Eric Nepomuceno
La Jornada
En vísperas de la
deposición –por ahora temporaria, por un plazo de hasta 180 días, pero
con puros aires de definitiva– de la presidenta Dilma Rousseff, Brasil
vive tiempos de puro vértigo.
El golpe institucional más previsible, por las condiciones ofrecidas, está a punto de consumarse.
La presidenta Dilma Rousseff lo sabe, lo sabe el ex presidente Lula
da Silva, lo saben la eufórica oposición y los falsos aliados que se
revelaron traidores: gracias a una maniobra tan turbia como evidente,
los que no lograron votos lograrán el gobierno y el poder.
La principal figura política del país, Lula da Silva, lo admite en conversaciones con sus interlocutores más cercanos.
En unos días más, miércoles o jueves, quizá viernes, Michel Temer, el
vicepresidente traidor, será sacramentado presidente. El golpe
institucional que tuvo como adalid el presidente de la Cámara de
Diputados, Eduardo Cunha, triunfará.
Curiosamente, el mismo Cunha fue apartado de su escaño legislativo y
de la presidencia de la cámara el pasado jueves. Aceptando una denuncia
del procurador general de la Unión, el Supremo Tribunal Federal lo
ale-jó del campo de juego.
Difícil es entender las razones de tanta demora: la denuncia fue elevada a la Corte Suprema en diciembre.
La impresión inevitable es que Cunha se mantuvo en el comando de la Cámara de Diputados mientras ha sido útil para el
golpe blanco. Y que consumada la conspirata, se hizo desechable.
Así es que el país más poblado de América Latina, una de las 10
mayores economías del mundo, un ejemplo clarísimo de las contradicciones
sociales de nuestras comarcas, tumba a una presidenta elegida por 54
millones 500 mil electores y asiste a la asunción de un buscavidas que
jamás logró 200 mil votos como diputado nacional.
Una mujer contra la cual no hay una sola y solitaria investigación
cederá el puesto a un viejo zorro de la política más rastrera, que
controla los almacenes del puerto de Santos, el principal del país, y
que está involucrado en un sinfín de denuncias de corrupción. La
Constitución brasileña es clarísima en lo que se refiere a las razones
para destituir a un presidente. Ninguna –ninguna– de ellas ha sido
comprobada contra Dilma Rousseff.
Que es una presidenta impopular, que su gobierno es un desastre, que
frustró a su electorado, de acuerdo. Pero ¿dónde en la ley mayor se dice
que esas son razones para contrariar una decisión soberana del
electorado?
De todas formas, y a menos que ocurra un milagro de última hora, en
esas horas en que hasta las niñas bonitas de Oaxaca desaparecen, lo que
hay de concreto es que a Dilma Rousseff la tumban en pocos días más.
¿Qué pasará en Brasil, uno de los países más importantes del grupo llamado de
emergentes, la mayor población y la más fuerte economía de América Latina, una de las ocho o nueve mayores economías del mundo? Imposible saber.
Asumirá un gobierno ilegítimo, que enfrentará la durísima resistencia
del PT, el partido de Lula da Silva, de los movimientos populares, de
las principales centrales sindicales del país, de los movimientos
estudiantiles.
Ayer, sábado, se comentaba en Brasil que Dilma Rousseff, primera
mujer en llegar a la presidencia, decidió que bajaría, tan pronto sea
informada oficialmente de la decisión del Senado –un juicio que es una
clara, clarísima farsa– por la misma y solemne rampa que subió, paso a
paso, para asumir la Presidencia.
Será un homenaje a lo que le falta a los golpistas: un homenaje a la dignidad.
Hasta la noche de ayer, se pensaba en Dilma bajando la rampa
acompañada por los últimos ministros que fueron leales. Entre ella y los
ministros, sus compañeras de celda, en tiempos de la dictadura. Sus
compañeras de torturas y vejaciones abominables. Sus compañeras de sueño
y esperanza.
Abajo, en la calle, la estarán esperando dirigentes de movimientos
sociales, de sindicatos, grupos de intelectuales, artistas. Gente con
capacidad de sueño. Y, claro, Lula da Silva. A ver si se confirma.
Mientras, la principal figura del escenario político brasileño, el mismo Lula da Silva, trata de trazar su futuro.
Si hoy mismo hubiera una elección presidencial en Brasil, Lula sería
el favorito. En cualquier proyección de los institutos dedicados a esa
clase de encuestas, él aparece, nítido, con una fuerza que contradice el
escenario.
Pero él, sus asesores, sus amigos e interlocutores, sus estrategas,
saben muy bien que todo, absolutamente todo, lo que pasa en Brasil tiene
un único y exclusivo fin: impedir que él vuelva en las presidenciales
de 2018.
Toda y cualquier jugarreta legal será válida, toda y cualquier
maniobra en la Corte Suprema también. A partir de ahora, cualquier paso
será un paso que puede ser decisivo. El hombre que desafió un sistema de
seculares desigualdades no podrá quedar impune. La desastrada sucesora,
tampoco.
A ver qué pasa. Lo único que hoy por hoy se sabe es que Lula está
dispuesto. La amenaza de una investigación por corrupción, elevada a
última hora por la procuraduría general de la Unión es nada más que una
piedra, otra más, que sembrarán en su ya muy sembrado camino.
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