Es probable que luego de la crisis sanitaria se den reacomodos a nivel mundial en el sistema capitalista; todo indica que Estados Unidos está perdiendo su papel hegemónico, pero que exista una China con “socialismo de mercado” como superpotencia económica y científico-técnica y una Rusia como superpotencia militar, no significan que eso sea una buena noticia para la clase trabajadora mundial. Ambos países, que comenzaron a transitar una senda socialista décadas atrás, hoy están en procesos que no van por el socialismo. En tal sentido, el campo popular global está muy huérfano.

No puede afirmarse nada con certeza respecto a este pandemónium que parece haberse abatido sobre la Humanidad toda. Definitivamente, es una enfermedad de la que hay que cuidarse; los obligados confinamientos militarizados que estamos viviendo pueden ser producto de la necesidad de “salvar vidas”, dado lo precario de los sistemas de salud tan debilitados por años de neoliberalismo que se ven colapsados ante tantos enfermos. O puede ser también un ensayo de control poblacional para lo que vendrá. Si esto es un plan finamente urdido por poderes globales, de momento no es posible saberlo. Lo que sí está claro es que el sistema parece mucho más favorecido para reacomodarse y golpear con mayor fuerza a la organización de base, a las masas populares, cada vez más desprotegidas, que una izquierda que no puede liderar luchas (¡porque no sabemos bien cómo hacerlo!).

Se ha creado una simbiosis entre algunas de las mayores empresas tecnológicas y el aparato político del capitalismo”, expresan Daniele Burgio et alia. Léase: las industrias de las telecomunicaciones, gigantes comerciales por supuesto, en connivencia con los gobiernos para: 1) ganar dinero, y 2) espiar (controlar) a la población. En 1998, el entonces director de la CIA, George Tenet, afirmó que “las nuevas tecnologías darán a Estados Unidos una importante ventaja estratégica. Nuestra Dirección de Ciencia y Tecnología ha elaborado un plan para crear una nueva estructura empresarial con la tarea de obtener acceso a la innovación del sector privado” (léase: participación en las Silicon Six, las empresas más rentables de la actualidad). El capitalismo más desarrollado va presentando nuevas modalidades: las más refinadas tecnologías de la información y la comunicación marcan el rumbo hoy (ahí están las fortunas más grandes), y los servicios de inteligencia de las grandes potencias marchan de la mano con ellas.

Ante todo ello, el mundo inmediato que nos espera luego de la pandemia puede ser terriblemente desesperanzador para plantear el cambio social: una población asustada, dócil, acostumbrada a ejercicios militarizados de ley marcial y toques de queda, implorante de “medidas fuertes” para evitar las catástrofes sanitarias, habituada al distanciamiento social, a usar “tapa-bocas” (¿qué significa eso: taparse la boca, no hablar?), afecta al hiper manipulado “¡Quédate en casa!”, controlada con tecnologías digitales de avanzada (en China ya está en marcha el 6G, superador del actual y revolucionario 5G), trabajando mansamente desde casa, postrada más aún que en estos años de neoliberalismo para negociar contratos laborales, sin organización sindical, acostumbrada a la no-reunión (eso es peligroso, puede ser contagioso). El otro, en vez de ser visto como uno más, compañero de ruta, amigo, persona cercana, pasa a ser visto como sospechoso (¿posible portador de enfermedad?). Parece una vuelta al Medioevo europeo y el alejamiento de los leprosos, encapuchados y con campanas que anuncian su paso. Sin caer en dramas orwellianos, todo eso parece ser ya la realidad que vivimos, y que seguirá presente cada vez más en los meses venideros.

Entonces: ¿qué hacer desde la izquierda? ¿Cómo plantearse hoy la revolución socialista? Está claro que hay que repensar la situación actual. Los métodos clásicos de organización popular no parecen ser los más adecuados hoy día. Los mecanismos de control del sistema son cada vez más omnímodos (¿ya estará en el disco duro de algún super ordenador de los sistemas de vigilancia este texto que estás leyendo?). El mentado panóptico, que parecía pura fantasía ficcional un breve tiempo atrás, es una realidad concreta. ¿Cómo dar la lucha popular entonces? ¿Habrá que pensar en los hackers como una alternativa? Pueden ser muy válidas las protestas de antaño (marchas multitudinarias, pintadas callejeras, organización barrial-sectorial-gremial, estudio de literatura revolucionaria, etc., etc.). La cuestión es determinar si todo eso alcanza para golpear efectivamente a un sistema que parece monolítico, que nos controla desde los drones y satélites geoestacionarios, y que decide quién tiene trabajo y quién “sobra”.

La idea de circular esta Carta abierta es para invitar a la militancia de izquierda de todas partes a reflexionar sobre estos acuciantes asuntos. No tengo las respuestas. Creo, modestamente, que hoy nadie las tiene, por eso es una necesidad apremiante comenzar a estudiar en profundidad el asunto para buscar las alternativas válidas. La explotación sigue existiendo, pero el sistema -que sabe mucho, que parece tener más iniciativa que el campo popular- nos viene tomando la delantera. ¿Qué hacer entonces? Que nos sirva de inspiración el epígrafe: “Los pueblos consiguen derechos cuando van por más, no cuando se adaptan a lo «posible»” 


https://www.alainet.org/es/articulo/207765    

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