Estados Unidos ya no es un país de inmigrantes
TomDispatch
Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García |
La pelea sobre la criminalización de los inmigrantes
Introducción de Tom Engelhardt
Olvidaos
del poema de Emma Lazarus y de la Estatua de la Libertad: en realidad
nadie querría ser un inmigrante en el Estados Unidos de hoy. Como señaló
hace poco tiempo Dara Lind en Vox, en estos momentos ser un
inmigrante o hijo de uno (aunque se sea ciudadano estadounidense)
significa vivir en un “miasma de temor”. Esa es la conclusión de dos
estudios recientes acerca de inmigrantes de todo tipo, incluso los
residentes permanentes y sus hijos. ¿Quién podría sorprenderse de esto
en un Estados Unidos en el que, desde el futuro muro de Donald Trump en
la frontera con México hasta el ataque del Fiscal General Jeff Session
en el Tribunal Supremo contra la política inmigratoria de California, la
misma noción de ser un inmigrante ha sido transformada en una imagen de
delitos, bandas, drogas y –el mayor de los cucos de nuestro tiempo–:
terroristas? Desde el primer día de la campaña presidencial de Trump, en
junio de 2015, cuando tildó a los inmigrantes mexicanos de
“violadores”, él y sus colegas no han aflojado. La demonización de la
misma idea de inmigración, al menos la proveniente de los “países de
mierda”, que vienen a ser más o menos cualquier lugar del mundo que no
esté gobernado por blancos, ha sido la consigna.
También
aquí –como en Europa– el nuevo populismo de derechas se ha alimentado
de inmigrantes, refugiados y terroristas islámicos. Y en un mundo cada
vez más fragmentado, sobre todo gracias a la presión de las
interminables guerras contra el terror de Washington en buena parte del
Gran Oriente Medio y regiones de África, sin duda hemos tenido apenas
una muestra de lo que aún está por venir. A partir de cifras publicadas
el año pasado por el organismo de los refugiados de Naciones Unidas ya
sabemos que en 2016 hubo 65,6 millones de desplazados en el mundo y que
por lo menos 23 millones eran refugiados (es decir, personas que han
cruzado por lo menos una frontera internacional), entre ellos una
alarmante cantidad de niños. Estos guarismos no se habían registrado
desde la Segunda Guerra Mundial.
Y esto no es más
que el comienzo, dados los posibles desarraigos ocasionados por los
estragos producidos por el cambio climático en las próximas décadas
(sequías, aumento del nivel del mar, posibles guerras y fenómenos
climáticos extremos asociados). Una estimación de NU sugiere que, hacia
2050, hasta 250.000 personas podrían ser desplazadas por sus
consecuencias y que estos guarismos podrían pecar de demasiado
optimismo. Como escribió Todd Miller: “Para 2050, el 10 por ciento de
los mexicanos de entre 15 y 65 años de edad podrían emigrar hacia el
norte debido al aumento de la temperatura, las sequías y las
inundaciones”.
Entonces, como tema, la inmigración
probablemente esté sana y salva en 2050, un tiempo en el que vaya uno a
saber si la actual criminalización del inmigrante habrá desaparecido.
Es por eso que es importante hablar con un poco de sensatez cuando se
trata del recalentado mundo estadounidense del inmigrante, como Aviva
Chomsky, colaboradora habitual de TomDispatch y autora de Undocumented: How Immigration Became Illegal (Indocumentados: cómo la inmigración se ha ilegalizado), lo hace hoy.
--ooOoo--
Rechazo de la maniquea visión presidencial del mundo
El debate sobre la inmigración parece haberse vuelto loco.
El
muy popular programa “Acción aplazada para la llegada durante la niñez”
(DACA, por sus siglas en inglés) del presidente Obama, que aseguraba un
aplazamiento temporal de la deportación de unos 750.000 jóvenes
inmigrantes llevados Estados Unidos cuando eran niños se está
acabando... a menos que no... a menos que sea... El presidente Trump
proclama que lo apoya pero ordenó su desactivación; mientras tanto,
tanto los republicanos como los demócratas insisten en que quieren
conservarlo y se culpan mutuamente de su inminente desaparición
(mientras tanto, el Tribunal Supremo tomó cartas en el asunto para
permitir que los beneficiados por el DACA renueven su situación, al
menos por ahora).
