A
mediados del siglo XX, el gobierno de Washington exhibía a Puerto Rico
como “la Vitrina del Caribe”, el modelo soñado para los países
mesoamericanos y unos decenios después igualmente lo hicieron los
predicadores neoliberales y los apologistas de los TLC. Sin embargo,
hace ya un par de décadas la economía de la isla se congeló y desde
hace 10 años constituye una catástrofe cuyas crecientes calamidades
atormentan el empleo, la alimentación, la seguridad social, la salud,
la criminalidad y la estructura demográfica de la población. Ahora una
deuda pública impagable dio pie a que The Economist califique
a la isla como “la Grecia del Caribe” y más de la mitad de los
puertorriqueños señala que la principal causa del desastre es el
estatus político que aquellos pregoneros encomiaban: el Estado Libre Asociado.
Por
una sentencia que la Corte Suprema estadunidense dictó en 1901 (tres
años después de que la armada de su país le quitara esa posesión a
España), Puerto Rico “pertenece a” pero “no es parte de” Estados
Unidos, y su soberanía corresponde al Congreso norteamericano. En otras
palabras, no es un Estado de la Unión sino un “territorio” o, como eso
se llama en el resto del mundo, una colonia. Aunque en 1952 Washington
le concedió a la isla un estatus que les permite a sus pobladores
elegir gobierno local, ellos carecen de soberanía y, por consiguiente,
no pueden decidir su propia política económica ni aspirar a auxilios
del Banco Mundial, el BID, el Banco de Desarrollo de América Latina
(CAF) ni otras agencias multilaterales. Porque Puerto Rico no puede
siquiera decidir qué barcos autoriza a atracar en sus muelles.
Durante
más de medio siglo, la isla tuvo interés geoestratégico y albergó bases
de la armada estadunidense. Aunque la ocupación norteamericana implantó
un modelo de urbanización y de economía que arrasaron la agricultura
que antes la sostuvo, el valor militar de su ubicación geográfica
justificaba los subsidios que eso costaba. Pero desde los años 80 del
siglo pasado ese valor decayó, mientras la resistencia puertorriqueña a
las bases militares crecía, y desde hace más de 10 años en Puerto Rico
ya no queda ninguna de ellas.
No obstante, el gasto en
subsidios prosigue. Dado que el control norteamericano quebró la
economía puertorriqueña y la hizo insostenible, ahora el Tesoro federal
estadunidense eroga más de US$ 6,000 millones anuales en asistencia a
sus pobladores en empleo, nutrición, vivienda, salud y educación. Según
el Departamento de Agricultura de EEUU, en 2012 el 37% de los
puertorriqueños residentes en la isla recibió asistencia alimentaria,
por un total de US$ 2,000 millones. Sin contar que, por efecto del
estatus colonial, ellos pueden emigrar libremente a Estados Unidos, lo
que disfraza las cifras tanto de los subsidios federales como de las
víctimas de la crisis que azota a Puerto Rico.
La crisis se acelera
¿Por
qué en el último decenio esa crisis se agravó con tanta rapidez? A
mediados del siglo pasado la ocupación estadunidense implantó el estilo
de urbanización típico de las afueras de las ciudades norteamericanas,
y dirigió la economía puertorriqueña, mediante subsidios, hacia la
industria ligera, la química, la electrónica y los servicios, con
ruinosas consecuencias para la agricultura y sus derivados. Pero en los
años 70 la crisis petrolera mundial hizo fracasar la refinería
construida en la isla y los negocios asociados a ella. Washington apeló
entonces a legislar incentivos fiscales que atrajeran industrias
farmacéuticas a Puerto Rico.
Sin embargo, desde los años
90 Estados Unidos procuró tratados de libre comercio con países del
continente, y al cabo México, República Dominicana y Centroamérica
pasaron a ser más atractivos para fabricar manufacturas destinadas al
mercado norteamericano. Para colmo, en 2006 concluyeron los incentivos
para mantener compañías farmacéuticas en la isla y un creciente número
de ellas abandonó el país, disparando una mayor crisis del empleo. La
cesantía rápidamente sobrepasó el 13%, más del doble que en Estados
Unidos.
Por ese tipo de motivos miles de centroamericanos
y mexicanos intentan cada año migrar al Norte, y Estados Unidos se los
obstaculiza por medio de los cuerpos de seguridad de sus propios países
y de la “migra” norteamericana, y deporta a gran parte de quienes
logran cruzar. Si bien entre los puertorriqueños la crisis provoca la
misma tendencia, ellos arriban con pasaporte estadunidense y las
autoridades de la potencia colonial no tienen más remedio que dejarlos
entrar. Por esa vía, en los últimos años Puerto Rico perdió 144,000
habitantes, una caída cercana al 3% de su gente. El 40% de las familias
que sigue en la isla está bajo la línea de la pobreza y el 42% de
quienes se van lo hacen en busca de empleo.
Esto no
implica que esos migrantes consiguen mejor vida. La mayor parte ‑‑que
ahora va más a la Florida central que a la saturada Nueva York‑‑ pasa a
sobrevivir con dramáticas carencias. Entre dificultades para superar la
barrera del idioma y los prejuicios raciales, se hacinan en albergues
temporales y demoran en retener empleos marginales, en un país agobiado
por su propia crisis.
