Red Voltaire
Bajo la "administración" estadunidense, crece el cultivo de droga en Afganistán. Al mismo tiempo, se consolida la epidemia mundial de adicción a la heroína. Los hechos están comprobados: los talibanes habían erradicado el cultivo de amapola y la CIA lo favoreció; el dinero de la droga corrompió el gobierno afgano de Karzai, pero las ganancias se encuentran principalmente en Estados Unidos. Así, la toma de decisión para solucionar este tráfico no está en Kabul, sino en Washington
Peter Dale Scott / Red Voltaire
El importante artículo de Alfred McCoy, publicado el 30 de marzo de 2010, en el Tomdispatch, debería haber incitado al Congreso a movilizarse para emprender una verdadera reevaluación de la aventura militar de Estados Unidos en Afganistán.
La respuesta a la pregunta que plantea el título de ese artículo –"¿Hay alguien capaz de pacificar el mayor narcoestado del mundo?"– salta a la vista. Es un resonante "¡No!"… si no se modifican fundamentalmente los objetivos y estrategias definidos, tanto en Washington como en Kabul.
McCoy demuestra que el Estado afgano de Hamid Karzai es un narcoestado corrupto, que obliga a los afganos a pagar sobornos que alcanzan los 2 mil 500 millones de dólares al año, cifra equivalente a la cuarta parte de la economía afgana.
Ésta es una narcoeconomía: en 2007, Afganistán produjo 8 mil 200 toneladas de opio, cifra que representa el 53 por ciento del producto interno bruto (PIB) y el 93 por ciento del tráfico de heroína a nivel mundial.
Para enfrentar el problema, las opciones militares son, en el mejor de los casos, ineficaces, y en el peor, contraproducentes. McCoy estima que la mayor esperanza reside en la reconstrucción de la agricultura afgana para convertir el cultivo de víveres en una alternativa viable capaz de competir con el cultivo de la adormidera o amapola de opio, un proceso que puede demorar 10 o 15 años, o incluso más.
El principal argumento de McCoy es que, cuando alcanzó su máximo nivel de producción, la cocaína colombiana representaba sólo alrededor del 3 por ciento de la economía nacional y, sin embargo, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia y los escuadrones de la muerte de derecha, ambos ampliamente financiados por la droga, siguen desarrollándose en ese país. La simple erradicación de la droga, sin disponer de un cultivo que la sustituya en la economía afgana, exigiría la imposición de insoportables presiones a una sociedad rural ya devastada, cuyo único ingreso importante proviene del opio. Para convencerse de ello, basta con recordar la caída de los talibanes en 2001, consecuencia de una reducción draconiana –llevada a cabo por los propios talibanes– de la producción de droga en Afganistán, que pasó de 4 mil 600 toneladas a sólo 185 toneladas, lo cual convirtió el país en un cascarón vacío.
A primera vista, los argumentos de McCoy parecen irrefutables y, en una sociedad racional, deberían dar lugar a un prudente debate al que seguiría un importante cambio de la política militar de Estados Unidos. McCoy presentó su estudio con tacto y diplomacia realmente considerables para facilitar ese tipo de resultado.
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