La Jornada
Los planes de la
oposición brasileña para destituir a la presidenta Dilma Rousseff de
forma definitiva de su cargo tuvieron ayer un nuevo avance, luego de que
una comisión del Senado aprobó someter a la mandataria –suspendida de
manera provisional desde mayo pasado– a un juicio de destitución
definitiva este mismo mes.
La luz verde de la comisión referida deberá ser refrendada por el
pleno de 81 senadores el próximo martes, en una sesión que será
presidida por el presidente del Supremo Tribunal Federal (STF), Ricardo
Lewandowski. De seguir el curso favorable al impeachment de
Rousseff, es posible que en las próximas semanas se ponga punto final a
más de una década de gobiernos del Partido de los Trabajadores, que
lograron una transformación social y económica de la nación
sudamericana, pero que fueron incapaces de frenar las fisuras, vendetas y
corruptelas ocurridas dentro del bloque político gobernante ni mucho
menos de contener los intereses regresivos de una clase
político-empresarial que durante los meses pasados ha mostrado su faceta
corrupta y antidemocrática.
Cabe reiterar, en ese sentido, que el proceso contra la presidenta
brasileña se ha caracterizado no sólo por la falta de todo sustento
jurídico para la remoción de la mandataria, sino también por la
defección del gobierno que encabeza Michel Temer –vicepresidente durante
los dos mandatos de Dilma Rousseff– de la plataforma política y
económica que 54 millones de brasileños eligieron en octubre de 2014.
La escalada de los grupos oligárquicos de Brasil, que intentan
desalojar de la presidencia al Partido de los Trabajadores, triunfador
en las urnas cuatro veces consecutivas, coincide con la inauguración de
los Juegos Olímpicos que se desarrollan en Río de Janeiro a partir de
hoy, los cuales han sido objeto de severos cuestionamientos en torno a
su pertinencia, utilidad y perspectivas de éxito, como parte del
enrarecido clima político y social brasileño.
No deja de ser siginificativo el contraste entre el ambiente
que se vive hoy en territorio brasileño y el que existía hace casi siete
años, cuando Río de Janeiro fue designada como sede olímpica. En ese
entonces los buenos resultados sociales y económicos de los gobiernos de
Lula Da Silva perfilaban una continuidad en la persona de Dilma
Rousseff; en ese contexto, la elección de Brasil para albergar una Copa
Mundial de Futbol y unos Juegos Olímpicos parecía un espaldarazo
internacional a su proyecto político.
En forma inexorable, la debacle del Partido de los Trabajadores ha
mermado también el entusiasmo de la población ante los actos deportivos
que se inician hoy, y los medios dedicados a presentar a los integrantes
de la formación izquierdista como intrínsecamente corruptos se han
enfocado también en las falencias organizativas de los juegos.
La circunstancia actual plantea un duro reto para Brasil y su
población, pero también abre la oportunidad de que ese país restañe el
actual deterioro político y social y elimine sus ribetes
desestabilizadores. Para ello, en el terreno político e institucional,
la restitución de la presidenta y del orden legal y democrático se
presenta como una condición necesaria y urgente.
Cabe esperar, por otro lado, que los Juegos Olímpicos de Río de
Janeiro sean por demás exitosos y estén a la altura de la máxima
potencia económica, política y militar de Latinoamérica.
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