Estamos programados para seguir un protocolo de obediencia al pensamiento ajeno.
Hoy se cierra el
año. Esta noche se realiza el ejercicio de una contabilidad obligada de
avances y retrocesos, de promesas incumplidas, así como de sueños
aplastados por decisiones ajenas y pasividades propias. En este lapso de
días, semanas y meses transcurridos desde el último recuento anual han
desfilado acontecimientos que por repetidos han dejado de llamar la
atención y se han sumado a una agenda noticiosa impermeable a las
emociones. En ella se suceden las tragedias y se acumulan las
frustraciones, pero nada de eso cambia la perspectiva ni modifica las
actitudes egocéntricas de una humanidad cada vez más centrada en sus
pequeños objetivos personales.
Es así como en el variado panorama mundial han
desfilado, uno tras otro, hechos que, por su enorme trascendencia,
debieron poner en alerta y posición defensiva a los pueblos afectados
por ellos. Un ejemplo contundente ha sido el creciente fenómeno de las
migraciones ocasionadas por el hambre y la violencia, por las guerras y
el crimen organizado con su cauda de muertes injustificables de seres
indefensos. Sin embargo, los núcleos más influyentes de las sociedades
desde las cuales se origina esta huida masiva manifiestan no solo
indiferencia, sino encima de todo una condena moral contra quienes en su
afán por sobrevivir toman el camino de la frontera.
¿Desde cuál plataforma ética, transparente y
racional se permite la sociedad juzgar las decisiones de quienes lo han
perdido todo? ¿Cuál es el punto de vista desde donde se miden las
responsabilidades por el éxodo de quienes arriesgan su vida en una ruta
plagada de amenazas? ¿En dónde se marca el límite del derecho humano a
buscar su bienestar y el de su familia? ¿Cuándo y cómo se decidió la
hegemonía del poder económico y geopolítico por sobre el derecho a la
vida? Pero aún así, no deja de sorprender el conformismo y la aceptación
-como si de un hecho irrebatible se tratara- de quienes permiten a un
círculo de superpotencias decidir la suerte de millones de seres
humanos.
Los principios y valores de nuestras comunidades
humanas ya desde hace tiempo dejaron de constituir un protocolo sujeto a
debate, revisiones y actualización. Se acepta como válido el principio
de la supremacía del poder, sin repararse en la falsedad de intenciones
de quienes lo detentan. De ahí surgen los nacionalismos extremos capaces
de dividir a los humanos por su condición y su origen, así como otras
desviaciones de la solidaridad y la empatía convertidas en actos de
dudosa caridad. Desde esas posiciones extremas se predica un
cristianismo a la medida de las ambiciones de los predicadores y una
sumisión inducida a la medida de los intereses económicos de los
gobiernos más poderosos y de las clases dominantes.
En una sociedad, los actos y pensamientos
enmarcados en la moral son otra cosa. Equivalen al respeto por los
demás, sus derechos y sus circunstancias. Reflejan algo más que una
simple actitud de tolerancia, construyendo sociedades capaces de generar
desarrollo y coincidencia en la búsqueda de objetivos. Propician el
bienestar con un énfasis marcado en las nuevas generaciones, las cuales
representan la mejor oportunidad de consolidación de valores en
cualquier comunidad humana. Este énfasis en el desarrollo de niñas,
niños y adolescentes no es un acto de generosidad sino una urgente
medida de supervivencia, toda vez que en ellos reside el futuro de las
naciones. Abandonarlos, por lo tanto, no solo es un crimen de lesa
humanidad; es el suicidio de una nación.
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