En sus últimos años
el poeta Martín Dozal trabajaba en un escrito sobre los hijos del 68.
Él mismo protagonista de esa generación, encarcelado en Lecumberri y
compañero de celda de José Revueltas, le inquietaba saber qué sería de
esos bebés o niños cuyos padres fueron privados de la libertad,
asesinados o torturados. Ahora rondarán entre los 48 y los 50. ¿Cómo
vivirán cada 2 de octubre y cómo recordarán a sus padres? ¿Tendrán
contacto entre ellos?
A casi medio siglo de la noche de Tlatelolco, aquellos chavos del 68
(entre los que es fácil imaginarse a un Martín Dozal veinteañero con su
sonrisa luminosa y su cabello afro) son los mismos que hoy marchan por
Ayotzinapa en un país sin oportunidades en el que no cierra una herida
cuando ya se abre otra.
Todavía hoy encuentro hombres y mujeres que insisten:
Yo estuve en la Plaza de las Tres Culturas y viví cosas mucho más fuertes que las que cuenta.
Hace 48 años sólo los detenidos en la cárcel preventiva del Distrito
Federal –el Palacio Negro de Lecumberri– querían hablar. Los demás
pedían que les cambiara el nombre y lo hice a tal grado que ya no
recuerdo el verdadero salvo en el caso de Raúl Álvarez Garín, Salvador
Martínez della Rocca El Pino, Gilberto Guevara Niebla, La Tita, La Nacha,
Adelita Castillejos. En los años que siguieron al 2 de octubre el clima
de terror dio resultados que espantaron a todos y aún persisten.
Visitar a José Revueltas y a su amigo y compañero de celda, Martín
Dozal, era un gusto dominguero. Saludar a Manuel Marcué Pardiñas
(admirable porque tenía ataques de epilepsia y jamás se quejó), Heberto
Castillo y Armando Castillejos y al gran Luis Tomás Cervantes Cabeza de
Vaca era también una alegría dentro de la negrura. Por Cabeza de Vaca
sentía yo una admiración que no cesa, como sigue la devoción por Manuela
Garín de Álvarez, maestra no sólo de matemáticas, sino de vida. María
Fernanda Campa, La Chata, entonces esposa de Raúl Álvarez
Garín, traía con grandes cuidados bateas de comida para que comieran
todos. Los domingos, Raúl reunía en su celda a sus compañeros. Nervioso,
delgadísimo, los ojos enrojecidos, se acuclillaba en el suelo por falta
de espacio y para que pudieran entrar sus compañeros a ese improvisado
confesionario. Cada preso tenía derecho a cinco visitantes.
Los abogados defensores de los presos políticos, Carlos
Fernández del Real, Carmen Merino, Emilio Krieger y Juan Manuel Gómez
Gutiérrez mostraron su gran calidad humana porque además de llevar
expedientes comunicaban a los chavos con sus familias.
Hace apenas una semana conmemoramos dos años de una de las peores
infamias del siglo XXI: la desaparición de 43 estudiantes normalistas de
Ayotzinapa quienes, como los muchachos del 68, creían en su futuro. A
pesar de la distancia temporal y geográfica, no sólo los une la tragedia
sino el olvido. Hay que recordar que los normalistas pretendían la toma
de autobuses (como es su costumbre) y recorrer la zona en busca de
donativos que les permitiesen financiar un viaje a la capital para
conmemorar el 2 de octubre. Vaya paradoja la que les jugó el destino,
ellos mismos encontraron la desaparición una semana antes del 46
aniversario de Tlatelolco y dos años después seguimos sin saber nada.
Hoy, la Plaza de las Tres Culturas se resignifica porque al dolor de
hace 48 años se suma la ausencia de 43 muchachos cuyo único delito es
ser joven. Cada año nos recuerda la incapacidad de nuestros gobernantes
que apenas logran citar al Eclesiastés al asegurarnos que
no hay nada nuevo bajo el sol.
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