Pedro Miguel
Entonces la democracia
no tiene sentido: es como un muro sin puertas, como un sepulcro tapiado.
Los alzados en armas no pueden transitar hacia la participación
política pacífica, la guerra es la única forma de interlocución y para
los bandos no hay más destino que la rendición incondicional o la
muerte.
Eso dijeron en las urnas, el domingo pasado, los seis millones y
medio de ciudadanos colombianos que rechazaron cuatro años de
negociaciones de paz entre el gobierno de Juan Manuel Santos y la
dirigencia de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia. Eso
dijeron, en primer lugar, Álvaro Uribe Vélez y su caterva de
mercenarios, paramilitares y logreros de la violencia; y eso dijeron las
cúpulas oligárquicas aterradas ante la posibilidad de perder unas
tierras que acaparan, pero que no utilizan, y también las asustadizas
clases medias urbanas que compraron el discurso de odio, terror y
venganza.
Pero eso dijeron también los que tenían el corazón del lado de la
paz, pero que por alguna razón no acudieron a las urnas, acaso confiados
en que el sí tenía el triunfo garantizado, como lo sugerían
las encuestas. Tal vez querían decir otra cosa, o bien no decir nada,
pero al abstenerse permitieron que 20 por ciento de la ciudadanía
impusiera al resto la negación de una salida al conflicto armado más
viejo de América. Votaron, a la pasiva, por la guerra.
Y eso mismo dijeron, con dolor legítimo, muchas víctimas directas e
indirectas de una guerra que, como cualquier otra, deja un saldo de
atrocidades, atropellos y abusos injusticiables, y se negaron a sí
mismas la oportunidad de dejar que sus muertos descansen en paz. Tal vez
no puedan entender que la reparación y el castigo son posibles, pero no
absolutos; que si se aspira a la justicia perfecta, como dijo el propio
Santos, hay que renunciar a la construcción de la paz, y que ni así se
consigue: ni en el marco de una derrota tan redonda e incuestionable
como la que sufrieron los nazis en la Segunda Guerra Mundial. En todo
caso, el dolor y el rencor resultaron el caldo de cultivo óptimo para la
agitación uribista, que no tiene como propósito la justicia, sino
seguir haciendo negocios turbios y ganar elecciones con el espantajo de
una supuesta impunidad que no aparece por ningún lado en la propuesta de
justicia transicional construida por las partes en La Habana.
Esos acuerdos versan, desde luego, sobre muchas cosas más que la
desmovilización, la entrega de armas y los mecanismos jurídicos para la
legalización de la guerrilla. Contienen también la primera gran
propuesta de reforma agraria del siglo XXI, que incluye desde el reparto
de tierras ociosas hasta el establecimiento de modalidades de autonomía
para los campesinos; desde el respeto a los derechos de género en el
agro hasta el acceso a la conectividad digital; desde la erradicación
del trabajo infantil hasta mecanismos para garantizar el derecho a la
alimentación. Los acuerdos se refieren, además, a una reforma política
orientada a fortalecer la participación ciudadana, el acceso a los
medios de información y la fiscalización civil del poder; a las vías que
hagan posible la reconciliación y la inclusión; a la sustitución y
erradicación de los cultivos de drogas ilícitas y al desmantelamiento de
organizaciones criminales de origen paramilitar.
Más allá de la paz y de la guerra, el documento es, en suma,
un ambicioso e insólito programa de transformación nacional pactado
entre una presidencia de la derecha oligárquica y una organización
guerrillera de orígenes marxistas; es, pues, algo así como un milagro
del entendimiento, la razón, la mediación y el diálogo.
En el panorama regional, la derrota de los acuerdos de La Habana es
un nuevo triunfo de esa oleada de la reacción antipopular, antinacional y
profundamente corrupta que recurre al fraude electoral para mantenerse
en la Presidencia de México, que desalojó del poder al kirchnerismo en
Argentina y que orquestó el golpe de Estado institucional contra los
gobiernos progresistas en Brasil. El mensaje es inequívoco: en estas
democracias no hay lugar para las visiones nacionales distintas a las
del poder oligárquico ni sirve para construir sociedades pacíficas y
mínimamente incluyentes; su única utilidad real es el enriquecimiento de
las élites políticas, empresariales, mediáticas y delictivas a costa de
los países, de sus poblaciones, de su soberanía y de sus recursos.
La moraleja es también ineludible: actualmente no se puede aspirar a
emprender transformaciones sociales de alcance nacional sin acudir a las
urnas; pero ir a ellas sin organización y movilización popular y sin
articulación de las fuerzas sociales equivale a jugar ruleta rusa con un
adversario que se encarga de poner las balas en el tambor del revólver.
Twitter: @Navegaciones
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