La Jornada
La destitución
provisional de la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, a raíz del
inicio de un juicio político en su contra en el Senado del país, y su
remplazo temporal en el cargo por el hasta ayer vicepresidente Michel
Temer, podrían parecer a primera vista una salida institucional
plausible para la crisis en la que se debate el gigante sudamericano,
pero no lo es: tras la cáscara de las formalidades se ha desarrollado
desde el año pasado un proceso disruptivo del orden constitucional y de
los principios republicanos, uno de los cuales, el de la voluntad
popular como origen de la legitimidad gubernamental, fue abiertamente
atropellado en aras de satisfacer los intereses de una clase
político-empresarial corrupta, regresiva y antidemocrática.
No en vano se ha caracterizado lo sucedido como
golpe de Estado blando, es decir, la interrupción injustificada de un mandato popular y su remplazo por un proyecto de signo económico y social contrapuesto que no fue sometido al veredicto de las urnas. En efecto, meses antes de que Rousseff fuera obligada a dejar el cargo, Temer anunció las acciones que habría de emprender como presidente provisional, y entre ellas figuraban el realineamiento del país con los organismos financieros internacionales y la vuelta a las recetas económicas antipopulares y recesivas del llamado
consenso de Washington.
El viraje que ahora se busca imprimir tiene también –aunque eso no se
mencione por la camarilla que rodea al jefe en funciones del Ejecutivo–
consecuencias inevitables en la política social. De modo que en los 180
días que habrá de durar el juicio contra Rousseff en el Senado, Temer y
su grupo se proponen demoler la orientación social y progresista que ha
caracterizado al gobierno en los últimos 13 años, durante las
presidencias de Luis Inazio Lula da Silva y la propia Dilma, y acabar
con la política exterior soberanista y latinoamericanista de las
administraciones emanadas del Partido de los Trabajadores (PT).
Semejante viraje no sólo resulta agudamente desfavorable para los
sectores de ingresos medios y bajos del país y para su desarrollo en
general, sino que entraña el peligro real de una polarización nacional
sin precedente y de consecuencias ominosas, no sólo porque el régimen
sustituto carece de la legitimidad, la base social y el consenso
requeridos para emprenderlo, sino también porque, a pesar del desgaste
de casi tres lustros en el poder, las bases del PT y de los movimientos
sociales cuentan con organización y cohesión suficiente como para
intentar la resistencia a la cascada de medidas antipopulares que se
viene.
A menos que el régimen provisional adopte formas abiertamente
represivas, autoritarias e incluso dictatoriales –perspectiva que
ciertamente no puede descartarse–, el aparato institucional carece de la
solidez política para llevar a cabo lo que se proponen los instigadores
del
golpe blando: Temer no asumió ayer una institución presidencial sólida, sino el mismo cargo que él y los suyos contribuyeron a debilitar y erosionar por medio de coros mediáticos abiertamente sesgados. Pero todo el ruido de los medios oligárquicos no ha sido suficiente para ocultar que Dilma fue apartada del cargo en un golpe de mano eminentemente faccioso, tras una imputación de delitos inexistentes y en un proceso operado por una mayoría legislativa afectada en su propia credibilidad por las imputaciones de corrupción que pesan sobre muchos de sus integrantes. Si algo hiciera falta, la alianza de partidos forjada con el propósito de poner fin a los gobiernos del PT es heterogénea, y varios de sus componentes se encuentran enfrentados entre sí por la disputa de puestos de poder y por el control de los presupuestos públicos.
En esas circunstancias, nada garantiza que los gobernantes sustitutos
puedan siquiera mantener la paz social, y mucho menos efectuar, en sólo
tres meses y en el ambiente de inestabilidad y zozobra que vive el
país, un giro de 180 grados en las políticas públicas, económicas y
sociales. Por el contrario, resulta inevitable imaginar un escenario de
conflictos sin término. A la postre, la única salida viable a la crisis
sería la exculpación senatorial de la presidenta ayer suspendida y que
sus opositores busquen el poder no con un golpe de mano, sino
presentándose a las urnas.
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