Editorial La Jornada
El secretario de la
Defensa de Estados Unidos, Mark Esper, expresó ayer su desacuerdo con
que se invoque la Ley de Insurrección para que los militares frenen las
multitudinarias protestas contra el racismo y la brutalidad policial,
pues consideró que las tropas en activo
sólo deberían ser usadas como último recurso y sólo en las situaciones más urgentes y graves. El jefe del Pentágono también reconoció como error el haber posado junto al presidente Donald Trump para una fotografía frente a la iglesia de San Juan, en los terrenos de la Casa Blanca. Cabe recordar que, con el único propósito de hacerse retratar en el sitio, Trump ordenó un operativo de corte bélico (incluida la presencia de un helicóptero artillado) para desalojar una manifestación pacífica que ocurría fuera de la residencia oficial.
Este distanciamiento del encargado de las fuerzas armadas con
respecto a la actitud incendiaria del magnate debe leerse en dos
sentidos. Por una parte, constituye un motivo de alivio en medio de las
tensiones creadas por el asesinato del ciudadano afroestadunidense
George Floyd a manos de un policía blanco en la ciudad de Minneapolis,
las cuales han sido sistemáticamente exacerbadas por la
irresponsabilidad del mandatario.
Por otra parte, es inocultable que los dichos de Esper prefiguran una
ruptura institucional sin precedente en la historia estadunidense y dan
cuenta del nivel de aislamiento al que se ha condenado Trump al
persistir en dislates como el de calificar a las manifestaciones con-tra
la brutalidad policial de
terrorismo doméstico, o llamar
débilesa los alcaldes y gobernadores que no echan mano de las fuerzas armadas para ahogar el descontento social. Acaso la muestra más simbólica del creciente alejamiento entre el magnate y la realidad se encuentra en los gestos de solidaridad adoptados por agentes de policía de diversas ciudades de Estados Unidos, quienes han puesto una rodilla en tierra frente a los manifestantes como señal de empatía con la lucha contra la discriminación racial.
Las declaraciones del jefe del Pentágono y los gestos de los agentes
conscientes dejan patente que en las calles de Estados Unidos no hay un
enfrentamiento de
malvivientes y perdedorescontra
la ley y el orden–por usar las palabras de Trump–, sino una expresión multitudinaria y mayoritariamente pacífica de hartazgo contra la intolerable desigualdad que padece la minoría negra. Asimismo, indican que entre los uniformados existe descontento por verse obligados a cumplir órdenes irracionales y absurdas en contra de la población a la cual deben proteger.
Está claro que, de cara a las elecciones presidenciales de noviembre
próximo, Trump apuesta a repetir la fórmula que lo llevó a la Casa
Blanca en 2016: agudizar las tensiones existentes en la sociedad
estadunidense a fin de explotar las fobias del amplio espectro
conservador. Como es costumbre en la conducta del político republicano,
se trata de una apuesta al todo o nada: bien puede obtener los réditos
electorales que espera y salirse de nueva cuenta con la suya, o puede
llevar al desgarramiento del conjunto de la institucionalidad y llevar a
su país al abismo.
Cabe esperar que el resto de la clase política haga gala de la
sensatez y la temperancia de las que carece tan notoriamente su líder
formal.
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