Eric Nepomuceno
El nuevo ministro de
Relaciones Exteriores de Brasil, José Serra, es esperado mañana lunes en
Buenos Aires. Será su estreno como conductor de la política externa del
gobierno interino del vicepresidente en ejercicio, Michel Temer. El
mandatario argentino Mauricio Macri ha sido el primero –y hasta ahora
único– en reconocer al gobierno de Temer y saludar con entusiasmo el
golpe institucional que alejó, hasta por 180 días, a la presidenta Dilma
Rousseff.
Las afinidades entre las políticas que Macri implanta en Argentina y
lo que se anuncia en Brasil son enormes. Macri simboliza, además, lo que
Temer y sus allegados sueñan con encarnar: el fin de un ciclo de
gobiernos progresistas, populares y dedicados al rescate social.
Al asumir el puesto, Serra dejó claro que tampoco en el campo externo
habrá límites para un gobierno que, a la luz de la Constitución, es
interino hasta que se juzgue a Dilma Rousseff en el Senado; sin embargo,
en la práctica actúa como si eso ya hubiera ocurrido.
En un discurso breve, Serra –uno de los caciques del neoliberal PSDB y
derrotado en dos ocasiones (por Lula en 2006 y Dilma Rousseff en 2010)–
en sus intentos de alcanzar la presidencia, asumió la cartera, dejando
clara la demolición de los principios de la política externa aplicada
por Lula da Silva en sus dos mandatos presidenciales y mantenida por la
sucesora.
Una de las frases de efecto que utilizó –
la diplomacia volverá a reflejar los valores de la sociedad brasileña, y estará al servicio del Brasil y no de las conveniencias y preferencias ideológicas de un partido político y sus aliados en el exterior– define de modo inequívoco un vuelco radical. Tanto Lula como Dilma Rousseff han sido duramente criticados por la oposición, el empresariado y los medios hegemónicos de comunicación por haber establecido una política externa
excesivamente ideologizada. O sea, contrarió los intereses directos del gran capital global y de Washington en particular.
Ya antes de la ceremonia en que asumió, Serra había enviado
respuestas inusualmente duras a gobiernos de la región que criticaron el
alejamiento de Dilma Rousseff (Cuba, Venezuela, Nicaragua, Bolivia,
Ecuador y El Salvador). En una actitud sin precedente en tiempos de
democracia, las notas firmadas por José Serra insinuaron, de manera
clara, que los gobiernos que protestan contra el golpe institucional en
curso reciben inversiones brasileñas. Como quien dice: buena conducta, o
pueden perder esa ayuda.
Ahora avanzó un poco más, al anunciar que, bajo su gestión, la cartera de Relaciones Exteriores estará atenta para defender
la democracia, la libertad y los derechos humanos en cualquier país. Traducción: el diálogo y la interlocución con gobiernos progresistas de la región será neutralizado y habrá contactos permanentes con fuerzas de la oposición.
El Mercosur es otro blanco de la mirada furibunda de Serra,
que quiere transformar lo que es una unión aduanera en área de libre
comercio. Con eso, Brasil podrá firmar acuerdos comerciales de manera
aislada, sin la necesaria anuencia y la adhesión del resto de los
socios.
Además, bien claro que pretende acercarse urgentemente a la Alianza
del Pacífico (México, Perú y Colombia, bajo el ala de Washington).
Si desde Lula da Silva el foco estaba en sedimentar y fortalecer el
BRICS (bloque formado por Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), el
eje ahora estará centrado en Estados Unidos, Unión Europea y Japón. La
creación del banco de los BRICS no interesa para nada a Serra y al
equipo de diplomáticos en activo o jubilados que trabajaron en los dos
mandatos neoliberales de Fernando Henrique Cardoso. No interesa a ese
grupo que regresa al poder y menos aún, claro, a Washington.
Los tiempos de fortalecer la Unasur (Unión de Naciones Sudamericanas)
están enterrados. La inserción de Brasil entre los emergentes más
significativos de la geopolítica global pasa al olvido. Más que nunca,
el comercio será el foco principal de la política externa, pero ya no en
el proyecto Sur-Sur de Lula da Silva: Washington vuelve a ser la
capital.
Con eso, las negociaciones bilaterales volverán a imperar, y las multilaterales pasan a las sombras.
La primera medida concreta de José Serra muestra bien la dimensión
personal y la estatura moral del nuevo ministro: concedió pasaporte
diplomático a un autonombrado pastor de una de esas sectas evangélicas
electrónicas que se destacan por su ultraconservadurismo.
El caballero se llama Samuel Cassio Ferreira. Su señora esposa, doña
Keila Costa Ferreira, ha sido considerada con documento idéntico.
Entre otras hazañas, el autonombrado pastor es investigado por
corrupción. Son varias las acusaciones. La más visible: ayudó a lavar
dinero de sobornos de Eduardo Cunha, el bandolero que presidió la Cámara
de Diputados hasta ser suspendido por el Supremo Tribunal Federal.
Esa es la cara del
gobierno de notablesprometido por Michel Temer, tratado por la izquierda de
el usurpador ilegítimo, y por la prensa de
presidente. A ver quién tendrá la razón.
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