Dicha sangría incluye tanto a
profesionales y técnicos como a trabajadores no calificados; hace
envejecer la edad promedio de la población isleña, reduce la población
productiva y agrega daños adicionales a la economía. Al disminuir la
población activa, contrae la demanda, achica la oferta trabajo y los
salarios, y al cabo más gente se va. Ahora en la isla quedan 3.7
millones de habitantes y en Estados Unidos hay 4.7 millones de
puertorriqueños. Se calcula que entre 2006 y 2011 una cuarta parte del
PIB se perdió en este éxodo.
En el corto plazo, uno de
sus efectos es la crisis fiscal y presupuestaria que ya quiebra al
gobierno isleño y amenaza la gobernabilidad del país. A cuenta de las
facilidades que antes el estatus de “territorio” le permitió a los
gobiernos locales, estos se endeudaron mucho más de lo admisible. Y
ahora, bajo la presión de los acreedores, al no ser un país
independiente Puerto Rico carece de los medios que una nación soberana
usaría para enfrentar el problema. Y al tampoco ser un Estado de la
Unión, está impedida de solicitar las ayudas que la legislación
norteamericana prevé para las entidades que sí forman parte de su
federación.
Según el Centro para una Nueva Economía
(CNE), entidad independiente puertorriqueña, en 2013 la deuda del país
ya ascendía a US$ 70,000 millones (unos US$ 19,000 por habitante), lo
que representa un 102% del PIB y no se corresponde con lo que la isla
produce. En otras palabras, Puerto Rico es estructuralmente insolvente.
Su debacle presupuestaria viene de que por más de 20 años nunca generó
ingresos suficientes para pagar sus gastos de operación, y en su lugar
tomaba préstamos del mercado de bonos, donde multiplicó su
endeudamiento hasta llegar al punto donde ya carece de crédito.
Amargo
fruto de esta acumulación, en febrero pasado la calificadora Standard
and Poor’s degradó la deuda de Puerto Rico hasta la categoría de bonos
basura, decisión que días después fue seguida por su homóloga Moody’s.
En ambos casos, señalando las dificultades de ese país para financiar
un déficit de US$ 2,200 millones, y que todas sus obligaciones están en
riesgo.
Hoy el gobierno local declara que su deuda es
impagable, padece una insuficiencia fiscal que monta US$ 2,400 millones
y, a la vez, está impedido de recurrir a nuevos préstamos en términos
“normales”, puesto que no tiene cómo amortizar una deuda de casi US$
73,000 millones con los bonistas de Wall Street. Ello, sin contar que
esa insuficiencia no incluye los US$ 400 millones que faltan en cuentas
atrasadas del Banco Gubernamental de Fomento (BGF), ni los US$ 500
millones que el gobierno adeuda a los contribuyentes que han tributado
en exceso.
Cuando en marzo pasado el gobierno local
intentaba armar su presupuesto de ingresos y gastos para el año 2015‑16
ya había un déficit estructural de US$ 651 millones. Como el nuevo
presupuesto costará unos US$ 9,800 millones, concretarlo va a imponer
dolorosos recortes.
En Puerto Rico varios servicios son
prestados por empresas estatales y el gobierno intenta armar un
presupuesto que minimice el despido de empleados públicos. Pero no es
capaz de idear una reforma tributaria aceptable y su única propuesta ha
sido aumentar el Impuesto sobre Ventas y Uso (IVU), que buscó elevar
del 7 al 16% y extenderlo a servicios que antes no tributaban, opción
electoralmente peligrosa que no logró el apoyo ni de los legisladores
del partido gobernante. Al cabo transó por un 11.5%, anunciando que
buscará añadir un Impuesto al Valor Agregado (IVA), que el Congreso ya
antes ha rechazado.
La senadora independentista María de
Lourdes Santiago denunció que el incremento del IVU es un golpe
adicional a los trabajadores y a los pobres, en “uno de los países que
exhibe una de las mayores brechas de desigualdad en el planeta”. Pero,
lejos de ocuparse de mitigarla, el gobierno agota sus pocas facultades
buscando “cuadrar” las cuentas entre ingresos fiscales y gastos
corrientes, sin siquiera imaginar por sí mismo otra política económica.
Sitiados por el estatus
Ello
agrava un conjunto de consecuencias socioeconómicas y humanitarias.
Puerto Rico continúa perdiendo seguridad alimentaria y se encamina a
una crisis de la atención sanitaria. Luego de que desde los años 50
relegó la agricultura, importa el 87% de los alimentos de consumo
diario. Un reportaje del periódico El Nuevo Día el 24 de septiembre de
2014 informó que el déficit de la seguridad alimentaria se debe a que
“no estamos organizados como país”, y que “si nos cierran los muelles,
nos morimos de hambre”. Esto alude a que, desde 1920, el Congreso
norteamericano sometió a la isla a las leyes de cabotaje de Estados
Unidos, por lo cual ella solo puede utilizar buques de fabricación,
propiedad y tripulación norteamericanas, la flota más cara del mundo.
