Autor: Álvaro Cepeda Neri
Para el periodista Porfirio Patiño
Los volcanes Popocatépetl y de Colima no han pasado de echar fumarolas y vomitar ceniza, pero siguen amenazantes. Empero, tenemos un tercer volcán, aquel con el que Alexis de Tocqueville (Recuerdos de la Revolución de 1848),
y no metafóricamente, vislumbró cuando decía que “la lucha política se
entablará entre los que poseen y los que no poseen”… Entonces
¡volveremos a ver las grandes agitaciones públicas! Impunidad y
corrupción privada y pública han pervertido las funciones de las
instituciones. “Aquellos vicios se debían a los instintos naturales de
la clase dominante, a su poder absoluto, al relajamiento y a la propia
corrupción de su época […]. La clase gubernamental, tras haberse
acantonado en su poder e inmediatamente después en su egoísmo, adquirió
un aire de industria privada, en la que cada uno de sus miembros no
pensaba ya en los asuntos públicos, si no era para canalizarlos en
beneficio de sus asuntos privados, olvidando fácilmente en su pequeño
bienestar a las gentes del pueblo. En ese mundo político, así compuesto y
así dirigido, lo que más faltaba, sobre todo al final, era la vida
política propiamente dicha, porque la lucha es querella de palabras.
“El
país parece que se está habituando, insensiblemente, a ver en las
luchas de las Cámaras unos ejercicios de ingenio más que unas
discusiones serias, y, en todo caso, lo que se refería a los diferentes
partidos parlamentarios –mayoría, centro, izquierda o derecha–,
querellas interiores entre los hijos de una misma familia que tratan de
engañarse los unos a los otros en el reparto de la herencia común.
Algunos hechos resonantes de corrupción, descubiertos por azar, hacían
sospechar que por todas partes hay otros ocultos que han persuadido de
que toda la clase que gobernaba está corrompida, de modo que el país ha
concebido por ella un desprecio aparentemente tranquilo que se
interpreta como una sumisión confiada y satisfecha. El país estaba
entonces dividido en dos partes, o, mejor dicho, en dos zonas
desiguales. En la de arriba, que era la única que debía contener toda la
vida política de la nación, no reinaba más que la languidez, la
impotencia, la inmovilidad, el tedio. En la de abajo, la vida política,
por lo contrario, comienza a manifestarse en síntomas febriles e
irregulares que el observador atento podía captar fácilmente […]. Muy
pronto, la lucha política se entablará entre los que poseen y los que no
poseen.
“Se dice que no hay peligro, porque no
hay agitación […]. En verdad que el desorden no está en los hechos, pero
ha penetrado muy profundamente en los espíritus […] pero ¿no ven
ustedes que las pasiones políticas se han convertido, de políticas, en
sociales? ¿No ven ustedes que, poco a poco, se extienden unas opiniones,
unas ideas que no aspiran sólo a derribar tales leyes, tal ministerio,
incluso tal gobierno, sino la sociedad misma, quebrantándola en las
propias bases sobre las cuales descansa hoy? ¿No oyen ustedes lo que se
repite sin cesar que todo lo que se encuentra por encima de ella es
incapaz e indigno de gobernarlas, que la división de los bienes, hecha
hasta ahora, en su mundo es injusta? […]. ¿Y no creen ustedes que,
cuando tales opiniones echan raíces cuando se extienden de una manera
casi general, cuando penetran profundamente en las masas, tienen que
traer, antes o después las revoluciones? Ésta es, señores, mi convicción
profunda: creo que estamos durmiéndonos sobre un volcán, estoy
profundamente convencido. Y cuando trato de ver […] la causa eficiente
que hace que los hombres pierdan el poder es que se han hecho indignos
de ejercerlo. Y hay otra causa. Es que la clase que gobierna se ha
convertido, por su indiferencia, por su egoísmo, por sus vicios, en
incapaz e indigna de gobernar. Vosotros lo ignoráis, pero lo que no
sabéis es que la tempestad está en el horizonte y que avanza sobre
vosotros.
“Señores, yo os suplico que no lo
hagáis. No os lo pido: os lo suplico. Me pondría de rodillas,
gustosamente, ante vosotros: hasta ese punto creo que el peligro es real
y grave, hasta ese punto creo que el hecho de señalarlo no es recurrir a
una vana forma retórica. ¡Si el peligro es grande, conjuradlo, cuando
aún es tiempo! Corregid el mal con medios eficaces, no atacándolo en sus
síntomas, sino en sí mismo […]. Se ha hablado de cambios en la
legislación. Yo me siento muy inclinado a creer que esos cambios no sólo
son muy útiles, sino necesarios: así, creo en la utilidad de las
reformas, en la urgencia de la reforma parlamentaria. Pero no soy
suficientemente insensato señores, para no saber que no son las leyes
las que hacen, por sí solas, el destino de los pueblos. No, no es el
mecanismo de las leyes las que producen los grandes acontecimientos,
señores, sino que es el espíritu mismo del gobierno. Mantened las mismas
leyes, si queréis, aunque yo crea que cometeréis un grave error de
hacerlo. Mantened a los mismos hombres, si eso os agrada; por mi parte,
yo no pongo ningún obstáculo. Pero, por Dios, cambiad el espíritu del
gobierno, porque –os lo repito– ese espíritu os conduce al abismo.”
El discurso de Tocqueville está hecho a la medida
de lo que es hoy una crítica al peñismo que subestima, con apenas una
complaciente autocrítica: “Hay desconfianza e incredulidad […] existe el
estigma de considerar ladrones a los políticos”. Pero insiste en
aumentar las sospechas de corrupción con los nombramientos de Arely
Gómez [en la Procuraduría General de la República] y Eduardo Medina Mora
[en la Suprema Corte], para poner a Televisa por delante del poder
presidencial, cuando ya era el poder tras el trono. Las palabras de
Tocqueville son fulminantes: “Los que gobiernan se han convertido, por
su indiferencia, por su egoísmo, por sus vicios, en incapaces e indignos
de gobernar”.
Álvaro Cepeda Neri*
*Periodista
[Sección: Contrapoder]
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