El
problema de América Latina es la corrupción, pero no la corrupción “a
secas”, sino especialmente aquella asociada a los gobiernos progresistas
o posneoliberales[1].
Lo aseveran los think-tanks, los asesores de Instituciones Financieras
Internacionales (IFI) y voces expertas sobre lo que “sucede” en la
región[2]. Lo advertía John F. Kelly, ex Comandante del Comando Sur de los EEUU y hoy Jefe de Gabinete de Trump[3].
Aseguran que los gobiernos progresistas se abusaron de los pobres para
enriquecer a un puñado de funcionarios de gobierno corruptos.
Agrandaron el Estado y lo repolitizaron, intervinieron en la economía y
revalorizaron lo público, con el único objetivo de “saquearlo” luego.
Privilegiaron la utilización de influencias y fondos públicos para
beneficio personal y recurrieron a los poderes del Estado para evitar la
rendición de cuentas. Desde esta perspectiva, los funcionarios y
políticos involucrados en gobiernos progresistas que exaltaron ese
derrotero, son por definición corruptos y además ineficientes. Son
incapaces de manejar al Estado como a una empresa privada, poniendo en
riesgo el rumbo de la economía y (supuestamente) del Estado en su
totalidad[4].
Esta serie de argumentos son los que urden la trama de un sentido común
reproducido por las derechas y la prensa hegemónica desde hace varios
años y que ha contribuido al menos a dos fenómenos: el primero y de
corto-mediano plazo, es el de la “judicialización de la política” desde
arriba; el segundo es el de la despolitización de la política, el
desprecio por “lo público” y el prejuicio respecto de lo estatal como
ineficiente.
El hecho de que este relato haya devenido en
“sentido común”, de que haya calado profundo en la opinión pública, no
es fruto de una campaña mediática particular, o el resultado “inminente”
del retorno de gobiernos de derecha. Tampoco obedece únicamente a
factores coyunturales. Por el contrario, forma parte de un proceso
histórico que encuentra parte de sus raíces en el ajuste estructural
implementado en América Latina a partir de la década de los ’80 y que
tuvo como actores principales a las IFI y a las agencias bilaterales del
gobierno estadounidense. La “modernización” del Estado, que tenía por
objetivo una mayor eficacia y eficiencia para acabar con la corrupción y
el favoritismo, fue argumento clave para el adelgazamiento/desaparición
y desprestigio de lo público en virtud de lo privado. El Consenso de
Washington puede ser un ejemplo de sistematización de tales premisas
como lineamientos para la acción de gobiernos dedicados a procurar que
el Estado se subsumiera a las necesidades del sector privado. La
empresarialización del Estado[5].
Las reformas judiciales
Uno
de los sectores en los que se intervino tempranamente para la
“modernización del Estado” fue el judicial. Tuvieron especial
protagonismo los organismos de “asistencia para el desarrollo”
bilaterales y multilaterales, como la USAID y el BID.[6]
Este asesoramiento en la transformación de los aparatos judiciales
constituye un eslabón más en una cadena de relaciones dependientes y
asimétricas establecidas por la dinámica y normativas inscritas en la
asistencia para el desarrollo (al menos desde la Guerra Fría hasta la
actualidad)[7].
El objetivo era lograr la “buena gobernanza” por medio de una
reorganización del Estado, ajustando las leyes e instituciones a las
normativas internacionales que permitieran el flujo de inversión
extranjera directa y el acceso a mercados “sanos”. Debía garantizarse
un “buen funcionamiento” de las instituciones para garantizar el
desarrollo[8].
Guatemala
fue uno de los mayores receptores de asistencia para la reforma
judicial, tras la firma de los Acuerdos de Paz. Fluyeron asesores,
recursos para infraestructura e informática y el “know how” de la
experiencia en países centrales, particularmente en EEUU[9].