Además de las restricciones que eso le impone a la viabilidad de su
economía, le impide a la isla adquirir alimentos frescos.
Al
propio tiempo, según el mismo diario relató el 20 de mayo de 2015, la
situación fiscal hace disminuir el número de pacientes que acuden a los
hospitales, por la reducción de los proveedores de servicios e insumos
médicos. Se paralizan las cirugías electivas por los problemas
económicos del Plan de Salud del Gobierno. Distintos servicios
hospitalarios se interrumpen por el despido de empleados y la
sobrecarga de los que quedan para atender a los pacientes. Y se reduce
la contratación de especialistas, así como las autorizaciones de
hospitalización y de cirugías.
Como el ex gobernador
Aníbal Acevedo lo reflejó en unas amargas declaraciones el pasado 24 de
junio, mientras Puerto Rico le produjo azúcar y soldados, y mientras
ofrecía sus tierras para entrenamiento militar y una economía abierta
donde sus empresas prosperaron, Estados Unidos le dijo al mundo que
trabajaba junto a la isla; pero ahora que Puerto Rico ha quedado en una
profunda crisis que amenaza sus servicios esenciales, Washington se
pone a distancia.
Todo eso descarta al viejo cliché de la
ideología colonialista según la cual “si no fuera por los americanos
aquí estaríamos como en Santo Domingo”. De hecho, pese a sus conocidas
dificultades, hoy la economía dominicana anda mejor que la
puertorriqueña.
En otras palabras, el gobierno de Puerto
Rico está atrapado sin salida, en tanto tiene las manos atadas por el
mismo problema que paraliza y agobia a las demás instancias de la
economía y la sociedad del país: el dominio colonial
que Washington ejerce en la isla desde 1898. Aunque el Estado Libre
Asociado ‑‑el ELA‑‑ le permite una limitada administración interna, el
gobierno puertorriqueño no está autorizado ni para declararse en
bancarrota.
Sin capacidad para concebir otra cosa, el
gobierno contrató a una ex jefa de economistas del Banco Mundial, Anne
Krugger, para que establezca la hoja de ruta que saque al país del
atascadero. El informe Krugger empezó por reconocer que el problema no
viene del flujo de efectivo sino del largo atasco del crecimiento, pero
de allí derivó el conocido paquete neoliberal de recomendaciones, que
enseguida despertó el rechazo de sus víctimas. Entre otras cosas
demandó rebajar el salario mínimo, exigir más horas de labor para pagar
horas extras, eliminar el Bono de Navidad, disminuir a la mitad las
vacaciones pagadas, alargar el período de prueba de nuevos trabajadores
(hasta ahora de seis meses) a dos años, facilitar el despido de
trabajadores sin consecuencias para el patrono, elevar diversos
impuestos, eliminar las amnistías contributivas, cesar parte de los
maestros de la enseñanza pública y reducir el salario de los restantes
(ya que al disminuir la población bajó la matricula), recortarle el
subsidio a la Universidad de Puerto Rico, etc.
Inmediatamente
la Unión General de Trabajadores (UGT) denunció que tales políticas no
figuran en el plan de gobierno por el que se votó en las pasadas
elecciones, ni en el plan de ningún otro partido, y reclamó que las
medidas que el grupo de trabajo designado por el gobierno decida
adoptar se sometan a referendo, para que el pueblo decida si las avala
o repudia. Con lo cual crece una perspectiva similar a la de Grecia, ya
no por el volumen de la deuda sino por el rechazo de la población a los
nuevos sacrificios que el gobierno pretenda imponerle para apaciguar a
los acreedores.
Por lo contrario ¿qqué alternativas
pudieran implementarse si Puerto Rico no estuviera sometida al estatus
colonial, para poder volverse una economía sostenible y con adecuadas
perspectivas de crecimiento y desarrollo? De hecho, la isla dispone de
buenas infraestructuras ‑‑carreteras, tendido eléctrico y de
comunicaciones, acueductos y drenajes, instalaciones escolares y
hospitalarias, puerto y aeropuerto‑‑, pero carece de permiso para
gestionarlas en su propio interés. Como hemos dicho, para financiar un
mejor aprovechamiento de esas facilidades, bajo esa camisa de fuerza el
país no puede negociar apoyos de la banca multilateral de desarrollo,
como las demás naciones latinoamericanas y caribeñas.
Tampoco
puede solicitar la colaboración de los organismos internacionales
apropiados para reanimar la actividad agropecuaria y agroindustrial, y
mejorar la producción alimentaria, o para reanimar la industria ligera
y el turismo, como la FAO, el PNUD, la ONUDI y la OMT. Ni de los
organismos regionales de integración y cooperación, ya que en las
condiciones de ese estatus Puerto Rico no pude ser miembro pleno ni
asociado del Caricom, de la Asociación de Estados del Caribe, ni de
Petrocaribe, como sus vecinas Jamaica y República Dominicana. Como
tampoco serlo de la Celac y ni aun de la OEA.
