Luis Linares Zapata
La Jornada
Dos eventos podrán
ocurrir en la contienda por las nominaciones partidarias en Estados
Unidos. Primero, que Donald Trump obtendrá en Indiana los suficientes
delegados para amarrar después su nominación por el Partido Republicano.
Segundo, que ninguno de los dos candidatos demócratas llegará al número
señalado para evitar una convención abierta a rondas de votaciones; es
decir, quedará sujeta a un rejuego distinto a lo que, hasta ahora,
normaran las primarias y caucuses. Esta situación anuncia una
pelea distinta entre demócratas, inesperada por los dirigentes. Estas
dos premisas no auguran tampoco que Bernie Sanders quede eliminado como
difunde gran parte del entorno de poder. Su destino, sin embargo,
enfrenta condicionantes duras de cumplir si desea continuar y
prevalecer. Por lo que toca a los restantes republicanos (Cruz y
Kasich), sus chances de ir a una final abierta, tal como buscan
afanosamente, son nulos. Por tanto, mucho apunta, de darse el escenario
planteado, a que la señora Clinton y el señor Trump podrán ser los que,
al frente de sus respectivos partidos, se enfrenten por la presidencia
estadunidense.
Los dirigentes republicanos, ante la inminencia del triunfo de Trump,
hacen ya el esfuerzo por moderar la figura de su seguro candidato.
Intentan refinarlo (si no es que cambiarlo) en varios de sus crudos,
rasposos, controvertidos y poco atrayentes pronunciamientos. Cuánto de
ello podrán lograr está por verse en las semanas próximas. La duda que
embarga a este tozudo círculo de jefes no ha cesado de carcomer a buena
parte de ellos. Piensan que el magnate no tiene las características para
convertirse en candidato ganador. Pero de idéntica forma presentían y
hasta auguraban, desde el inicio de las primarias, que el negociante
quedaría descartado de inmediato. Trump, contra todo pronóstico, ha ido
salvando cuanto obstáculo se le ha puesto enfrente. Esto no quiere decir
que ha mejorado sus capacidades para ganar la contienda por la
presidencia (según el promedio de encuestas sería derrotado por Hillary y
también por Sanders. Pero una reciente ya lo coloca sobre Hillary).
La señora Clinton, por su parte, tampoco la tiene fácil y menos aún
halagüeña. El desmesurado apoyo cupular que acumuló (endorsos y dinero)
desde antes del inicio de la competencia lleva atado un costo mayúsculo:
ser un producto acabado del sistema imperante. Esta es, hoy por hoy,
una característica peligrosa, dado el enorme descontento que embarga a
las mayorías de ese país respecto de sus dirigentes políticos.
Desencanto rayano en franca oposición y rebeldía con el mismo estado de
cosas. Esa mayoría, desencantada, angustiada y rijosa, no apoyaría el
perfil que ella proyecta: uno que encaja a la perfección en el patrón de
los habituales de Washington. Ella es, qué duda, una mujer política
hecha a la usanza conocida y, por ahora, rechazada con encendida pasión
por crecientes grupos de ciudadanos. Un personaje formado dentro del
núcleo decisorio norteamericano. El reciente ataque
desencadenado por Trump incide en puntos neurálgicos de su trayectoria,
imagen y modo de comportamiento. Le pega, inclusive, en su misma
honestidad y dependencia de los grandes intereses dominantes: Wall
Street, energía, aseguradoras, etcétera. Trump anuncia sus ataques
futuros con inusitada crudeza. Hillary no resistirá, alega, porque le
faltará fuerza para salir avante, cuando deba enfrentar las enormes
presiones de ser la comandante del ejército y otras linduras.
Clinton requiere una audiencia bastante más amplia que la que
le ha permitido obtener mayor número de votantes (muchos de ellos
negros) y delegados comprometidos. Su eventual triunfo primario la
obliga a buscar la manera de atraer el multitudinario movimiento formado
alrededor de Sanders. Para empezar, ha hecho suyas las propuestas
básicas del senador por Vermont. El formidable ejército de jóvenes que a
este personaje sui generis respaldan no será fácil de ser
convencido por Clinton. La razón es simple: la mayoría de esos jóvenes
no son demócratas de carnet, sino independientes (40 por ciento del
electorado) que no tienen filiación partidista. Ellos buscan, con
entusiasmo digno de reconocer, un cambio que les abra horizontes reales
de convivencia y no simples ajustes a programas gubernativos.
El senador Sanders no la ve perdida para su búsqueda de ser nominado.
Arguye que tiene dos grandes argumentos en su favor. Primero, el
impulso ( momentum lo llama) que le hace ir cerrando la
distancia con Clinton. Una distancia que hoy es de 10 por ciento en
número de delegados. Y, segundo, la solicitud para que los
superdelegados voten como sus respectivos estados lo hicieron. Según
cálculos del Washington Post, con obtener 58 por ciento de
delegados en juego será suficiente para culminar su promesa. Si tales
supuestos se materializan en su favor en las primarias restantes –asunto
peliagudo–, Sanders asegura que podrá convencer a un mayor número de
superdelegados que votarán en la venidera convención abierta de
Philadelphia.
Mientras el escenario electivo se clarifica un tanto más, lo cierto
es que el ánimo insuflado a la juventud estadunidense por las posturas
de Sanders prefigura un futuro cambio de paradigmas y rituales bastante
alejados de los integrados al sistema dominante actual. La acendrada
desigualdad permanece en el fondo del descontento y los efectos nocivos
que causa en la democracia y el ejercicio del poder son notorios.
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