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sábado, 2 de mayo de 2015

¿De los 120 millones de mexicanos, cuántos se necesitan para el estallido social?



Para el periodista Porfirio Patiño
Los volcanes Popocatépetl y de Colima no han pasado de echar fumarolas y vomitar ceniza, pero siguen amenazantes. Empero, tenemos un tercer volcán, aquel con el que Alexis de Tocqueville (Recuerdos de la Revolución de 1848), y no metafóricamente, vislumbró cuando decía que “la lucha política se entablará entre los que poseen y los que no poseen”… Entonces ¡volveremos a ver las grandes agitaciones públicas! Impunidad y corrupción privada y pública han pervertido las funciones de las instituciones. “Aquellos vicios se debían a los instintos naturales de la clase dominante, a su poder absoluto, al relajamiento y a la propia corrupción de su época […]. La clase gubernamental, tras haberse acantonado en su poder e inmediatamente después en su egoísmo, adquirió un aire de industria privada, en la que cada uno de sus miembros no pensaba ya en los asuntos públicos, si no era para canalizarlos en beneficio de sus asuntos privados, olvidando fácilmente en su pequeño bienestar a las gentes del pueblo. En ese mundo político, así compuesto y así dirigido, lo que más faltaba, sobre todo al final, era la vida política propiamente dicha, porque la lucha es querella de palabras.
 “El país parece que se está habituando, insensiblemente, a ver en las luchas de las Cámaras unos ejercicios de ingenio más que unas discusiones serias, y, en todo caso, lo que se refería a los diferentes partidos parlamentarios –mayoría, centro, izquierda o derecha–, querellas interiores entre los hijos de una misma familia que tratan de engañarse los unos a los otros en el reparto de la herencia común. Algunos hechos resonantes de corrupción, descubiertos por azar, hacían sospechar que por todas partes hay otros ocultos que han persuadido de que toda la clase que gobernaba está corrompida, de modo que el país ha concebido por ella un desprecio aparentemente tranquilo que se interpreta como una sumisión confiada y satisfecha. El país estaba entonces dividido en dos partes, o, mejor dicho, en dos zonas desiguales. En la de arriba, que era la única que debía contener toda la vida política de la nación, no reinaba más que la languidez, la impotencia, la inmovilidad, el tedio. En la de abajo, la vida política, por lo contrario, comienza a manifestarse en síntomas febriles e irregulares que el observador atento podía captar fácilmente […]. Muy pronto, la lucha política se entablará entre los que poseen y los que no poseen.
 “Se dice que no hay peligro, porque no hay agitación […]. En verdad que el desorden no está en los hechos, pero ha penetrado muy profundamente en los espíritus […] pero ¿no ven ustedes que las pasiones políticas se han convertido, de políticas, en sociales? ¿No ven ustedes que, poco a poco, se extienden unas opiniones, unas ideas que no aspiran sólo a derribar tales leyes, tal ministerio, incluso tal gobierno, sino la sociedad misma, quebrantándola en las propias bases sobre las cuales descansa hoy? ¿No oyen ustedes lo que se repite sin cesar que todo lo que se encuentra por encima de ella es incapaz e indigno de gobernarlas, que la división de los bienes, hecha hasta ahora, en su mundo es injusta? […]. ¿Y no creen ustedes que, cuando tales opiniones echan raíces cuando se extienden de una manera casi general, cuando penetran profundamente en las masas, tienen que traer, antes o después las revoluciones? Ésta es, señores, mi convicción profunda: creo que estamos durmiéndonos sobre un volcán, estoy profundamente convencido. Y cuando trato de ver […] la causa eficiente que hace que los hombres pierdan el poder es que se han hecho indignos de ejercerlo. Y hay otra causa. Es que la clase que gobierna se ha convertido, por su indiferencia, por su egoísmo, por sus vicios, en incapaz e indigna de gobernar. Vosotros lo ignoráis, pero lo que no sabéis es que la tempestad está en el horizonte y que avanza sobre vosotros.
 “Señores, yo os suplico que no lo hagáis. No os lo pido: os lo suplico. Me pondría de rodillas, gustosamente, ante vosotros: hasta ese punto creo que el peligro es real y grave, hasta ese punto creo que el hecho de señalarlo no es recurrir a una vana forma retórica. ¡Si el peligro es grande, conjuradlo, cuando aún es tiempo! Corregid el mal con medios eficaces, no atacándolo en sus síntomas, sino en sí mismo […]. Se ha hablado de cambios en la legislación. Yo me siento muy inclinado a creer que esos cambios no sólo son muy útiles, sino necesarios: así, creo en la utilidad de las reformas, en la urgencia de la reforma parlamentaria. Pero no soy suficientemente insensato señores, para no saber que no son las leyes las que hacen, por sí solas, el destino de los pueblos. No, no es el mecanismo de las leyes las que producen los grandes acontecimientos, señores, sino que es el espíritu mismo del gobierno. Mantened las mismas leyes, si queréis, aunque yo crea que cometeréis un grave error de hacerlo. Mantened a los mismos hombres, si eso os agrada; por mi parte, yo no pongo ningún obstáculo. Pero, por Dios, cambiad el espíritu del gobierno, porque –os lo repito– ese espíritu os conduce al abismo.”
El discurso de Tocqueville está hecho a la medida de lo que es hoy una crítica al peñismo que subestima, con apenas una complaciente autocrítica: “Hay desconfianza e incredulidad […] existe el estigma de considerar ladrones a los políticos”. Pero insiste en aumentar las sospechas de corrupción con los nombramientos de Arely Gómez [en la Procuraduría General de la República] y Eduardo Medina Mora [en la Suprema Corte], para poner a Televisa por delante del poder presidencial, cuando ya era el poder tras el trono. Las palabras de Tocqueville son fulminantes: “Los que gobiernan se han convertido, por su indiferencia, por su egoísmo, por sus vicios, en incapaces e indignos de gobernar”.
Álvaro Cepeda Neri*
*Periodista
[Sección: Contrapoder]

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