Pese a
estar en medio del Caribe la isla no ha podido desarrollarse como
centro de enlaces y servicios marítimos regionales, al encontrarse
reducida a ser cliente menor de la marina norteamericana de cabotaje.
Sitiada
por el ELA, tampoco puede reorganizar en su propio interés sus
relaciones económicas, comerciales y financieras con Estados Unidos a
través de la negociación de un tratado comercial, como los países
centroamericanos y la mayor parte de los estados ribereños de la cuenca
del Caribe. Ni decidir su esquema de relaciones con los países europeos
o del Pacífico asiático.
En resumen, Puerto Rico es una
nación aislada e inmovilizada por su estatus territorial, que la
mantiene al margen tanto de los flujos de la cooperación y la
solidaridad regionales como de la competitividad global.
¿Necesita Washington otro dolor de cabeza?
El
ELA constituye, pues, el peor obstáculo al desarrollo de la isla y de
esa parte de Hispanoamérica y el Caribe, a la vez que se ha vuelto un
foco de dolores de cabeza ‑‑y de costos sin retribución‑‑ para Estados
Unidos; hecho que, al cabo, también empieza a percibirse desde el punto
de vista de la metrópoli colonial.
Así, el 7 de noviembre
de 2013 el Washington Post reconoció que la crisis económica
puertorriqueña está fundamentada en la estructura de sus estatus
político. “Los problemas económicos y financieros de Puerto Rico son
estructurales –trazables, en última instancia, a su confusa condición
política”, la cual no se ha resuelto a pesar “de décadas de tediosas
disputas políticas”. El periódico descartó cualquier posibilidad de que
el Congreso apruebe darle asistencia económica especial a la isla y
advirtió que eso no va a ocurrir, dado que “el Congreso es hostil a los
rescates […] y no se tiene claro cómo esa solución puede encajar en el
marco legal y constitucional único que vincula a Puerto Rico y Estados
Unidos”.
El Post observó que desde 2004 la economía
puertorriqueña ha decrecido un 16% y atribuyó la recesión iniciada en
2006 a la finalización de la normativa que le otorgaba privilegios
fiscales a las corporaciones estadunidenses que se establecieran en la
Isla. Con lo cual concluyó que son muchos los villanos culpables de la
crisis económica de la isla, recalcando la ironía de que Puerto Rico
solo llama la atención de Estados Unidos cuando está en serios
problemas.
Esos comentarios del principal diario de
Washington DC reflejaron dos cambios que la cuestión puertorriqueña
últimamente ha experimentado. El primero, que el estatus colonial ya no
es solo un problema de los puertorriqueños, sino que se ha vuelto un
incómodo fastidio norteamericano. Mientras una parte del establishment
no sabe cómo afrontarlo o se hace la zonza, otra busca la forma y la
coyuntura políticamente más airosas para resolverlo o, dicho más
crudamente, para deshacerse del mismo.
El segundo, que la
cuestión puertorriqueña finalmente se ha liberado de la irradiación de
los antiguos temas de la Guerra Fría, que por más de medio siglo la
complicaron. Vale recordar que hasta los años 40 del siglo pasado las
andanzas nacionalistas de don Pedro Albizu Campos eran seguidas con
simpatía por los pueblos hispánicos y hasta algunas autoridades
latinoamericanas, sin que se calificase de comunista a ese apasionado
patriota progresista. Pero más tarde, cogido entre el fragor del
antimperialismo y la histeria macartista, el fondo del asunto resultó
desfigurado, dando pretextos a una pertinaz persecución a los
independentistas puertorriqueños, a la tergiversación de sus razones, y
al arbitrario encarcelamiento que sepultó en vida a Don Pedro.
Pero
ahora los ciudadanos y políticos estadunidenses pueden ver el problema
a la luz de su propia lógica, sin las distorsiones de aquel talón de
fondo. Y lo primero que salta a la vista es lo más obvio: que los
puertorriqueños son un pueblo y una cultura diferentes, y que la isla
‑‑hoy sin valor militar y turísticamente superada por varios
competidores‑‑ ya nada le aporta a Estados Unidos, mientras que
subsidiar el estatus le cuesta cada vez más a los contribuyentes
norteamericanos. Y que ella, además, es una fuente imparable de
inmigrantes latinos, que para gran parte de los anglosajones no son más
simpáticos que los llegan de México, Centroamérica y otros orígenes.
Con
el inconveniente adicional de que tan pronto arriban pueden ejercer
derechos ciudadanos y engrosan un grupo que acumula creciente peso
electoral, sin que se los pueda descartar como inmigrantes deportables.
Al
propio tiempo, el ELA ‑‑la extraña relación que aún persiste entre
Estados Unidos y “su” territorio de Puerto Rico‑‑ hace mucho dejó de
encajar entre las criaturas políticas, jurídicas y morales que nuestra
época halla admisibles. Circunstancia que año tras año da lugar a que
el Comité de Descolonización de la ONU ponga a Washington en el
incómodo banquillo de las potencias colonialistas y le dé tribuna a una
larga lista de voceros latinoamericanos ‑‑tanto gubernamentales como de
organizaciones sociales‑‑ que reivindican los derechos del pueblo
puertorriqueño a su independencia y soberanía.
