Alejandro Nadal
Una mañana de
junio de 1930 el presidente Herbert C. Hoover recibió en la Casa Blanca
al banquero Thomas Lamont, socio del banco J. P. Morgan. Lamont relató
poco después lo que sucedió en la entrevista:
Casi me arrodillé para rogarle al presidente que ejerciera su poder de veto contra la estúpida ley Hawley-Smoot. Esa norma contemplaba aumentar los aranceles de cientos de artículos importados por Estados Unidos a fin de proteger empresas y fuentes de empleo.
La ley había sido aprobada en mayo por ambas cámaras, pero Hoover
todavía podía vetarla y regresarla al Legislativo. Aunque el banquero
tenía toda la confianza del presidente, éste decidió firmar el decreto
dando plena vigencia a ese instrumento legal e incrementando los
aranceles de 890 artículos, desde bienes manufacturados hasta productos
agrícolas. De golpe se desató una feroz guerra comercial, justo cuando
el mundo se hundía en la Gran Depresión.
La ley Hawley-Smoot no provocó esa gran crisis, pero sí contribuyó a
hacerla más profunda y larga. La guerra comercial que ayudó a desatar
sirvió para que la depresión cruzara todas las fronteras. Y el mensaje
de proteccionismo tóxico acentuó los efectos de la crisis: entre 1929 y
1933, los flujos del comercio internacional se desplomaron de 5.3 a 1.8
mil millones de dólares (mmdd).
Es importante recordar este triste episodio a la luz de las
amenazadoras medidas recién adoptadas por Donald Trump. Los aranceles de
25 y 10 por ciento impuestos por la Casa Blanca a las importaciones de
acero y aluminio, respectivamente, serán contraproducentes por dos
razones importantes.
Primero, porque estas medidas desatarán una guerra comercial
generalizada cuando los países afectados apliquen medidas
compensatorias. La UE, por ejemplo, ha declarado que podría imponer
aranceles a las importaciones de motocicletas Harley Davidson, a los
jeans y hasta al whisky bourbon. Pero las guerras comerciales reducen el
crecimiento y la generación de empleos. No es lo que necesita la
economía global que sigue doliéndose de la gran crisis financiera de
2008.
Segundo, los efectos en cascada dentro de la economía estadounidense
afectarán en forma negativa a las empresas y trabajadores de las
industrias usuarias del acero y aluminio importados. Sectores como el
automotriz, el de electrodomésticos y el de la construcción serán
afectados por el incremento del costo de sus insumos. Y si los asesores
de Trump creen que estos aranceles conducirán a una expansión de la
industria de acero y aluminio, deberían pensar dos veces, pues construir
una nueva planta en esas industrias no se hace de la noche a la mañana.
Los aranceles no frenarán la declinación industrial en Estados Unidos.
La Casa Blanca afirma querer recuperar la grandeza de la
industria de acero y aluminio. Pero la historia demuestra que la
declinación de esas ramas de la producción en Estados Unidos se debe más
a sus propios errores que a otra cosa. En el caso del acero, después de
la segunda guerra, el dominio de la industria estadunidense era total, y
por esa razón se mantuvo fiel a la tecnología tradicional con hornos
tipo Bessemer. Pero desde los años 50 los europeos comenzaron a
experimentar con tecnologías más eficientes (inyección directa de
oxígeno) que pronto comenzaron a dominar en esa rama. Para los años 70,
los hornos de arco eléctrico también se habían difundido, mientras los
gigantes de la industria en Estados Unidos se mantenían aferrados a la
vieja y rígida tecnología. En conclusión, la falta de competitividad de
la industria acerera estadounidense se debe a su complacencia. Pero para
esa enfermedad, la medicina correcta no es una mayor dosis de
proteccionismo.
Los aranceles anunciados por Trump son una advertencia ominosa. Ya en
enero gravó las importaciones de lavadoras y paneles solares y las
nuevas medidas confirman su bravuconería en el ámbito de la rivalidad
comercial. Hoy las probabilidades de que Trump reviente las
negociaciones sobre el Tratado de Libre Comercio de América del Norte
(TLCAN) se han incrementado significativamente. Sus principales asesores
en materia comercial, comenzando con el secretario de Comercio, Will
Ross; el representante de Comercio, Robert Lightizer, y el presuntuoso e
ignorante asesor especial, Peter Navarro, han desplegado abiertamente
una postura antiTLCAN. Hoy ese instrumento entreguista del que tanto se
enorgullecen los tecnócratas neoliberales está pendiendo de un hilo.
Si algo nos enseña la historia económica es que las guerras
comerciales no sirven para cambiar el curso de las profundas
restructuraciones económicas que sufren las economías capitalistas. Esas
modificaciones tectónicas no se pueden revertir con aranceles o cuotas
de importaciones. Además, la historia revela que con frecuencia las
guerras comerciales han estado estrechamente vinculadas a rivalidades
por mantener una hegemonía monetaria. Es casi normal que por sus efectos
económicos negativos, los conflictos comerciales también terminen por
conducir a guerras armadas. El contexto actual mundial tiene todos esos
ingredientes de un coctel explosivo. La conflagración tendrá
repercusiones aterradoras.
Twitter: @anadaloficial
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