En un solo día a mediados de febrero, el Senado
rechazó el tratamiento de por lo menos cuatro leyes de inmigración.
Esas leyes iban desde una intransigente propuesta para castigar a
algunas ciudades santuario que planteaban límites a la colaboración de
la policía local con funcionarios de aduanas e inmigración hasta
importantes revisiones de la Ley de Inmigración y Nacionalidad de 1965
que establecía el actual sistema de cupos de inmigración
(preferentemente para “reunificación familiar”).
Y agreguemos
algo más: prácticamente todo el mundo en la esfera de la política está
adecuando sus declaraciones y su voto según criterios de oportunismo
político en lugar de aquellos basados en lo que de verdad ocurre.
Políticos
y comentaristas que alguna vez hablaron de la “inmigración ilegal”,
insistiendo en que las personas “hacen bien las cosas”, ahora están
defendiendo el despojar del estatus legal a muchos que lo tienen y
recortar drásticamente incluso la inmigración legalizada. En estos días,
los conservadores republicanos, que en otro momento promocionaban
programas para los plutócratas, se desviven por los trabajadores de
bajos ingresos cuyo sustento, sostienen (bastante incorrectamente), está
siendo deteriorado por la competencia [desleal] de los inmigrantes.
Mientras tanto, Luis Gutiérrez, representante demócrata por Chicago –una
voz singular y fiable en pro de los inmigrantes en el Congreso– juró
que, tratándose del tan loado muro de Trump en la frontera mexicana, él
esta dispuesto a “coger unos ladrillos, un balde y empezar yo mismo a
construirlo... Ensuciaremos nuestras manos para que los Soñadores*
tengan un limpio futuro en Estados Unidos”.
Mientras para nuestro
Gutiérrez favorecer a los Soñadores puede parecer políticamente
oportuno, ceder en lo del muro de Trump tendría un resultado mucho más
grave que unas manos sucias, unos baldes y unos ladrillos; el
congresista lo sabe muy bien .
Las importantes defensas ya
construidas en la frontera con México han ayudado a que murieran miles
de emigrantes, a que se militarice cada vez más toda la región, al
espectacular aumento de las bandas de paramilitares que contrabandean
drogas y personas y al crecimiento de un violento descontrol a ambos
lados de la frontera. Además de eso, 3.200 km de muro de hormigón o
cierta combinación de muros, vallas, patrullas fronterizas reforzadas y
el no va más tecnológico, ya no estamos hablando de un inocente
despilfarro de dinero a cambio de mantener a los niños del DACA.
En
la vorágine de todo esto, las demandas de las organizaciones de
derechos para los inmigrantes de una “clara ley Dream” que protegería de
verdad a los beneficiarios del DACA sin ceder a las exigencias de Trump
contra la inmigración empiezan a ser cada vez más irreales.
Buenos tipos y malos tipos
Estoy
segura de que el lector no se sorprenderá al saber que, cuando se trata
de la inmigración (y muchas otras cuestiones), la descripción del mundo
que hace Donald Trump es pasmosamente maniquea –o negro, o blanco; sin
matices–. Él pone el acento en la naturaleza violenta y criminal de los
inmigrantes y los indocumentados, destacando repetidamente y
generalizando falazmente –a partir de casos relativamente escasos– el
suceso aquel en que uno de ellos asesino brutalmente a Kate Steinle en
San Francisco. Sus genéricas referencias a los “malos tipos del
extranjero” y los “países de mierda” sugieren que él aplica los mismos
prejuicios en el escenario internacional.
