Terminada la Segunda
Guerra Mundial en 1945, el principal ganador, Estados Unidos, sometió a
la perdedora Alemania, junto con las otras potencias victoriosas, a los
históricos juicios de Nüremberg. Allí se condenó al régimen nazi, entre
otras cosas, por los anti éticos experimentos biomédicos desarrollados
con seres humanos, judíos en la mayoría de los casos, en nombre de la
superioridad racial. Hasta allí todos podríamos estar en completo
acuerdo tanto con la condena como con los juzgadores: jugar con vidas
humanas en experimentos secretos es deleznable; en definitiva:
constituye un delito de lesa humanidad.
Lo trágico es que la potencia
que estaba levantando la voz para condenar esas prácticas a todas luces
abominables, casi al mismo tiempo estaba haciendo lo mismo en otras
latitudes. La doble moral de los poderosos no es nada nuevo, por
supuesto. Pero no por eso debe dejar de indignarnos. Es tan deleznable,
abominable e infame la realización de experimentos secretos con humanos
de carne y hueso como el discurso hipócrita, de dos caras. Washington,
por cierto, es un maestro en esto último. Y, lo patético, es que nadie
lo puede condenar. La más rampante impunidad sigue primando insultante.
¿Hasta cuándo?
Junto a esa petulancia arrogante del ganador
(lanzó dos bombas atómicas sobre población civil no combatiente en Japón
cuando la guerra ya estaba prácticamente terminada, solo como
demostración de poderío, y jamás ha recibido condena por eso), también
es un campeón en la realización de pruebas ocultas, fuera de todo
control –de ordinario en el campo de la investigación biomédica o en las
tecnologías bélicas–, en general con los “conejillos de Indias” que
representan las poblaciones del Tercer Mundo, de los países pobres.
Según pudo saberse hace unos pocos años por una supuesta casualidad
azarosa, la investigadora estadounidense Susan Reverby, del Wesllesley
College, en búsqueda de información sobre experimentos realizados con
reos de la prisión de Tuskegee, en Estados Unidos, encontró datos que
revelaron estudios secretos desarrollados entre los años 1946 y 1948 por
personal del gobierno de Washington en la centroamericana nación de
Guatemala, arquetípico banana country para la lógica del amo imperial.
De acuerdo a lo hallado por la investigadora, con la aquiescencia de la
embajada de su país en Guatemala y de la por aquel entonces Oficina
Sanitaria Panamericana, precursora de la actual Organización
Panamericana de la Salud (OPS), en esos años se llevaron a cabo en el
país centroamericano cuestionables estudios con pacientes psiquiátricos,
trabajadoras del sexo, soldados rasos y niños huérfanos. Lo que se
buscaba era conocer la efectividad de la penicilina en el tratamiento de
enfermedades de transmisión sexual (sífilis y gonorrea), para lo que se
les infectó a las personas seleccionadas –por supuesto, sin previo
aviso y con total desconocimiento de lo que se les hacía– con
microorganismos de ambas patologías.
Que los resultados
conseguidos siguiendo esas prácticas constituyan un “aporte” a la
ciencia médica, y por ende a la humanidad toda, es un desatino, una
aberración. Es similar a lo que buscaban los nazis en sus experimentos,
juzgados luego como crímenes de guerra: eran, y siguen siendo,
monstruosidades, atentados a la más elemental dignidad humana. ¿Se
juzgará a algún ciudadano estadounidense por estas pruebas realizadas en
Guatemala? ¿Habrá algún Nüremberg para algún funcionario de la primera
potencia mundial? El Dr. Thomas Parran, quien supervisó la fase inicial
de los experimentos en el año 1946 en territorio centroamericano,
reconoció que se ocultó a las autoridades guatemaltecas lo que se estaba
haciendo y que esos estudios de ningún modo se podrían haber realizado
en su país. ¿Alguien se hará cargo de ese delito de lesa humanidad?
¿Quién va a ir preso?
En un gesto que, considerado ingenuamente,
podría justificar su galardón de Premio Nobel de la Paz, el ex
presidente de Estados Unidos, Barak Obama, apenas conocida la denuncia
de los hechos en el 2010 se disculpó telefónicamente con su por ese
entonces homólogo de Guatemala, Álvaro Colom, por la violación cometida
seis décadas atrás. “Políticamente correcto” quizá, pero eso no exculpa
lo sucedido. No es la primera vez que se conocen acusaciones de ese
tenor; es más que sabido que los habitantes del Tercer Mundo son
conejillos de Indias para experimentos de esa calaña que realizan las
potencias del Norte, incluso en forma masiva con alimentos o
medicamentos. Además de proveedores de materias primas y mano de obra a
precio regalado, el Sur también es un laboratorio de experimentación
humana gratuito.
En un tiempo Estados Unidos comenzó a hablar de
“control de la natalidad” (hoy día se reemplazó eso por las
políticamente más correctas “planificación familiar” o “paternidad
responsable”); en definitiva, más allá del nombre, se trata de lo mismo:
impedir que siga creciendo el número de bocas que alimentar en el
planeta, asegurando así los recursos solo para los “ciudadanos de
primera”, para el caso, los estadounidenses. Y ello llevó a
esterilizaciones masivas en varios países (siempre impulsadas por
agencias estadounidenses), por supuesto sin que las mujeres
esterilizadas lo supieran, y mucho menos, lo consintieran.