Así, una y
otra vez Naciones Unidas declara que Puerto Rico constituye una nación
latinoamericana y caribeña, y confirma el derecho de su pueblo a la
soberanía e independencia. Y cada año reitera que la cuestión del
estatus de la isla debe discutirse en la Asamblea General de la ONU,
donde Estados Unidos difícilmente podrá encontrar unas pocas voces que
lo secunden, ninguna gratuitamente.
Desde el punto de
vista norteamericano ¿a quién sirve prolongar tantos inconvenientes?
Solo los clichés de una trasnochada inercia, o una retrasada concepción
del orgullo nacional demoran su finalización. La legislación
estadunidense asigna las determinaciones sobre Puerto Rico al Congreso
y, periódicamente, algún Subcomité de la Cámara de Representantes le da
mantenimiento a esa potestad citando a hablar sobre el asunto, sin por
eso tomar decisiones al respecto, y elude que más querellas le
complique la agenda. Este año, enseguida de que el Comité de
Descolonización de la ONU examinó el caso, en Washington dos subcomités
de la Cámara le echaron una ojeada al tema: el de Recursos Naturales y
el de Asuntos Insulares.
La oportunidad le permitió al
gobernador García Padilla exponer el catastrófico estado financiero de
la isla y rogar, otra vez, que se le permita a las empresas públicas
puertorriqueñas declararse en bancarrota al cobijo de la Ley federal de
Quiebras, y así lapidar la posibilidad de independencia de su nación.
Y, a su turno, que el portavoz anexionista Pedro Pierluise repitiera la
solicitud de celebrar un refrendo que consulte si los ciudadanos de la
isla quieren o no que esta se vuelva un estado de la federación
norteamericana.
Por su parte el líder del Partido
Independentista Puertorriqueño (PIP), Rubén Berríos, tras recordarles
que la quiebra de la economía de la isla es un hecho innegable, y que
una clara mayoría de los puertorriqueños repudia el ELA, emplazó a los
congresistas norteamericanos: “Por años se ha discutido el asunto en el
Congreso ‑‑dijo‑‑, y muchos nos preguntamos si estas vistas de este
Subcomité sirven algún propósito legítimo o son meramente un quid pro quo
partidista”. A lo que luego agregó: “Decir que Puerto Rico debe decidir
lo que quiere antes de enfrentar el problema, como ha propuesto el
Presidente [Obama] es una excusa de Estados Unidos para no cumplir sus
obligaciones legales como país colonial”, pues si “el colonialismo es
el problema, no puede ser la solución”.
Cultura vigorosa atrapada en callejón sin salida
Ahora
bien, ¿cuál es la opinión de los puertorriqueños y qué alternativas
tiene? La propaganda colonialista escabulle la realidad consolándose
con el cansino argumento de que en los comicios puertorriqueños la
mayoría de los votos se reparten entre las dos organizaciones
electorales del status quo, el anexionista Partido Nuevo
Progresista (PNP), que aboga por una ilusoria conversión de Puerto Rico
en Estado de la Unión, y el autonomista Partido Popular Democrático
(PPD) que pese a la catástrofe en curso aún justifica el modelo
colonial del ELA.
La superficialidad de esa
interpretación oculta varias cosas. Para empezar, que en las elecciones
puertorriqueñas no se dirime el estatus político ni la soberanía de la
isla, sino a quiénes se elige para administrar los asuntos corrientes:
limpieza y ornato, bacheo, mantenimiento de las instalaciones
escolares, seguridad policial, etc. La elección de gobernador,
legisladores y alcaldes poco tiene que ver con las preferencias
ciudadanas sobre el colonialismo o la independencia, que en esos
eventos no se dirimen.
La discusión del estatus pasa por
consideraciones ajenas a esas preferencias. El régimen del ELA le
concede a cada nativo de la isla pasaporte estadunidense y la
posibilidad de emigrar legalmente a Estados Unidos. Igualmente, acceso
a subsidios federales con los cuales mitigar sus carencias de empleo o
alimentos, y algunos servicios de salud y educación. No son pocos los
latinoamericanos pobres y de clase media que desearían tener
prerrogativas similares, lo que no significa que ellos renunciarían a
su identidad nacional. Y bajo la crisis en curso ningún puertorriqueño
desearía perder estas prerrogativas, por mucho que le desagrade el
régimen colonial.
Pero eso no debilita la cultura
puertorriqueña ni el fuerte sentimiento nacional que caracteriza a su
pueblo. Lo demuestra a diario su obstinado apego al idioma castellano
con su distintiva modalidad dialectal y gesticular, a las costumbres y
formas cotidianas de convivencia y confraternización, asociadas a sus
propios gustos culinarios, musicales y artísticos ‑‑afines a los de
toda la familia hispano‑caribeña‑‑ tan característicos de quienes viven
en la isla como de los millones de emigrados nostálgicos que comparten
la añoranza de su sol y su mar nativos entre los rigores del invierno
norteamericano.