El resultado fue una reforma superficial, en el plano de lo técnico,
con una fuerte dependencia de la asesoría y fondos provenientes del
extranjero. Los avances a partir de la creación de la Comisión
Internacional contra la Impunidad en Guatemala (desde el juicio al
dictador Ríos Montt hasta el Caso la Línea)[10]
se ven limitados por estar enmarcados en un Estado que en términos
generales representa los intereses de una minoría privilegiada (tanto la
vieja oligarquía como los nuevos empresarios) asociada directa o
indirectamente a un Estado contrainsurgente y genocida. Un Estado
ausente en materia de bienestar socio-económico para las mayorías, que
nunca fue refundado[11].
Un Estado que, desde 1954 hasta la actualidad, sigue dependiendo de los
lineamientos, recomendaciones y financiamiento del sector
público-privado estadounidense y las agencias de asistencia para el
desarrollo de otros países centrales. Guatemala es un país condenado
por la opinión pública internacional debido a la corrupción y la
violencia, pero de ningún modo se lo coloca como el peor caso. Por el
contrario, la corrupción es particularmente “grave” en aquellos Estados
donde hubo o están vigentes procesos de cambio de la mano de gobiernos
posneoliberales, notándose una mayor presión local e internacional para
una judicialización de la política desde arriba.
Un caso
clave es el de Bolivia, país que recibió un importante flujo de
asistencia de la USAID en los ’80 y ’90, entre otros rubros, para la
reforma judicial. Estos fondos tendieron a beneficiar a gobiernos y
sectores altamente corruptos y que trabajaron sistemáticamente en
desmedro del bienestar de las mayorías[12].
Con la llegada del MAS y la refundación del Estado, se llevaron a cabo
reformas estructurales, incluida la democratización del aparato
judicial: es el único país de América Latina donde los representantes
judiciales son elegidos en las urnas. Sin embargo, sigue fluyendo
asistencia, en particular proveniente de la National Endowment for
Democracy (NED) en el rubro de “reforma jurídica” a través de
fundaciones[13].
Una
de las últimas campañas desatadas contra el MAS, previa al referéndum
de febrero de 2015, se centró en la difamación y desmoralización del
gobierno de turno por “corrupción y tráfico de influencias”, sin pruebas
fehacientes. Sin proceso legal adecuado, se manufacturó el “caso
Zapata”. La red de intereses tejida entre la prensa local, fundaciones,
think tanks y voces expertas hicieron campaña destacando la corrupción
como principal atributo del gobierno de MAS. Luego del debido proceso
judicial, se mostró que las acusaciones al presidente y ministros de
gobierno eran falsas, pero el Caso Zapata influyó para que buena parte
de la ciudadanía se inclinara por el NO al momento del referendum[14]. Se desvió la batalla política al campo judicial.
Brasil
es sin dudas el paradigma de la judicialización de la política desde
arriba, como parte de una campaña mediática, política y empresarial
orientada (aparentemente) a combatir la corrupción, pero que tiene por
objetivo destruir la imagen del Partido de los Trabajadores y “expulsar
de la política” a sus principales líderes. El impeachment a
Dilma Rousseff muestra el modo en que opera un aparato judicial
intervenido desde fuera. El Juez Moro, líder del Lava Jato, fue uno de
los “mejores alumnos” de los cursos de capacitación realizados por el
Departamento de Justicia estadounidense para funcionarios judiciales
latinoamericanos en el 2009, en el marco del “programa Puentes”[15].
Técnicas de recolección de información como la “delación premiada”, así
como el espionaje (intervención de líneas telefónicas, mails, etc.) a
funcionarios públicos o burós privados de abogados, parecen formar parte
del know how adoptado. El juicio a Lula da Silva es otra
muestra: considerando el modo en que “apresuraron” su expediente frente a
otros casos, la ausencia de pruebas y la campaña mediática que lo
cubrió[16],
da cuenta del modo en que EEUU y las derechas de América Latina están
recurriendo a la “justicia” como arma para una guerra librada contra la
política de gobiernos y procesos progresistas. Es “lawfare”, la guerra
jurídica[17].