Bajo los auspicios de
Trump, la agencia a cargo de la aplicación de la ley de inmigración
–Aduanas e Inmigración (ICE, por sus siglas en inglés)– ha llevado el
concepto de criminalidad a unas alturas inéditas para justificar las
cada vez más ampliadas prioridades de deportación. En estos momentos, ya
no es necesaria una condena penal efectiva. Alguien con “cargos
delictivos pendientes” o simplemente “reconocido integrante de una
banda” se ha convertido en una “prioridad” de Aduanas e Inmigración. En
otras palabras, una acusación influida por el miedo, o incluso un rumor,
es todo lo que hace falta para considerar que un inmigrante es un
“delincuente”.
Y esas actitudes están calando hondo en la
sociedad. Lo he visto en la Universidad Estatal de Salem, en la facultad
en la que yo enseño. En un memorándum reciente en el que el jefe de
policía del campus explicaba por qué se oponía a la condición de
santuario del campus, este insistía en que su fuerza debía continuar
estando autorizada a denunciar al ICE a aquellos estudiantes que
participen en “acciones de condenables bandas callejeras... trafico de
drogas... o desobedezcan una orden judicial”. Para decirlo de otro modo,
el debido proceso es una lata; la policía, cualquiera de sus agentes,
puede dictaminar culpabilidad a discreción.
Esta tendencia en la
dirección de la maniquea visión del mundo de Donald Trump, ahora en uso
para justificar el crecimiento de lo que solo puede llamarse incipiente
estado policial, es tan fuerte que incluso se ha infiltrado en el
pensamiento de algunos de quienes se oponen a las nociones
anti-inmigrantes del presidente. Ahí está la “emigración en cadena”, un
concepto vago que antes lo utilizaban mayormente los sociólogos e
historiadores para describir las pautas de emigración en el mundo de los
siglos XIX y XX. El presidente, por supuesto, ha hecho de él su epíteto
du jour**.
Dado que el presidente habló de un modo tan
despreciativo de la “emigración en cadena”, los liberales contrarios a
Trump asumieron inmediatamente que la expresión era insultante en sí
misma. Como de costumbre, el corresponsal de la MSNBC Joy Reid le acusó
diciendo que “el presidente está diciendo que la única ley que aprobaría
es la que acabaría con lo que él llama “emigración en cadena”, que en
realidad ¡es justamente la expresión que nunca utilizaríamos en los
medios! Porque la franqueza no es algo real, ¡es un maquillaje...
inofensivo! Me resulta horrible que la adoptemos en bloque porque [el
asesor de la Casa Blanca] Stephen Miller quiere que la llamemos así...
[la expresión debería ser] emigración familiar”.
Del mismo modo,
la senadora por Nueva York Kirsten Gillibrand dijo que “cuando alguien
utiliza la frase emigración en cadena... tiene la intención de demonizar
la institución familiar y de hacer una difamación racista”. La jefa de
la minoría en la Cámara de Representantes Nancy Pelosi estuvo de
acuerdo: “Mirad lo que están haciendo con la unificación familiar
dándole un nombre falso de cadena. Cadena; les gusta la palabra
‘cadena’. Eso produce estremecimientos en las personas”.
Sin
embargo, emigración en cadena no es lo mismo que unificación familiar.
Emigración en cadena es una expresión empleada por los académicos para
describir la forma en que las personas suelen emigrar desde las
comunidades locales mediante la utilización de redes ya existentes.
Entre los ejemplos de esto estaría la gran emigración de afro-americanos
desde el sur rural [de Estados Unidos] al norte y oeste urbanizados,
las emigraciones de los pueblos originarios rurales de la zona de los
montes Apalaches a las ciudades industriales del centro de Estados
Unidos, las oleadas de emigración de europeos hacia Estados Unidos a
finales del siglo XIX, así como la actual emigración desde América
latina y Asia.
