José Steinsleger
En diciembre,
rejuntando la mitad más uno de los votos, Mauricio Macri soltó millares
de globos amarillos para celebrar lo impensable: su inesperado triunfo
electoral sobre el peronismo. Exultante, el nuevo presidente exclamó:
“¡Llegó la ‘revolución de la alegría!” Y para diferenciarse de las
cumbias populistas de Cristina Fernández se puso a bailar rock
con su esposa, Julia Awada, dueña de talleres textiles que emplean mano
de obra esclava de los países limítrofes.
Menos de cinco meses después, Cristina Fernández se proyecta como
lideresa indiscutible de la oposición. Macri tiene 60 por ciento del
país en contra, y hasta la bandera nacional lo regaña por decir tonterías.
Trillado lugar común: las cuitas de la política argentina ofrecen
serios problemas de inteligibilidad. Pero convengamos que ignorarlas o
negarlas conlleva la potencialización exponencial de tal dificultad. Así
fue después de que cayó Perón (1955), o cuando los militares
reprimieron parejo al peronismo y acabaron declarándole la guerra a los
ingleses (1976-83), y cuando ni Macri pudo creer la derrota del
kichnerismo en las urnas.
A finales de 2011, Cristina Fernández fue electa por segunda ocasión
con 54.1 por ciento de votos, incluyendo los de la facción conservadora
del Partido Justicialista (20.5), que en diciembre pasado votó por
Macri. Con todo, el candidato del Frente para la Victoria (FpV, Daniel
Scioli) perdió las elecciones con menos de 3 por ciento de la votación
(48.6).
En los primeros días de gestión, los responsables financieros de
Macri (todos, agentes de Wall Street) reconocieron que la economía del
país andaba lejos de la crisis terminal que los medios hegemónicos inyectaron en el frágil cacumen de las clases medias. Sobre todo, el hipócrita tema de la corrupción,
eufemismo que da tanto para perseguir ladrones de gallinas como para
poner democráticamente a saqueadores de países en el poder.
Presionado en el frente externo por los fondos buitres y en el interno por los que anhelan
meter en la cárcela Cristina Fernández, el macrismo desaprovechó el capital de gobernabilidad y relativa estabilidad social de 12 años de kirchnerismo. Si usted revisa las primeras planas de Clarín y La Nación desde que asumió Macri, verá que todo el discurso continúa centrándose en la
pesada herencia recibida, en la
corrupción del gobierno anteriory en la búsqueda de
bóvedasrepletas de dólares que los Kirchner habrían escondido en las cuevas patagónicas.
Con Macri, Argentina volvió al mundo real: sometimiento incondicional a los fondos buitres
(consentido por diputados y senadores que se bajaron del kirchnerismo);
45 por ciento de devaluación; aumentos de 300 a 500 por ciento a los
servicios básicos; reprivatización de empresas públicas; ruina de la
pequeña y mediana empresas; quita de subsidios a los más desamparados;
corte de manga a jubilados, docentes y médicos; 170 mil despedidos, y
millón y medio de nuevos pobres.
Así, en vísperas del primero de mayo, los aliados de Macri en la
Confederación General del Trabajo (CGT) rompieron lanzas y convocaron a
un gran acto de masas contra la depredadora
revolución de la alegría. Como si las palabras de Cristina Fernández el pasado 13 de abril (en otro acto masivo que el torpe gobierno macrista le sirvió en bandeja) hubieran llegado a millones de oídos atentos. “Sólo hay que preguntarse –dijo– lo siguiente: ¿están mejor o peor que antes?”
Sin levantar banderas partidarias, al acto de la CGT concurrieron 350
mil trabajadores y el arco opositor completo: peronistas con K o sin K,
sindicalistas aburguesados y combativos, políticos cuestionados y
líderes consecuentes, cooperativistas y movimientos sociales, izquierdas
jóvenes, de mediana edad y veteranas.
Las demandas giraron en torno a cinco puntos: emergencia ocupacional,
impuesto a las ganancias, asignaciones familiares, 82 por ciento (de
jubilación) móvil, derecho a huelga sin aplicaciones del protocolo de
seguridad y no intromisión del gobierno en la vida sindical. Hugo Yasky
(de la Central de Trabajadores Argentinos, CTA) manifestó:
No queremos volver a ver en las escuelas a pibes pidiendo un plato de comida, no queremos volver a ver a compañeros revolviendo un tacho de basura.
Prestemos atención, entonces, a los frentes sociales que empiezan a
multiplicarse geométricamente en Argentina. ¿Terminará Macri como
Fernando de la Rúa en 2001, declarando el
estado de sitio, reprimiendo con bala en la histórica Plaza de Mayo y huyendo en helicóptero de la Casa Rosada?
Simbolismos a tomar en cuenta: la demostración de fuerza de la CGT (2
millones 500 mil afiliados; dividida, pero en proceso de reunificación)
y las dos CTA (kirchnerista y autónoma, un millón 400 mil) se
concentraron en torno del hermoso monumento Canto al Trabajo, cuyas
figuras de bronce arrastran una piedra gigantesca traída de Suipacha,
Bolivia, donde en 1810 se libró la primera batalla victoriosa de los
ejércitos argentinos en las guerras de independencia.
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