“Lucha contra la corrupción”
Esta
guerra contra la corrupción se equipara a la guerra librada contra las
drogas (íntimamente vinculadas a los intereses del sector
público-privado de EEUU): más allá de los protocolos y discursos
políticamente correctos, apuntan a aniquilar sectores, grupos, líderes y
procesos que disputan con mayor o menor fuerza y/o éxito alternativas
al neoliberalismo (por ejemplo: que obstaculizan el flujo de
combustibles y materiales estratégicos, que amenazan el acceso a
mercados y la rentabilidad de las inversiones). Para ello, se presenta
como objetivo de mediano-largo plazo la anulación de lo político, la
despolitización del Estado, evitar ante todo su intervención en la
economía, lograr que devenga en un ente técnico subsumido a las reglas
del mercado. Se promueve que sea dirigido por tecnócratas o empresarios
capaces de vaciarlo de soberanía, apartarlo de la causa de las
mayorías. Hacerlo más eficiente para el sector privado.
Este
es el objetivo de la “lucha contra la corrupción” librada desde los
medios hegemónicos, think-tanks, fundaciones y gobiernos como el de
EEUU, que exportan un modelo de democracia y gobernabilidad que nada
tiene que ver con la inclusión política, económica, cultural y social de
mayorías históricamente postergadas. Es la democracia de una “clase
media” (imposible de ser definida) cuya única causa sería la de
“instituciones transparentes”, “índices de violencia cero” y “cárcel
para todos los corruptos, para todos los políticos”. La democracia de
una sociedad que (aparentemente) desea ser gobernada por empresarios y
tecnócratas que no tengan “nada que ver” con la política. Así, en los
discursos contra la corrupción, la “delincuencia” y “los criminales”, se
va reforzando la urdimbre de la ideología dominante, alimentada por la
“frustración” generada por gobiernos que (aparentemente) traicionaron a
sus pueblos. Unido a este relato, resurge con fuerza el neoliberalismo,
un camino que ya hemos transitado en América Latina, que garantiza la
salud de los mercados y la profundización de la miseria, injusticia y
violencia ¿y quién se atrevería a afirmar que ese rumbo (¡ya
transitado!) está exento de corrupción?
----Silvina M. Romano
es Dra. en Ciencia Política. Investigadora del Consejo Nacional de
Investigaciones Científicas y Técnicas en el Instituto de Estudios de
América Latina y el Caribe, Universidad de Buenos Aires.
Artículo publicado en la Revista de ALAI América Latina en Movimiento 531, marzo 2018 La corrupción: Más allá de la moralina
[1] IMF blog: http://bit.ly/2lbvsfe
[2] The Economist: http://econ.st/2CFixsX
[4]
En informe reciente, asesores del FMI advierten que en los gobiernos
donde ha habido un giro a la derecha, la economía ha retomado el rumbo
“correcto” http://bit.ly/2BD06YV
[5] Estado & Comunes: http://bit.ly/2EN4HKP
[6] Global Studies Law: http://bit.ly/2GH44if
[7] UNAM: http://bit.ly/2oouBud
[9] Wilson Center: http://bit.ly/2FqbreL
[10] Ver: FIDH - http://bit.ly/1u1TQiP; CICIG - http://bit.ly/2cbQ6Wd
[11] Ver por ejemplo el vínculo entre elites y “crimen organizado” – InSight Crime: http://bit.ly/2F2KX5d
[12] Tellería, Loreta y González, Reina (2015). Hegemonía territorial fallida. Estrategias de control y dominación de Estados Unidos en Bolivia: 1985-2012.
La Paz: Centro de Investigaciones Sociales, Vicepresidencia del
Estado, Presidencia de la Asamblea Legislativa Plurinacional de Bolivia
[16] Sotelo Felipe, M. (2018) “Lawfare, this crime call justice”.EnProner, C., Citadino, G., Ricobom, G. y Domelles, J. Commentson a notoriousveredict. The Trial of Lula. CLACSO: http://bit.ly/2EOAzPm
[17] CELAG: http://bit.ly/2onhxVM
https://www.alainet.org/es/articulo/191549
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