Por: Atilio Borón
En el Clarín de
este Domingo hay una pequeña nota de Gustavo Sierra con el título de
“Las maras desangran El Salvador”. (23 Agosto 2015, p. 32) En ella se
habla de la ola de violencia que sacude a ese país centroamericano:
según el autor en tres días “murieron 125 personas en los
enfrentamientos entre los pandilleros y con la policía o el ejército.”
La nota abunda en otros detalles: la fenomenal tasa de homicidios en El
Salvador actual: 90 por cada 100.000 habitantes. A efectos comparativos
digamos que según las cifras producidas por la Oficina de las Naciones
Unidas contra la Droga y el Delito para el año 2012 la tasa para
Estados Unidos era de 4.8; 5.5 para Argentina; Brasil 21.8 y Honduras
66.5. En ese mismo año, la tasa para El Salvador era de 41.2, siempre
sobre 100.000 habitantes. Es decir que una tasa ya de por sí muy
elevada más que se duplicó en menos de tres años y, especialmente, en
los últimos meses.
Obviamente que hay muchos factores que explican este desgraciado
resultado y no es este el momento de examinarlos aquí. De hecho, en la
nota de Sierra se mencionan algunos de ellos pero se omite el que, en
la violenta irrupción de estos días, es sin duda el más importante: la
decisión del gobierno de Estados Unidos de liberar a cientos,
probablemente miles, de “mareros” que estaban recluidos en diversas
cárceles de ese país y enviarlos directamente a El Salvador. Esto ya de
por sí no es precisamente un gesto amistoso para con el país al cual se
le remite tan nefasto contingente, pero es mucho más grave si
previamente se “limpia” el prontuario de esos delincuentes de forma tal
de imposibilitar que se pueda impedir legalmente su ingreso a El
Salvador. Con sus antecedentes delictivos convenientemente purgados
nada puede detenerlos, y los malhechores se convierten en gentes que
regresan a su país de origen sin tener ninguna cuenta pendiente con la
justicia. Una canallada, ni más ni menos.
¿Cómo interpretar esta criminal decisión? Va de suyo que esto no
pudo haber sido una súbita ocurrencia de las autoridades carcelarias
norteamericanas que un día decidieron soltar a casi todos los
“mareros”. Una política de tamaña trascendencia se adopta en otro
nivel: el Departamento de Estado, el Consejo Nacional de Seguridad o la
propia Casa Blanca. El objetivo: generar una ola de violencia para
sembrar el caos y provocar el malestar social que desestabilice al
gobierno del presidente Salvador Sánchez Cerén, del Frente Farabundo
Martín de Liberación Nacional, en línea con la prioridad estadounidense
de “ordenar” lo antes posible el díscolo patio trasero latinoamericano
sacándose de encima a gobiernos indeseables. Por eso un gesto tan
inmoral y delincuencial como ese, que se ha cobrado tantas vidas en El
Salvador y que seguramente se cobrará muchas más en los próximos días.
Indiferente ante las consecuencias de sus actos, Washington prosigue
impertérrito dando lecciones de derechos humanos y democracia al resto
del mundo mientras aplica, sin pausa, las tácticas del “golpe blando”
en contra de quienes tengan la osadía de pretender gobernar con
patriotismo y en beneficio de las grandes mayorías populares. El
autoproclamado “destino manifiesto” de Estados Unidos es exportar la
democracia y los derechos humanos a los cuatro rincones del planeta. Lo
que hace, en realidad, es exportar criminales.
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