Una persona o un pequeño grupo, posiblemente
reclutados por una iniciativa patrocinada por el Estado o por un
empleador o simplemente por haber sabido de una oportunidad de trabajo
en una zona particular –aprovechando algunas veces una nueva línea de
ferrocarril o de navegación o una nueva ruta aérea–, se aventurarán a
partir; así abrirán nuevos horizontes. Una vez establecidos en una nueva
región o país, esos inmigrantes –directa o indirectamente– interesarán a
sus amigos, conocidos y familiares. Bastante pronto, los vínculos entre
las comunidades rurales o urbanas donde esas personas vivían y las
lejanas ciudades se habrán ampliado –de ahí la mencionada “cadena”–. Los
envíos de dinero empiezan a funcionar, volverán algunos emigrantes
(quizá solo para visitar el lugar donde nacieron, llegan las cartas del
nuevo mundo y algunas veces las nuevas tecnologías solidifican los
vínculos recientes, provocando un nuevo flujo de emigrantes. Esa es la
‘cadena’ de la emigración en cadena; a pesar del presidente y sus
partidarios, no hay nada ofensivo en ella.
Por otra parte, la
reunificación familiar era algo explicito en la ley de Inmigración y
Nacionalidad de 1965, que imponía cupos mundiales. Después, estos cupos
fueron distribuidos mediante un sistema de prioridades que privilegiaba a
los familiares más cercanos del inmigrante que ya se había convertido
en residente permanente o ciudadano de Estados Unidos. La reunificación
familiar les abrió el camino a quienes tenían un familiar aquí (aunque
en aquellos países donde el impulso migratorio era muy fuerte, la lista
de espera podía significar décadas). Sin embargo, esto hizo que en la
práctica la inmigración legal fuese virtualmente imposible para quienes
no contaban con un vínculo familiar. Para ellos no había una “línea” en
la que se pudiera esperar. Igual que el DACA y el Estatus de
Temporalmente Protegido (TPS, por sus siglas en inglés), los dos
programas que el presidente Trump está trabajando tan diligentemente
para destruirlos, la reunificación familiar ha sido beneficiosa para
quienes podían aprovecharse de ella, aunque excluyera a más personas que
las que ayudaba.
¿Por qué importa esto? Como un comienzo, en
tiempos que el posicionamiento político y la “noticias falsas” se están
convirtiendo en la norma, es importante que el movimiento por los
derechos del inmigrante continúe siendo certero y que sus argumentos se
asienten sobre terreno firma (ciertamente, a quienes se oponen a los
derechos de los inmigrantes les ha faltado tiempo para regodearse con la
condena demócrata a un término que ellos utilizaban muy alegremente en
el pasado). Además, tratándose de la inmigración es crucial no ser
barrido por la maniquea visión del mundo de Trump. Legalmente, la
reunificación familiar nunca fue una política de brazos abiertos.
Siempre fue un componente clave de un sistema de cupos pensados para
limitar, controlar y vigilar la inmigración, muchas veces con
procedimientos duros. Formaba parte de un sistema erigido para excluir
al menos tanto como incluía. Puede haber buenas razones para defender
las disposiciones para la reunificación familiar de la ley de 1965,
tantas buenas razones como las que hay para defender el DACA –pero eso
no significa que un statu quo profundamente problemático deba ser
glorificado.
El racismo y la “amenaza” inmigrante
Las
políticas de cupos y reunificación familiar sirvieron para “ilegalizar”
la mayor parte de la emigración mexicana a Estados Unidos. Eso, a su
vez, creo las bases no solo de la militarización de la policía y la zona
fronteriza, sino también de lo que el antropólogo Leo Chávez llamó la
“narrativa de la amenaza latina”, la idea de que Estados Unidos de
alguna manera está frente a una amenaza existencial por parte de los
inmigrantes mexicanos, y en general latinoamericanos.
