La destitución de Rex
Tillerson como secretario de Estado y su remplazo por el extremista
Mike Pompeo, quien hasta ayer se desempeñó como director de la Agencia
Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés), así como la
designación al frente de esa dependencia de Gina Haspel, una veterana
agente vinculada a prácticas regulares de tortura para obtener
información de los detenidos, marcan unlA profundización en la hostilidad
del gobierno de Donald Trump hacia la comunidad internacional, denotan
el creciente caos en que se desenvuelve la actual presidencia
estadunidense y prefiguran tiempos aún más oscuros para la vigencia de
los derechos humanos y la legalidad internacional.
Aunque ya no resulta sorprendente, no puede pasarse por alto la forma
grosera y poco institucional en la que el huésped de la Casa Blanca
ejecuta sus decisiones: mediante tuits. Fue así que Tillerson se enteró
de su despido, como lo hizo constar el subsecretario Steve Goldstein,
quien fue asimismo echado del cargo unas horas después. Por otra parte,
la designación de Pompeo, un halcón del llamado Tea Party (ultranconservadores)
que promueve el espionaje de los ciudadanos por las dependencias
gubernamentales, defiende la tortura, preconiza la intensificación de
las operaciones encubiertas en Afganistán y despotrica contra el acuerdo
de desnuclearización de Irán porque lo considera demasiado blando hacia
ese país, hace inevitable pensar en una acentuación de las posturas de
Washington, de por sí beligerantes y agresivas, hacia el resto del
mundo.
A la vista de semejante recambio es claro que tanto el tono como el
contenido de lo recientemente hablado por los gobernantes de América
Latina con Tillerson durante la gira de éste por la región, quedará
sujeto a una revisión y que los inesperados avances que el ahora ex
secretario de Estado había logrado para relajar la tensión entre Estados
Unidos y Corea del Norte pueden desvanecerse en cualquier momento.
Más preocupante aun, el arribo a la dirección de la CIA de
Gina Haspel hace pensar que el papel de Washington como violador mundial
de los derechos humanos puede alcanzar niveles más escandalosos que
durante los periodos presidenciales de George W. Bush, cuando esa
dependencia, el Pentágono y la Agencia Nacional de Seguridad (NSA, por
sus siglas en inglés) establecieron una red de centros de tortura y
asesinato en decenas de países, con el pretexto de la
guerra contra el terrorismo.
Es pertinente recordar, a este respecto, que Haspel supervisó uno de
esos centros, situado en Tailandia, en donde decenas de presuntos
militantes de Al Qaeda fueron brutalmente torturados con ahogamientos
–llamados waterboarding en la jerga de la CIA– y que posteriormente se encargó de destruir los videos que documentaban tales atrocidades.
Los relevos referidos ocurrieron, para colmo, el mismo día en que
Trump visitó los prototipos del muro que pretende construir en la
frontera común con México –un gesto de suyo agresivo– en un predio
situado en San Diego, California. Como cabía esperar, el mandatario
aprovechó la visita para denostar y amenazar a ese estado, que se opone a
la xenofobia presidencial y se niega a colaborar en la persecución de
migrantes.
Lo más alarmante es que resulta sumamente difícil encontrar en toda
la hostilidad del gobernante del país vecino una estrategia política
definida y clara. Todo parece indicar, por el contrario, que Trump se
mueve por reacciones viscerales e imprevisibles, sea para distraer la
atención interna de los múltiples escándalos en los que está
involucrado, sea para dar alicientes coyunturales e inmediatos a los
intereses corporativos a los que representa y para satisfacer a las
corrientes más oscuras, atrasadas y brutales de la sociedad
estadunidense, las cuales conforman, al fin de cuentas, su respaldo
social.
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