CAROLINA ESCOBAR SARTI
¿Luego de las manifestaciones hemos ganado justicia? No. ¿Asistimos a la renuncia de un presidente desgastado e ilegítimo que en cualquier otro lugar del planeta ya estaría tras las rejas? No. ¿Se lograron reformas de fondo a la Ley Electoral y de Partidos Políticos? No. ¿Tenemos un Tribunal Supremos Electoral más fortalecido? No. ¿En las papeletas electorales estarán los candidatos a presidente y los diputados señalados de corrupción? Sí. De seguir así, ¿con nuestro voto sostendremos el mismo orden corrupto e ilegítimo que nos hizo salir a las calles llenos de indignación? Sí.
Quizás ganamos futuro, quizás nos desahogamos y hasta ganamos juventud, músculo social, relación ciudadana y calle, pero hay un sabor a amarga frustración que ya comienza a sentirse en diversos espacios. Luego de 16 semanas manifestando, la ciudadanía que quiere cambios de fondo (porque hay que reconocer que no toda está interesada en ello por distintos motivos), no ve resultados concretos ni opciones legítimas que le permitan elegir, no solo votar. Al menos no dentro de las opciones punteras. El sentir es que todo se ha movido, pero pocas cosas sustantivas han cambiado en los ámbitos de la ley y la justicia. Los imaginarios sociales no cambian de un día a otro, eso lo sabemos, pero hay hechos concretos que cimientan estos procesos de resignificación social profunda y autoestima ciudadana. De esos no hemos visto nada.
Quisiéramos votar por opción y no por exclusión. Eso nos confunde. Querríamos votar nulo o votar por el menos peor, pero yo soy de las que insiste en que en estas condiciones no debería haber elecciones. Eso nos confunde. Querríamos una fiesta cívica o el ejercicio pleno de una ciudadanía democrática y representativa, pero estas elecciones son la gran farsa consensuada de la cual no queremos formar parte. Eso nos confunde. Hay quienes no votaremos en estas condiciones, porque no queremos ser cómplices voluntarios de esta proeza antidemocrática “made in Guatemala”. Es un país enfermo del Síndrome de Estocolmo: una y otra vez vuelve a creer en sus secuestradores.
Nos asiste el derecho a la confusión, en medio de circunstancias tan complejas y tiempos tan reducidos. Estamos a menos de un mes de elecciones y creo que los únicos que en realidad tienen ganas de votar son los familiares y los financistas de los candidatos. Hay alguna gente capaz y honesta dentro de las propuestas electorales, pero está tan lejos de ganar, que dejamos de verla. Me he preguntado por qué no levantar el perfil de gente con una trayectoria más limpia que muchos otros, pero resulta que los financistas tampoco les han apostado porque le dan dinero a quienes defenderán sus intereses. ¿Este es el sistema que queremos sostener con nuestro voto? ¿Y si votamos nulo? No elegimos a nadie, es cierto, pero seguimos diciéndole sí a este remedo de democracia. Claro que no votar puede darle el voto a quien no queremos, pero ¿no es cierto que hay partidos que se inscribieron recientemente, presentando 12 mil firmas falsas? Unos lo hacen antes, otros después. Y todos nos hacemos de la vista gorda.
Tenemos derecho a la confusión. Robert Dahl dice que un “gobierno democrático se caracteriza fundamentalmente por su continua aptitud para responder a las preferencias de sus ciudadanos, sin establecer diferencias políticas entre ellos”. Hipotéticamente, concebimos entonces a la democracia como ese límite extremo que queremos alcanzar. Entre más lejos estamos de ese estado deseable, mejor sabremos qué Estado somos.
¿Cómo no estar confundidos en medio de este laberinto jurídico y político que nos tiene gastando los zapatos, las ideas y el corazón, sin ver resultados concretos que la misma ley y la misma lógica definirían distintos a los que hoy tenemos?
cescobarsarti@gmail.com
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