De manera
que el presidente Trump ha recurrido a una antigua herencia nuestra,
aunque de un modo particularmente odioso. Con el tiempo, la narrativa
evolucionó hacia formas que trataron de quitar importancia a su
naturaleza explícitamente racista. Los comentaristas populares pusieron
el grito en el cielo contra los inmigrantes “ilegales” mientras alababan
a quienes “hacían bien las cosas”. La narrativa de la amenaza, por
ejemplo, se dirigía al corazón mismo de la política de inmigración de la
administración Obama, quien saludaba regularmente a los excepcionales
inmigrantes latinoamericanos y a otros, aunque al mismo tiempo crecieran
la criminalización, las detenciones y deportaciones masivas de muchos
de ellos. La criminalización promocionaba una tapadera “daltónica”
mientras el presidente separaba a los inmigrantes indocumentados en dos
grupos muy definidos: “delincuentes” y “familias”. En esos años, muchos
comentaristas se posicionaron al lado de quienes ellos definían como
meritorias excepciones mientras continuaban alimentando la narrativa de
la amenaza.
El presidente Trump se ha mantenido en una versión de
su aparentemente daltónica y excepcionalista narrativa, mientras
declaraba a viva voz que era “la persona menos racista” con quien
cualquiera pudiera encontrarse y elogiaba al beneficiario del DACA por
ser “un joven bueno, culto y talentoso”. Pero la naturaleza racista de
su extremismo anti-inmigante y sus invocaciones a la amenaza
[migratoria] es una buena continuación de los programas de Obama. En su
ataque a la inmigración legal, a la emigración en cadena y a los
estatutos legales como el DACA y el TPS, una vez más el racismo se asomó
explícitamente.
Da la impresión de que, a menos que provengan de
“países como Noruega” o tengan algún “mérito” especial, Trump cree
fundamentalmente que los inmigrantes deben ser ilegalizados, prohibidos o
expulsados. Algunas de las primeras medidas, sus ataques a los
refugiados o su prohibición de viaje apuntaban precisamente a quienes
podía acceder a una categoría legal, a quienes habían “cumplido las
normas”, “hecho la cola”, “registrado con el gobierno” o “pagado los
impuestos”, incluyendo a los refugiados, los niños del DACA y los
beneficiarios del TPS; todas ellas personas que ya estaban en el sistema
y cuya solicitud de entrada o de residencia había sido aprobada.
Cuando
le pedimos que comentara algunos atroces ejemplos de detención y
deportación de residentes de larga duración –arbitrarias, en ambos
casos–, un portavoz de Aduanas e Inmigración nos recordó que el
presidente Trump ha rescindido el programa –de los tiempos de Obama– de
“prioridad de cumplimiento de la ley”, que hacía hincapié en la
detención y deportación de personas con antecedentes delictivos o que
hubiesen cruzado la frontera poco tiempo antes. En estos momentos,
“ninguna categoría de extranjeros que puedan ser expulsados está eximida
de cumplir la ley”. Mientras el presidente Trump ha continuado –de
palabra– apoyando a los Soñadores, su principal objetivo en este sentido
ha sido claramente utilizarles coma baza en las negociaciones para
conseguir sus muy restrictivas prioridades en un Congreso poco dócil.
En
el pasado febrero, el Servicio de Aduanas e Inmigración de Estados
Unidos (USCIS, por sus siglas en inglés) hizo que las nuevas
restricciones pasaran a ser oficiales cuando modificó su “declaración de
misión” para quitar una sola línea: “USCIS garantiza la promesa de que
Estados Unidos es un país de inmigrantes”. Ya no lo es. En lugar de eso,
hoy se nos dice que la agencia “gestiona el sistema legal de
inmigración de la nación, garantizando su integridad y promesa...
mientras protege a los estadounidenses, asegura la tierra natal y honra
nuestros valores”.
Desafiar la agenda restrictiva
Muchas
organizaciones por los derechos de los inmigrantes han luchado
intensamente contra la narrativa criminalizante que distingue a los
Soñadores de otras categorías de inmigrantes. Sin embargo, algunas
organizaciones de la corriente dominante y de afiliados del Partido
Demócrata han elegido el otro camino: recalcan la “inocencia” de esos
jóvenes que fueron traídos aquí “sin haber cometido falta alguna”.
