Eric Nepomuceno
No hay duda: el Partido
de los Trabajadores (PT), hasta hace pocos años considerado el mayor
partido de izquierdas de América Latina, sufrió el domingo 2 de octubre,
en las elecciones llevadas a cabo en 5 mil 568 municipios brasileños,
la más fragorosa derrota de su existencia.
Tampoco hay espacio para dudas en relación con la victoria
estruendosa de los dos principales partidos de la base del gobierno de
Michel Temer, quien se alzó en la presidencia gracias a un golpe
institucional consumado frente a la mirada apacible y bovina no sólo de
la Corte Suprema, sino de la mayoría de los brasileños, anestesiados e
idiotizados por los grandes medios de comunicación.
Así, el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB) de Temer y
el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB) del ex presidente
Fernando Henrique Cardoso pasan a medir fuerzas entre sus propias
huestes y corrientes internas. Una disputa entre vencedores: de aquí en
adelante, cada paso tendrá el objetivo de afianzarse como opción para
las presidenciales de 2018.
El PT no ha quedado solo en la derrota: todo el campo de la izquierda
obtuvo resultados desastrosos. Sólo en dos capitales, Río de Janeiro y
Belém do Pará, candidatos del Partido del Socialismo y Libertad (PSOL),
nacido de una disidencia del PT de Lula da Silva, disputarán la segunda
vuelta electoral el domingo 30 de octubre.
Ganó especial relevancia el aspirante a la municipalidad de Río,
Marcelo Freixo, quien, con tiempo exacto de 11 segundos en cada una de
las dos tandas de la propaganda en la televisión, logró superar al
candidato del PMDB y pasar a la segunda vuelta. Sin embargo, pese a ese
desempeño espectacular, sus posibilidades frente a uno de esos
autonombrados obispos evangélicos son más bien escasas.
Por su hegemonía en la izquierda brasileña a lo largo de por lo menos
los últimos cinco lustros, la situación del PT merece atención
especial. Este año, el PT presentó, en todo el país, poco más de la
mitad de los candidatos que contendieron por sus siglas en 2012. Ha sido
su peor desempeño en 20 años. La formidable y perversa campaña
mediática, sumada a los efectos de la evidente acción persecutoria de la
justicia, diezmaron la imagen del partido ante su electorado
tradicional.
Por más que juristas de indudable calibre disparen críticas feroces a
los métodos absolutamente facciosos de los encargados de la Operación Lavado Rápido,
empezando por el juez de primera instancia Sergio Moro, y aunque por
cuarta vez seguida el mismo Supremo Tribunal Federal haya lanzado
críticas contundentes a la tendencia de fiscales a hacer de sus acciones
espectáculos mediáticos, nada cambia. El esquema cuenta con respaldo
total del aparato gigantesco de las Organizaciones Globo. Así, la
opinión pública ignora olímpicamente lo que se pasa entre bastidores de
un sistema judicial desvirtuado de manera brutal.
Sin embargo, y aunque no hubiese maniobras jurídicas
manipuladas y manipuladoras, el PT estaría en un callejón oscuro debido a
sus propios y drásticos errores. Al aliarse a lo más viejo y corrompido
de la política brasileña, el partido se dejó arrastrar por vicios que
combatió a lo largo de su trayectoria. Ahora es víctima de la traición
implacable de sus aliados de ocasión, que en nombre de la moralidad
alejaron a una presidenta honesta para poder entregar el país a los
chacales, mientras dicen esforzarse para salvarlo.
Para que quede claro hasta qué punto el sistema judicial brasileño
está determinado a ignorar cualquier principio, el provinciano juez
Sergio Moro explicó, hace días, que el país vive una
situación extraordinariaque justificaría sus desmandes y la ruptura de reglas esenciales para el funcionamiento del pleno estado de derecho, comenzando por la presunción de inocencia.
Basta con ver lo que ocurre con el ex ministro de Hacienda de Lula da
Silva, Antonio Palocci: Moro lo mantiene en prisión por tiempo
indeterminado porque no se encontraron pruebas en su contra.
No se trata, aquí, de asegurar su inocencia: se trata de recordar que
les toca a los fiscales probar su culpa. Y destacar lo absurdo que es
mantener en la cárcel a un sospechoso de crímenes ampliamente
investigados, pero no comprobados, hasta que se logre corroborarlos.
Si es indudable que el PT y las izquierdas brasileñas se encuentran
en un callejón oscuro tratando de hallar alguna salida, mucho más
alarmante es el callejón al que el país fue empujado luego del golpe
institucional.
Mientras tiemblan las bases del estado de derecho y acechan los
riesgos de un estado de excepción, el gobierno avanza en su misión
destrozadora.
Amenaza con imponer un tope para gastos gubernamentales durante las
próximas dos décadas, condenando así cualquier planificación de los
futuros presidentes. Amenaza con liquidar a Petrobras, descuartizarla y
venderla a precio de ganga. Amenaza, por fin, con empujar más y más al
país construido a lo largo de los últimos 13 años a un callejón sin
salida.
Mientras, los mercados financieros y las grandes trasnacionales
saludan, con entusiasmo, cada paso del gobierno de Temer. Para los
beneficiados de siempre, el golpe institucional ha sido una dádiva
divina. Y Temer será su dios mientras cumpla rigurosamente cada uno de
sus designios.
¿El país, su patrimonio, su pueblo? Bueno, sabrán volver a su lugar:
el mismo callejón sin salida ni futuro en el que estaban hace 13 años.
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