A contrapelo de esta clara evidencia,
“durante décadas los proyectos de perpetuación de la colonia del PPD, y
de promoción de la anexión del PNP, se han fundado en el principio
perverso de promover la dependencia y la pobreza”, acusa María de
Lourdes Santiago. La senadora independentista recuerda que,
precisamente, ambos partidos del sistema imperante coinciden en
fomentar que la gente no trabaje, no produzca, a la vez que “abonan el
cultivo rastrero al culto a los intereses extranjeros con la
entronización de la mediocridad en las posiciones más altas del
gobierno” local.
En lo que se refiere al PPD,
justificador del estatus vigente, los resultados de la última década
desnudan el callejón sin salida que ha entrampado a la isla. Pero sobre
el PNP ‑‑el otro lado de la mancuerna política reinante‑‑ no cabe decir
menos, pues sus pasadas estadías en el gobierno han sido parte del
mismo proceso destructor de la viabilidad del país. A lo que se agrega
que su propuesta se basa en una falacia, ya que la opción de convertir
la isla en un Estado adicional a los 50 que integran Estados Unidos es
palmariamente irrealizable. No apenas porque falten puertorriqueños
enajenados por la cultura colonial que puedan votar por ella, sino
porque no hay estadunidenses dispuestos a aceptarlo.
“Sin
duda existen poderosas razones económicas, sociales, políticas y
culturales para estar contra la estadidad desde las perspectivas tanto
de Puerto Rico como de Estados Unidos”, advierte Rubén Berríos. Por lo
que toca a la parte norteamericana, recuerda Berríos, tras el fracaso
del ELA el impacto económico de la llegada de un nuevo Estado mucho más
pobre que el Estado más pobre de la Unión ‑‑y por añadidura racialmente
mixto y hablador de otro idioma‑‑ con un número de representantes en el
Congreso superior al de muchos de los demás Estados, no sería poca cosa
al disputar la repartición del pastel presupuestario federal.
Por
lo tanto, concluye Berríos, “la opción estadista es el beso de la
muerte de cualquier plebiscito auspiciado por el gobierno federal
sencillamente porque la estadidad va contra los intereses nacionales de
Estados Unidos”. Y su criterio es compartido por los senadores
norteamericanos que se han ocupado del tema.
Las uvas están más maduras de lo que parece
En
lo que toca al pueblo residente en Puerto Rico, las opiniones volvieron
a medirse el 6 de noviembre de 2012, en un plebiscito sobre el estatus
reinante. El evento, por supuesto, se realizó según condiciones
determinadas por las autoridades estadunidenses y conforme a su
legislación, estableciéndose de antemano que sus resultados no serían
vinculantes para esas autoridades. Tuvo la forma de dos consultas
sucesivas votadas en el mismo acto plebiscitario y poco más del 78 por
ciento de los ciudadanos de la isla acudió a sufragar.
La
primera de esas dos consultas preguntó: “¿Está de acuerdo con mantener
la condición política territorial actual (Estado Libre Asociado)?” El
rechazo al estatus vigente fue evidente: el 54 por ciento de los
electores votó contra la continuación del ELA.
La segunda
consulta tuvo un resultado menos claro. Pidió a los electores
contestar, al margen de sus respuestas a la pregunta anterior, cuál
opción preferían: ser un Estado Libre Asociado, ser un
Estado de Estados Unidos o ser un país independiente. A simple vista,
pasar a ser un Estado de Estados Unidos alcanzó el 61.13 por ciento de
los votos; mantener el ELA obtuvo un 33.32 por ciento, y la
independencia un 5.54 por ciento. No obstante, en el plebiscito
intervino un factor que exige mejor análisis de ese resultado.
Ciertamente,
la opción de ser un estado prácticamente duplicó a la de mantener el
ELA, el cual así quedó rotundamente rechazado. Sin embargo, durante la
campaña previa el PPD, así como algunos grupos independentistas,
llamaron a no contestar la segunda pregunta ‑‑la relativa a cuál de las
tres opciones escoger‑‑, con el efecto de que esta registró un 26.4 por
ciento de votos en blanco. Si se descuenta esa fracción, el voto
favorable a la estadidad se reduce a un 43.6 por ciento. Esto es, la
anexión a Estados Unidos supera al ELA pero no llega al 50 por ciento
de la votación emitida.
Por lo que toca a la votación
independentista, ese 5.54 ‑‑que continúa un gradual crecimiento
respecto a anteriores plebiscitos‑‑ deja de reflejar el hecho de que
una parte significativa de quienes votan por el ELA lo hacen para
rechazar la anexión, no para mantener el estatus. Si la estadidad es
descartada preferirán la independencia, al aclararse que los poderes
políticos y mediáticos estadunidenses no estarán dispuestos a aceptar a
Puerto Rico como Estado de la Unión. Tras el desastre desatado en la
isla, no faltan indicios de que en la disyuntiva de escoger entre las
opciones restantes, muchos de quienes aceptaban el ELA se sumarán al
independentismo.