Guatemala, en su posición de país pobre y dependiente, casi un
protectorado de Washington, ha sido y continúa siendo un privilegiado
campo de prueba (si es que a eso se le puede llamar “privilegio”), un
laboratorio para infinidad de experimentos sociales que desarrolla la
geoestrategia de Washington. Por lo pronto fue en Guatemala donde se
estrenó la Agencia Central de Inteligencia, la CIA. Aquí hizo su debut
la tristemente célebre organización estadounidense, preparando y
ejecutando el golpe militar que quitó de la presidencia a Jacobo Arbenz,
un socialdemócrata que encabezaba un gobierno popular con tinte
nacionalista que se había permitido expropiar las tierras ociosas de la
United Fruit Company, la empresa frutera norteamericana que operaba en
Centroamérica con la más absoluta y descarada impunidad.
Años
después, durante la larga guerra interna que desangró al país donde se
enfrentó un poderoso movimiento guerrillero con el ejército, la
geoestrategia de Estados Unidos hizo de Guatemala un campo de
experimentación –en versión corregida y aumentada– de la desaparición
forzada de personas. Este país –con 45.000 detenidos-desaparecidos– y
Argentina –con 30.000 personas desaparecidas en el marco de la operación
regional bautizada Plan Cóndor– fueron las naciones latinoamericanas
donde esta infame práctica alcanzó sus cotas máximas (representando
alrededor del 70% de todas las desapariciones forzadas de Latinoamérica
durante las llamadas guerras sucias). En ambos países la doctrina
militar de las academias estadounidenses potenció de una manera
monumental lo iniciado por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial,
llevado luego a la categoría de estrategia bélica normalizada por
Francia en su guerra colonial contra Argelia, teorizada por el coronel
galo Roger Trinquier en su libro “La guerra moderna y la lucha contra
las guerrillas”.
Según dicha “teoría”, los actos de desaparición
forzada son ejecutados conforme a pasos de manual: 1) persecución de una
persona concebida desde una perspectiva ideológica como un enemigo
interno; 2) detención ilegal; 3) entrega del detenido en algún centro de
detención clandestino; 4) ocultamiento ilegal de la víctima; 5) presión
psicológica ejercida sobre la familia, el grupo de pertenencia del
desaparecido y el colectivo social a través del discurso oficial
estigmatizante e ideologizante y las técnicas publicitarias empleadas.
Estas técnicas, desarrolladas en principio por los franceses, fueron
llevadas a su máxima expresión en Guatemala, país que, una vez más,
sirvió de laboratorio social para la implementación de planes
sociopolíticos impulsados por el gobierno de Estados Unidos. Años
después, a partir del 2015, nuevamente el país centroamericano vuelve a
ser laboratorio experimental para una nueva y refinada técnica de
control social: la “lucha contra la corrupción”.
Continuando la
práctica de las llamadas “revoluciones de colores” desarrolladas en las
ex repúblicas socialistas soviéticas, la nueva estrategia geopolítica de
Washington consiste en entronizar la corrupción (solo de los
funcionarios públicos) como el principal mal y causa última de las
penurias de las poblaciones. Con ello se encubren las verdaderas causas
estructurales de la situación (la explotación de una clase social por
otra, la extracción de plusvalía de los trabajadores por parte de los
propietarios de los medios de producción), poniendo en los “malos
funcionarios corruptos” el motivo principal de la pobreza y el atraso.
La movida inició en el 2015 con la construcción de numerosos perfiles
falsos en las redes sociales desde donde se llamó a movilizaciones
pacíficas, desideologizadas, tendientes solamente a remover de su cargo a
la cabeza visible del país: el binomio presidencial. Muy bien
orquestada, la jugada resultó exitosa: presidente y vicepresidenta
terminaron presos, y la nueva técnica de manipulación social se mostró
efectiva. Tiempo después, la “lucha contra la corrupción” se entronizó
como la nueva cruzada salvadora para, supuestamente, terminar con las
penurias de las masas paupérrimas. Y gracias a esa edificación mediática
la geopolítica de la Casa Blanca logró frenar varios gobiernos
“molestos” para su estrategia: Cristina Fernández en Argentina, Dilma
Roussef en Brasil, preparando también condiciones para quitar a
“indeseables” cuando la política de Washington lo requiera.
En
otros términos: Guatemala es un conejillo de Indias siempre útil para
las más diversas experimentaciones. Estados Unidos, en tanto potencia
dominante, se arroga el derecho de hacer lo que quiere en estos parajes.
¿A quién se le ocurriría que una universidad o una empresa farmacéutica
guatemalteca, o de cualquier país tercermundista, pudiera experimentar,
por ejemplo, un nuevo medicamento, con ciudadanos estadounidenses en
suelo norteamericano, sin previo aviso a las autoridades
correspondientes? Inimaginable, por cierto. Pero la inversa es ya algo
“normal”. Es más: ¿cuántos experimentos se podrán estar llevando a cabo
en este momento en Guatemala sin que la población ni el gobierno del
país lo sepan?
Las potencias son potencias,
justamente, porque manejan a las poblaciones, a los recursos que éstas
poseen y, en definitiva, a los países en su conjunto donde todo ello se
encuentra. Para manejarlos se apela a todo tipo de armas. El racismo, la
desvalorización de los pueblos considerados “primitivos”, la noción de
“ciudadanos de segunda” versus ciudadanos de sentido pleno, que serían
los de los países metropolitanos –civilización y barbarie si queremos
decirlo de otro modo–, son todas ideas que permiten la manipulación de
esas masas excluidas, dando como resultado, entre otras cosas, la
posibilidad de hacer experimentos execrables sin ninguna culpa con los
“primitivos”. Luego podrá decirse que es en beneficio de la Humanidad.
Si los Aliados juzgaron las “abominables” prácticas de los nazis, no
fue en absoluto por consideraciones éticas: fue sólo una demostración de
poder. ¿Cuándo cambiaremos eso?
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