Reivindica haber
sacado al país del socialismo
Ni 10 minutos duró su discurso en el Congreso; ante sus partidarios persisten las menciones sobre Dios
▲ Jair Bolsonaro, presidente de Brasil, su esposa, Michelle (a la
izquierda), el vicepresidente Hamilton Mourao, y su esposa, Paula, ayer
en el Palacio do Planalto.
Río de Janeiro. Al término de los actos de este martes,
primer día de 2019, la impresión que queda es la de que alguien piadoso
debería haberle avisado al capitán retirado Jair Bolsonaro que habría
una ceremonia protocolar de traspaso de mando y que él asumiría la
presidencia de Brasil. Como semejante alma bondadosa no apareció,
Bolsonaro creyó que seguía en campaña, y en sus dos discursos distribuyó
frases muchas veces pronunciadas desde aquellos días previos a la
elección.
Algunos pronósticos fallaron. Para empezar, no llovió. Al contrario,
fue un hermoso día soleado. Tampoco aparecieron las 300 o 500 mil
personas esperadas por los ardorosos adeptos del capitán: apenas
superaron 100 mil. Menos, bastante menos que las que recibieron con
euforia a Lula da Silva en 2003.
Un misterio se resolvió luego de insinuar que, por razones de
seguridad, la nueva familia presidencial desfilaría en un auto blindado.
Pero no, el capitán, su esposa, Michelle, y uno de sus hijos, Carlos
–el más beligerante de un trío extremamente belicoso– aparecieron en el
mismo vetusto y elegante Rolls Royce descapotable fabricado en 1952.
La verdad es que no habría nada que mereciera mayores atenciones, de
no ser por el tono con que el capitán dijo lo que dijo y,
principalmente, por lo que dejó de decir, tanto en el pleno del Congreso
como ante una multitud de incondicionales.
Si en su primer discurso como presidente, en 2003, Lula habló larga y
detalladamente durante 44 minutos. El de Bolsonaro, ante el Congreso,
no llegó ni a 10, y no hizo más que anunciar programas y pautas de lo
que será su gobierno. El capitán se limitó a leer lo que más parecía un
resumen de sus pronunciamientos en su forma preferida de expresar lo que
parecen ser sus pensamientos: el Twitter.
Frases cortas, cuidadosamente ordenadas y leídas con cierta
dificultad, anunciaron reformas estructurantes, reiteraron promesas de
responsabilidad económica, defensa cabal de la democracia, pedidos de
una sociedad sin discriminaciones (aunque, eso sí, basada en los
principios judeo-cristianos), guerra extrema a la corrupción, derecho de
los ciudadanos a defenderse (o sea, armas a la población como forma de
combatir la violencia), crítica a la
sumisión ideológica(como si cada uno de sus gestos no respondiese a una ideología de extremaderecha), en fin, nada que no haya reiterado hasta el agotamiento.
Un momento que mereció un tono enfático ocurrió cuando reivindicó haber liberado al país
del socialismo, de lo políticamente incorrecto y del gigantismo del Estado. Ah, claro: todo eso con muchas, muchísimas menciones a Dios.
Después, al hablar al público que se reunió para acompañar su
aparición en el Palacio do Planalto, el capitán volvió a acercarse a un
Bolsonaro en estado puro.
Repitió un sinfín de veces la palabra
Dios, se felicitó –y a sus electores– por haber librado al país del
comunismo, aseguró que con su gobierno estarán rescatados y protegidos
los principios básicos de nuestra sociedad, resaltó la importancia de asegurar una educación
sin ideología, de preservar a la familia, y a cierta altura. En un gesto muy bien ensayado, sacó del bolsillo del pantalón de su muy elegante traje azul oscuro (hecho a la medida, a un costo de alrededor de 30 mil pesos mexicanos) una bandera brasileña hecha en tela brillante, que sacudió frente a los ojos extasiados de sus seguidores.
A su lado, el vicepresidente, el general Hamilton Mourão, se
entusiasmó, agarró una punta de la bandera y juntos llevaron al público
al delirio, cuando repitieron uno de los mantras de su campaña:
Mi bandera jamás será roja. El comunismo, pues, sufrirá otra derrota, según creen el capitán, su general subalterno y sus seguidores.
Para despedirse, nada mejor que la frase-guía que lo condujo al sillón presidencial:
Brasil por encima de todos, y Dios por encima de todo.
No dio ninguna pista de cómo pretende implantar las vaguedades de su discurso de campaña, repetido ayer.
Dos puntos merecieron atención. El primero: al terminar su discurso
en el Congreso, Bolsonaro se dirigió a los 10 mandatarios presentes para
saludarlos calurosamente. Unos merecieron especial atención, como el
premier de Israel, Benjamin Netanyahu; el mandatario chileno, Sebastián
Piñera, y el húngaro, Viktor Orbán. Tendió la mano a todos, excepto a
uno: Evo Morales, presidente de Bolvia.
El segundo: al leer los términos de su protesta como vicepresidente, Hamilton Mourao, hizo gala de su generalato.
En posición militar, leyó sus parcas líneas a los gritos. Como si en
lugar de jurar respeto a la Constitución, estuviese dando órdenes a sus
subalternos.
Se espera que en los próximos días sus ministros, en especial el de
Economía, Paulo Guedes, expliquen cuáles serán las primeras medidas
concretas a ser implementadas, y que también se aclare la manera en que
el nuevo gobierno pretende relacionarse con el Congreso, cuyo año
legislativo empieza en febrero. Porque sin eso, lo que se tendrá como
escenario es el mismo clima de vaguedad y amenazas que puntuaron la
campaña que llevó Jair Bolsonaro a una presidencia que ahora tendrá que
ejercer.
Foto Ap
Eric Nepomuceno
Especial para la jornada
Periódico La Jornada
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