Esto depende del modo de entender la
opción independentista. ¿Cómo se explica que esta alternativa debe
construirse en las presentes condiciones del siglo XXI? ¿Cómo conflicto
o cómo proceso? Esto envuelve dos modos de asumirlo. Desde el punto de
vista de las tradiciones antimperialistas latinoamericanas
‑‑intensificadas al fragor de la Guerra Fría y de los empeños
revolucionarios que caracterizaron a la región‑‑ en el tratamiento del
tema puertorriqueño lo principal era desenmascarar al imperialismo
denunciando la dimensión colonialista de la política norteamericana.
En ese contexto la cuestión práctica de cómo
lograr la independencia de la isla quedó indeterminada, tras el brío
del discurso acusatorio y la falta de opciones que pudieran realizarse
a corto o mediano plazos. Sin embargo, desde el punto de vista de la
busca de alternativas prácticas para que esta generación pueda lograr
la independencia, en los últimos lustros la situación cambió. Ante el
hecho de que el ELA es un irremediable fiasco generador de problemas
adicionales, y de que el establishment estadunidense en ningún caso
estará dispuestos a aceptar a Puerto Rico como estado de la Unión ‑‑a
la vez que Latinoamérica y el Caribe asumen el tema como un importante issue de las relaciones interamericanas‑‑, la cuestión ha entrado en otra etapa.
Esto
hace visible que una importante porción del asunto deberá madurarse en
el campo subjetivo, donde hay importantes condiciones
ideológico‑culturales y políticas por esclarecer. Ni la parte
norteamericana puede desprenderse inmediatamente de los estereotipos y
pretextos con que por más de un siglo ella vistió su política colonial,
ni nuestras izquierdas pueden rápidamente superar con nuevas propuestas
su curtido discurso de la pasada etapa. Ahora, lograr la conversión de
Puerto Rico en una república independiente y soberana es una meta
alcanzable para esta generación, pero implementarla requiere una toma
de conciencia y un sentido práctico cuya inmediatez no estaba prevista
en el pasado discurso independentista.
Una situación
parecida se vivió en Panamá a mediados de los años 70 al abrirse la
posibilidad de avanzar de la brava arenga denunciadora del enclave
colonial usurpado por Estados Unidos, a la negociación de opciones
factibles para recuperar ese territorio nacional, desmantelar las bases
militares extranjeras y asumir la propiedad y control efectivo del
canal interoceánico. Incluso una fracción de la izquierda que por medio
siglo fue parte de la lucha patriótica por la integridad nacional tuvo
dificultades subjetivas para asimilar la nueva situación, que permitía
saltar de la resistencia heroica al proceso conducente a concretar la
victoria.
Omar Torrijos supo combinar, en el momento
oportuno, la suma de una amplia movilización nacional y una creciente
solidaridad internacional para negociar un proceso de transición. En
este sentido la experiencia panameña es un ejemplo de referencia para
repensar esta oportunidad puertorriqueña e idear métodos encaminados a
construir sus propias soluciones. Pero, como veremos, eso exige que las
partes definan sus respectivas posiciones.
Es hora de movilizar la emancipación
Puerto
Rico reúne las principales condiciones materiales necesarias para
convertirse en una exitosa república independiente: buena ubicación
geográfica, infraestructura física apropiada, disponibilidad de tierras
fértiles, población capacitada, fuerte cultura nacional. No obstante,
por demasiado tiempo ha padecido un régimen político ineficiente,
descapitalizador y orientado al parasitismo, por lo cual constituir la
república independiente demanda una refundación del Estado. Esto es,
demanda un proceso de transición.
Hoy está claro que el
problema fundamental de Puerto Rico es depender de los subsidios
norteamericanos hasta caer en el estancamiento y retracción económica.
El régimen establecido resultó perjudicial para la subsistencia de su
pueblo y la gobernabilidad del país. En cambio, como dice Rubén
Berríos, la independencia “liberaría completamente la energía de un
país cuya autoestima ha sido pisoteada [y] abriría el camino hacia una
sociedad moderna, con visión de futuro, receptiva a todas las
influencias culturales sin someterse a ninguna y orgullosa de la
propia”.
En estos momentos, en el contexto
latinoamericano y caribeño, eso puede conseguirse mejor si se logra a
los menores costos posibles. En la América hispánica del siglo XIX ello
se obtuvo gloriosamente, aunque al precio de grandes y prolongados
sacrificios humanos y daños materiales. En las Antillas eso no pudo
conseguirse en aquel entonces y, dos siglos después ese tampoco tiene
que ser el modo de lograrlo. Más que el relámpago de un grito de
independencia con inmediata ruptura de todo vínculo con la metrópoli,
hoy existe la posibilidad de concertar con ella un programa de
descolonización. Esto es, de negociar un cronograma de sucesivas
transferencias de atribuciones, responsabilidades y recursos de las
autoridades coloniales a las instancias republicanas.
La
cuestión no es destacarse como enemigo de la superpotencia
norteamericana, sino que a Puerto Rico se le haga justicia y se
respeten la soberanía, la autodeterminación y los derechos de la nueva
república. Y al mismo tiempo, constituir una república sostenible,
capaz de construir su propio desarrollo y asegurar el bienestar de su
pueblo. Esto exige disponer de recursos y formar cuadros, y será menos
difícil lograrlo con la cooperación que con la hostilidad de dicha
superpotencia. Al cabo, la cuestión no es erizar el problema sino
resolverlo.