Todos,
Soñadores, beneficiados por el TPS, refugiados, e incluso quienes
tienen concedida una prioridad en el marco en la política de unificación
familiar han sido excepciones en lo que durante mucho tiempo ha sido
una mucho más amplia agenda restrictiva de la inmigración. Ahora, Trump
ha hecho suyos los aspectos más extremos de esa agenda. Entonces, siendo
millones quienes se han beneficiado con ellas, la lucha para proteger
las categorías excepcionales tiene sentido, pero que nadie piense que
las políticas inmigratorias de Estados Unidos alguna vez han sido
generosas o abiertas.
En relación con los refugiados, por
ejemplo, el sirio web del departamento de Estado continúa dando a
entender que “Estados Unidos está orgulloso de su historia de acogida de
inmigrantes y refugiados... El programa estadounidense de
reasentamiento de refugiados refleja los más altos valores y
aspiraciones de humanidad, generosidad y liderazgo de este país”.
Incluso antes de la entrada de Trump en el Despacho Oval, esto no era
cabalmente cierto; los programas de reasentamiento de refugiados han
sido siempre pobres y altamente politizados. Por ejemplo, de los cerca
de siete millones de refugiados sirios que desde 2011 han escapado de la
sucesión de enfrentamientos armados en su país –enfrentamientos que no
se habrían extendido como lo hicieron de no haber sido por la invasión
estadounidense de Iraq–, Estados Unidos solo aceptó a 21.000. Sin
embargo, en este momento, la lucha para mantener esta cantidad parece
ser una batalla perdida en la retaguardia.
Dado que una reforma
auténticamente justa en el sistema de inmigración de este país es algo
inconcebible en este momento, tiene sentido que quienes están
involucrados en los derechos de los inmigrantes se concentren en
aquellos aspectos en los que las necesidades son flagrantes o en los que
la interés popular ha hecho que las medidas provisorias sean
razonables. El problema es que, con el paso de los años, este enfoque ha
tendido a que algunos grupos concretos de inmigrantes se alejaran de la
narrativa mayor y que no desafiaran el subyacente espíritu racista y
criminalizante dirigido contra inmigrantes relegados a las profundidades
del sistema económico y a la negación sistemática del derecho a la
pertenencia.
En cierto sentido, el presidente Trump está en lo
cierto: en realidad no hay forma de trazar una línea nítida entre la
inmigración legal y la ilegal o entre los delincuentes y las familias.
Muchos inmigrantes viven realidades mezcladas, entre ellas las de
quienes han sido autorizados en distintas formas o absolutamente no
autorizados. Y la mayor parte de esos delincuentes, a menudo
recientemente condenados o criminalizados por cuestiones relacionadas
con la inmigración o por transgresiones menores, también tienen una
familia.
Trump y sus partidarios, por supuesto, solo quieren que
todos los inmigrantes sean criminalizados y excluidos o deportados
porque, de un modo u otro, consideran que son un peligro para nosotros.
Mientras el realismo político exige que se luche por los derechos de
grupos concretos de inmigrantes, no es menos importante desafiar la
inminente narrativa de la criminalización del inmigrante y rechazar la
suposición de que la batalla mayor ya se ha perdido. Al final, ¿no es
acaso el momento de cuestionar la idea de que la gente en general –y los
inmigrantes en particular– pueda ser dividida en dos grupos: el de los
buenos tipos merecedores de cualquier cosa y el de los malos tipos,
indignos de todo?
* Los Soñadores (Dreamers, en inglés)
son los niños llegados a EEUU de la mano de sus padres inmigrantes,
sobre todo desde México. Hoy son jóvenes adultos que aspiran a
integrarse en la sociedad estadounidense. (N. del T.)
** En francés en el original. (N. del T.)
Aviva Chomsky
es profesora de Historia y coordinadora de Estudios Latinoamericanos en
la Universidad Estatal de Salem, Massachusetts. Es colaboradora
habitual de TomDispatch. Su libro más reciente es Undocumented: How Immigration Became Illegal (Indocumentados; cómo la inmigración se convirtió en algo ilegal).
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