Raúl Zibechi
El gobierno de Michel
Temer entregó la seguridad de Río de Janeiro a las fuerzas armadas, el
pasado 16 de febrero. Desde los cuerpos policiales hasta los bomberos y
las cárceles, pasaron a ser gestionados por los militares. La excusa,
como siempre, es la violencia y el narcotráfico; que existen y son
enormemente peligrosos para la población.
Río es una de las ciudades más violentas del mundo. En 2017 hubo 6
mil 731 muertos y 16 tiroteos diarios con un saldo mínimo de dos
personas muertas en cada uno, casi siempre negros. De las 50 ciudades
más violentas del mundo, 19 son brasileñas y 43 latinoamericanas (goo.gl/CvnFQU).
En paralelo, Brasil está entre los 10 países más desiguales del mundo,
algunos de ellos también los más violentos, como Haití, Colombia,
Honduras, Panamá y México (goo.gl/XPKd7Y).
En el caso de Río de Janeiro, la actuación de los uniformados tiene
una característica especial: se focaliza en las favelas, o sea va en
contra de la población pobre, negra y joven. En las 750 favelas de Río
donde viven 1.5 de los 6 millones de habitantes de la ciudad. Los
militares se colocan en las salidas y fotografían a todas las personas,
les piden documentos y confirman su identidad. Nunca se había hecho este
tipo de control de forma tan masiva y tan específica.
No es la primera vez que los militares se encargan del orden público
en Brasil. En Río los militares intervinieron 11 veces en el año
anterior, en el contexto de las misiones Garantía de Ley y Orden (GLO),
una legislación que se aplicó en grandes actividades como las visitas el
Papa y el Mundial de Futbol. Desde 2008, en 14 ocasiones asumieron
funciones de policía. Sin embargo, ahora se trata de una ocupación
militar que abarca todo el estado.
Muchos analistas han enfatizado que la intervención está destinada al
fracaso, ya que las anteriores, aun siendo puntuales, no consiguieron
gran cosa. Agregan el fracaso de las Unidades de Policía Pacificadora
(UPP), que en su momento fueron glorificadas como la gran solución al
problema de la inseguridad, ya que se instalaban en las propias favelas,
como una policía de cercanía.
En paralelo, los analistas recuerdan que la guerra contra las drogas
en México es un fracaso estrepitoso, que por ahora se ha saldado con más
de 200 mil muertos y 30 mil desaparecidos, mientras el narcotráfico
está lejos de haber sido derrotado y se ha fortalecido.
Sin embargo, creo que habría que señalar que estas lecturas son
parciales, porque en realidad estas intervenciones son sumamente
exitosas para alcanzar los objetivos no confesables de las clases
dominantes y sus gobiernos: el control y exterminio de la población
potencialmente rebelde o no integrable. Esta es la razón que mueve a
militarizar países enteros en América Latina, sin tocar la desigualdad,
que es la causa de fondo de la violencia.
Pienso que hay cuatro razones que avalan la impresión de que estamos
ante intervenciones sumamente exitosas, en Brasil, pero también en
Centroamérica, México y Colombia, por poner los casos más evidentes.
La primera es que la militarización de la seguridad consigue
blindar al Estado como garante de los intereses del 1 por ciento más
rico, de las grandes multinacionales, de los aparatos estatales armados y
de los gobiernos. Cabe preguntarse porqué es necesario, en este periodo
de la historia, blindar a esos sectores. La respuesta: porque dos
terceras partes de la población está a la intemperie, sin derechos
sociales, a expensas de la acumulación por despojo/cuarta guerra
mundial.
El sistema no le da nada a las mayorías negras (51 por ciento en
Brasil), indígenas y mestizas. Sólo pobreza y pésimos servicios de
salud, educación y transporte. No les ofrece empleo digno ni
remuneraciones adecuadas, las empuja al subempleo y la mal llamada
informalidad. A largo plazo, una población que no recibe nada o casi
nada del sistema, está llamada a rebelarse. Por eso militarizan, tarea
que están cumpliendo exitosamente, por ahora.
La segunda es que la militarización a escala macro se complementa con
un control cada vez más refinado, que apela a las nuevas tecnologías
para vigilar desde cerca y desde adentro a las comunidades que considera
peligrosas. No puede ser casualidad que en todos los países son los más
pobres, o sea los que pueden desestabilizar al sistema, los que están
siendo controlados de modo más implacable.
Apenas un ejemplo. Cuando
donaronláminas para las viviendas en Chiapas, se cuidaron de pintarlas para que desde arriba pudieran identificar a las familias no zapatistas. Las políticas sociales que ensalzan los progresistas, forman parte de esos modos de control que en los hechos funcionan como métodos de contrasubversión.
La tercera cuestión es que el doble control, macro y micro, general y
singular, está atenazando a las sociedades en todo el mundo. En Europa
son multas o cárcel a quienes se salen del libreto. En América Latina es
muerte y desaparición para quienes se rebelan o, sencillamente, a los
que denuncian y se movilizan. Ya no se reprime sólo a los que se
levantan en armas, como en los años 60 y 70, sino a toda la población.
Esta mutación de los modos de control, aislando y sujetando a los que
pueden llegar a ser rebeldes, o no obedientes, es uno de los cambios
más notables que está aplicando el sistema en este periodo de caos, que
puede terminar con el capitalismo y la dominación del 1 por ciento.
La cuarta son preguntas. ¿Qué quiere decir gobernar cuando estamos
ante formas de control que sólo aceptan votar cada cuatro, cinco o seis
años? ¿Qué utilidad tiene poner todo el empeño político en las urnas si
hacen fraude y lo consolidan con los militares en la calle, como sucede
en Honduras? No digo que no haya que votar. Me pregunto para qué.
Se trata de seguir reflexionando nuestras estrategias. El Estado es
una hidra monstruosa al servicio del 1 por ciento. Eso no va a cambiar
si nosotros llegáramos al timón de mando, porque en el tope de la
pirámide seguirán los mismos, con todo el poder para desalojarnos cuando
lo estimen conveniente.
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