La Jornada
La pregunta decisiva,
ante la crisis brasileña, debería ser: ¿por qué los grandes empresarios
que habían apoyado a Lula y a Dilma rompieron con los gobiernos del PT y
lanzaron una potente ofensiva hasta conseguir la destitución? La
ofensiva de la derecha brasileña contra la presidenta Dilma Rousseff fue
producto de un viraje abrupto, a consecuencia de la intensificación de
las luchas de clases, en particular de los pobres, negros y habitantes
de las favelas.
Para dilucidar esta hipótesis es necesario reconstruir lo sucedido en
los años pasados. Los hechos dicen que el punto de inflexión en la
tolerancia de la burguesía sucedió en 2013. Con la distancia del tiempo
es posible mostrar la confluencia entre diversos sectores de
trabajadores y de jóvenes en una coyuntura que permitió dar un enorme
salto cualitativo en la capacidad de movilización de los sectores
populares. Para ello veremos tres hechos: las movilizaciones de junio de
2013, el alza notable de las huelgas y la creciente organización de los
diversos abajos.
Sobre el primer punto hemos hablado bastante: en junio de 2013
millones de jóvenes ganaron las calles contra el aumento al transporte
urbano y la represión policial, en acciones que deben comprenderse como
una gigantesca denuncia contra la desigualdad que los gobiernos del
Partido de los Trabajadores no modificaron, aunque hayan disminuido la
pobreza. Hoy sabemos que la desigualdad no sólo no cayó, sino que tiende
a aumentar, incluso en los periodos de bonanza económica, cuando el uno
por ciento acaparaba 25 por ciento de la riqueza, porcentajes que
habrán subido durante la presente crisis.
La segunda se relaciona con las huelgas. Las luchas obreras en Brasil
habían alcanzado un pico luego de la salida de la dictadura, en el
periodo de aprobación de la nueva Constitución Federal en 1988 y las
primeras elecciones presidenciales directas en 1989. En esos años se
alcanzó un pico histórico de mil 962 huelgas, en 1989, y algo menos en
1990, para descender abruptamente en la década neoliberal y
estabilizarse bajo los dos gobiernos de Lula en torno a 300 huelgas
anuales.
En 2013 se produjo un aumento repentino de las huelgas (aunque en
2012 ya habían crecido), batiendo el récord de la serie histórica de los
30 años pasados. Según el informe del Departamento Intersindical de
Estadística y Estudios Económicos, Balance de las huelgas en 2013 (http://goo.gl/o35Wi6),
ese año hubo 2 mil 50 huelgas. Pero el crecimiento cuantitativo es un
dato que no alcanza a mostrar los fuertes cambios registrados en las
protestas.
El informe citado destaca que hubo una expansión de las luchas hacia
sectores que habitualmente no se movilizan. Sostiene que hubo un
desbordede
las categorías profesionales más frágiles, tanto desde el punto de vista de las remuneraciones como por las condiciones de trabajo, salud y seguridad. Se refiere, de modo particular, a los trabajadores de la industria de la alimentación y la limpieza urbana.
En la industria frigorífica trabajan 800 mil personas, de las cuales
entre 20 y 25 por ciento presentan problemas de salud, ya que realizan
entre 70 y 120 movimientos por minuto, cuando se recomienda no superar
35. En 2010, 70 por ciento de los obreros de la multinacional Brasil
Foods sufrían dolores por el trabajo, y 14 por ciento pensaron en
suicidarse por la presión a que los someten (http://goo.gl/x0Bxfi). Un joven que ingresa a la industria a los 25 años, a los 30 ya tiene lesiones irreversibles.
Los trabajadores de la limpieza urbana de Rio de Janeiro
realizaron una huelga memorable durante el carnaval de 2014 y
consiguieron aumentos de 37 por ciento en sus salarios. Fue una huelga
masiva y combativa que se sostuvo con base en la democracia directa,
desconociendo al sindicato burocrático (http://goo.gl/zvl58G). La inmensa mayoría son negros y mestizos que viven en las periferias urbanas y en las favelas.
En 2014 irrumpieron las camadas menos calificadas y peor pagadas de
la clase trabajadora, alentadas por las movilizaciones de junio de 2013 e
impulsa-das por la crisis que se comenzó a sentir en 2012.
La tercera cuestión consiste en el aumento de la organización y el
activismo en las favelas, donde viven los brasileños más pobres. El 24
de junio de 2013, mientras millones se manifestaban en paz en las
avenidas, la policía ingresó disparando al Complexo da Maré, en Rio de
Janeiro, y asesinó a 10 jóvenes negros. Es lo común. Lo diferente fue la
respuesta de los favelados: 5 mil vecinos cortaron la estratégica
avenida Brasil durante dos horas. Fue el comienzo. En julio, las
acciones se multiplicaron por la desaparición del obrero Amarildo de
Souza en la Unidad de Policía Pacificadora (UPP), de la favela Rocinha.
En diciembre y enero sucedieron los rolezinhos de miles de jóvenes pobres que se reúnen en los shoppings
y desafían, bailando, a la policía. De ahí hubo decenas de reacciones a
la brutalidad policial. Los favelados neutralizaron el control y
comenzaron a organizar en muchas favelas grupos culturales, de denuncia,
de defensa de los derechos humanos, que se conectan con otros grupos de
otras favelas. Han perdido el miedo.
Los de abajo relanzaron su lucha por la dignidad y por la vida. Fue
la señal de alarma para los de arriba. En uno de los países más
desiguales del mundo, donde las clases coinciden con el color de piel,
el clasismo y el racismo se expresan con la brutal violencia que
caracteriza a las sociedades coloniales. Porque Brasil debe ser
analizada como sociedad colonial, donde la acumulación de capital se
apoya en la segregación que supone el no reconocimiento de la humanidad
de los de abajo.
La crisis ha develado que la democracia es apenas el taparrabo que
usan los de arriba para esconder sus vergüenzas: la primera y básica es
que no están dispuestos a compartir el pastel con negros y mestizos.
Para ellos, sólo las migajas que sobran. Pero el problema es otro: nos
creímos el cuento. Unos por conveniencia. Otros por pereza o miedo.
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