En su época, un equivalente a eso fue lo
resuelto en el caso del Canal de Panamá y de sus instalaciones y áreas
aledañas, para alcanzar el objetivo de establecer allí un sistema no
solo nacional sino eficaz y sostenible. Los plazos del cronograma
descolonizador permitieron no solo prever las acciones legislativas
adecuadas y las nuevas estructuras administrativas del Canal, sino
formar al personal técnico requerido y una nueva cultura
organizacional. Y eso también facilitó reconvertir los empleados
panameños antes formados para servir al enclave colonial en
funcionarios con propósito de servicio a la nación. Con lo cual en poco
tiempo la vía acuática pasó a ser más eficiente, segura y rentable de
lo que era bajo administración estadunidense.
En Puerto
Rico, esa transición no tiene que ser tan prolongada como en Panamá
donde, en tiempos de la Guerra Fría, Washington tuvo que reacomodar
grandes medios de su sistema estratégico. Esas complicaciones ya no
existen respecto a la isla.
Por otra parte, como en el
caso de las naciones europeas que Hace algunos años concertaron
acuerdos de cooperación con varias de sus antiguas colonias del Caribe,
lo concertado en las negociaciones entre Panamá y Estados Unidos no se
enfiló a enfrentar a ambos países sino a cambiar su género de
relaciones al resolver las anteriores causas de conflicto.
Esto
no supone que la naturaleza del imperialismo ha cambiado ni que
negociar esa alternativa pueda ser fácil. Pero sí implica entender que
la coyuntura varió y la cuestión de Puerto Rico ya no puede tratarse
como expresión local de una contienda global entre las superpotencias
que rivalizaban por el predominio planetario, como en la Guerra Fría, o
en los tiempos cuando controlar la isla aseguraba una ventaja
estratégica. En el actual contexto aquellas circunstancias pasaron y
esto exige volver a preguntarse cuál debe ser el objetivo del pueblo
puertorriqueño ante la metrópoli imperial: ¿confrontar indefinidamente
o independizarse ya? Y, en consecuencia, cuál es el método para
lograrlo. En otros casos sostener una guerra prolongada finalmente
permitió negociar un acuerdo, pero ¿es aplicable ese ejemplo a una isla
pequeña?
Para resolver el problema de fondo el gobierno
de Washington debe dejar claro qué opciones estará dispuesto a
considerar y bajo qué condiciones. En Puerto Rico se plantean tres
alternativas: mantener el régimen del ELA, anexionarse a Estados Unidos
o emanciparse como una república independiente. El Partido
Independentista propone convocar una Asamblea de Estatus en la que cada
alternativa esté proporcionalmente representada y formule su respectiva
propuesta. Al final, solo opciones realistas, no coloniales ni
territoriales, y susceptibles de negociarse con Washington, serían
sometidas a los electores puertorriqueños.
Una iniciativa
similar debe tener lugar en el Congreso norteamericano, en coordinación
con la Casa Blanca, para que los representantes de las diferentes
visiones presenten sus opciones descolonizadoras y las condiciones en
que estarían dispuestos a admitirlas. Con esto el pueblo de Puerto Rico
quedaría debidamente informado para escoger entre las alternativas no
coloniales ni territoriales efectivamente disponibles.
Si
el Congreso no hace lo que debe y el ELA continúa exasperando al país
eso atizará al voto anexionista y un aciago día Washington podrá
toparse con una petición de estadidad salida de un referendo basado en
la ficción de que esto solucionaría todas las necesidades de la isla.
Esa opción inadmisible metería al gobierno de Estados Unidos en un
embrollo político de consecuencias harto indeseables. El modo de
evitarlo a tiempo sería emprender lo que el PIP propone como un proceso
colaborativo de libre determinación para Puerto Rico. Y el tiempo para
hacerlo ya llegó.
Como hace más de 35 años ocurrió en
Panamá, el objetivo de la emancipación de Puerto Rico ‑‑donde una vez
más un país chico deberá negociar frente a una gran potencia‑‑ solo
podrá alcanzarse concitando una continua movilización nacional y una
poderosa solidaridad continental y mundial. Sobre todo, en América
Latina, en el Caribe y en sectores significativos de la opinión pública
estadunidense. En difíciles tiempos de la Guerra Fría, Omar Torrijos
demostró que esto es factible. Y al construir esa conjunción de
fuerzas, coronó con éxito aquel objetivo nacional.
- Nils Castro es escritor y catedrático panameño.
http://www.alainet.org/es/articulo/171044
1 comentario:
Puerto Rico es un desastre precisamente porque el gobierno de Estados Unidos tiene pleno control sobre la isla. ¿Sabía usted que Puerto Rico es una colonia del gobierno de Estados Unidos? Por lo tanto, este desastre para Puerto Rico ha sido diseñado. La solución para Puerto Rico es únicamente la descolonización. Ayúdanos lograrlo.
José
www.TodosUnidosDescolonizarPR.blogspot.com
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