Carolina Escobar Sarti
¿Quién no quiere enterrar a sus muertos? En Guatemala, la gente vela a sus muertos, les pone una luz para alumbrar el camino que sigue, les canta, los llora, les reza junto a los familiares y amigos más cercanos para darle paz a su viaje, les pone flores y los viste y adorna con sus mejores galas. Después los deja ir. En todas las culturas, los ritos y rituales mortuorios son parte de los que vamos practicando a lo largo de la vida, y nos permiten celebrar nuestros mitos. Están cargados de símbolos que le dan sentido y significado a nuestra existencia, y en realidad, son para los vivos, no para los muertos, que ya no sienten nada.Los deudos quieren asegurarse de que el cuerpo que yace frente a ellos está muerto, para que en las madrugadas no los despierten la incertidumbre y el rostro conocido preguntando “¿y si estuviera vivo?”. Pienso entonces en esa parte de nuestra historia que nos dejó 45 mil desaparecidos durante la guerra de 36 años, pienso en desapariciones como la de los 43 estudiantes de Ayotzinapa o la de Cristina Siekavizza. Pienso en los poderes que aún hoy quieren impedir que se haga justicia y en todas esas familias sin plena paz por no haber podido despedir y enterrar a los suyos, porque no saben dónde están. Imagino la zozobra de madres, abuelos, padres, abuelas, hermanos, tías, hijos e hijas que habrían querido saber la verdad y enterrar a sus muertos como se debe. Si la muerte duele una vez, la desaparición duele tres: una por la ausencia, otra por no haber podido vivir el instante de la despedida, y una más por la impotencia que se siente contra los poderes fácticos que impiden llegar a la verdad y la justicia.
Desaparecer quiere decir esconder algo, ocultarlo, encubrirlo, quitarlo de la vista de otros rápidamente. Pero también significa dejar de existir, de ser o de estar. Exactamente eso sucedió con muchas personas desaparecidas en Guatemala. En muchos casos, no solo desaparecieron sus cuerpos, sino hasta sus partidas de nacimiento y sus documentos de identificación. Fueron borradas de la faz de la tierra para que no existieran más que en la memoria de sus deudos. Y encima quieren borrar la posibilidad de justicia. Demasiada locura. A eso le llamo yo re-desaparición. Y no se explica una cómo pueden sentirse ganadores aquellos que lo mejor que supieron hacer fue torturar, violar, asesinar y desaparecer a otros seres humanos.
Es el caso de Alejandra Sánchez, Juana Osorio, Emil Bustamante y miles más. Es el caso de Marco Antonio Molina Theissen, un niño que en 1981 tenía 14 años (ver La niñez que no fue/PL/14/01/16). Por este caso están ligados a proceso cuatro militares de alto rango en 1981: Manuel Antonio Callejas y Callejas, Francisco Luis Gordillo, Ediberto Letona Linares y Hugo Ramiro Zaldaña. Recientemente, sus abogados solicitaron que les favorecieran con la Amnistía, figura contenida en la Ley de Reconciliación Nacional. No solo podrían ser los responsables de desaparecer a este niño, si así lo sentencia la justicia, sino que además intentan robarnos la memoria, porque amnistía es olvido. El juzgado que conoce del caso negó la petición, porque la misma ley “prohíbe en su artículo 8 amnistiar a responsables de desaparición forzada, tortura o genocidio”. Son delitos que no prescriben en el tiempo. Seguro recurrirán a otras tácticas dilatorias, como el famoso amparismo que tanto daño le ha hecho al sistema de justicia en el país, pero ese es otro tema.
Justicia y venganza no son lo mismo. La venganza sería hacer lo mismo que les hicieron; la justicia es poner a disposición de la ley una petición expresa. La justicia es una señora de ojos vendados, con una balanza en la mano y una espada en la otra, lo cual quiere decir que la ley debe ser aplicada para todos por igual.
cescobarsarti@gmail.com
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