Carolina Escobar Sarti
Nunca como ahora, elnarcotráfico y el crimen organizado habían tenido las manos tan metidas en lo político-partidario. Nunca habíamos visto un derroche publicitario tan obsceno antes de unas elecciones. Nunca había corrido tanto dinero tan oscuro para posicionar candidaturas políticas.
Nunca habíamos visto una tolerancia tan alta de las instituciones estatales hacia candidaturas tan cuestionadas en materia de corrupción, extorsión y represión. Nunca el Congreso de la República había negociado tanto de manera tan granítica, a pesar del nauseabundo transfuguismo. O a lo mejor el transfuguismo es la expresión de que una gran mayoría de diputados están sirviendo a los mismos amos, y estos no están precisamente entre la ciudadanía que los eligió. Esto es una señal de alerta.
Entre el capital emergente del narco y el capital criollo tradicional, están definiendo e hipotecando el futuro de Guatemala. Ellos están poniendo y quitando a sus lacayos para los próximos cuatro años —siendo optimista—. No es que esto no se diera antes, es que ahora es un fenómeno mucho más evidente y extendido, que parece haber permeado la cultura política del país. Los poderes fácticos ya se dieron cuenta de que, para capturar a un Estado, la única vía “legítima” es la política partidaria. ¿Cuántas campañas son patrocinadas por narcos y empresarios sin que realmente podamos ponerle nombre y apellido a ese dinero? ¿De qué otra forma nos explicamos que la Ley Electoral y de Partidos Políticos siga sin modificarse en el Congreso, en temas tan sustantivos para cualquier democracia como la fiscalización de los dineros de campaña y la reelección de diputados, entre otras muchas cosas?
Si se “escanea” esta campaña a partir de un análisis del discurso o de un análisis semiótico, por ejemplo, el horror es mayúsculo. Esta campaña ha sido una ficción, y es tan superficial como las anteriores, porque nos siguen creyendo becerros, pero mucho peor. Nos han saturado de imágenes falsas, se han apropiado de discursos ajenos y hasta de canciones que han vaciado de su contenido esencial. Una pequeña muestra de ello es la canción Cambia, todo cambia, que entonaba tan dignamente Mercedes Sosa, ahora manoseada por un partido cuyo sello es la represión, la muerte, la histórica mano dura. Otra prueba de ello es un candidato megalómano que nos vende, desde una sonrisa neofascistoide, la pena de muerte. ¿En qué país del mundo es la pena de muerte una bandera de campaña? ¿Y qué pueblo acepta esto?
Estas elecciones están siendo un parteaguas en la historia política del país, y revelan algo que me ha estado haciendo ruido últimamente: no se tiene un Estado fuerte o débil, un Estado posible o imposible, un Estado logrado o fallido. Se tiene todo en uno solo. Hay un Estado fuerte para los poderes fácticos, que ha permitido que estos se sostengan sobre un andamiaje de despojo y muerte a partir de un continuum de prerrogativas y complicidades evidentes, y hay un Estado débil en términos de la población en general, que no cumple con su función social de proteger y potenciar el desarrollo de su ciudadanía. Este Estado bipolar, históricamente fuerte para unos pocos y débil para la mayoría, heredero de una larga historia de inequidades y ultrajes, cobija hoy a candidatos vinculados a expresiones muy oscuras de violencia, represión, narcotráfico, y corrupción. Por ello, hablaba de mantener los ojos bien abiertos, no vaya a ser que en un futuro no muy lejano, se llegue a confundir la represión política con asesinatos del crimen organizado o del narcotráfico, por ejemplo. O que ya no podamos diferenciar, como sucedió en Colombia en su momento, dónde comienza el Estado de Derecho y dónde el narcoestado. No cabe duda de que, en este contexto, cabe bien la frase de Churchill, cuando decía: “La verdadera medida de las naciones es lo que hacen cuando están cansadas.”
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