La Jornada
Tras
el inicio de la normalización de relaciones entre Estados Unidos y
Cuba, muchos se imaginan que el futuro inmediato de la isla es una
privatización en masa de fábricas, servicios, escuelas y hospitales y
panoramas urbanos repletos de McDonalds, mafiosos, anuncios luminosos,
vehículos de lujo y mendigos. Piensan que la reapertura de la embajada
estadunidense en La Habana es el preludio de la instauración de una
tiranía del mercado y que la isla se dirige a repetir lo que ocurrió en
Rusia, China, Vietnam o Polonia: la claudicación –esta vez honorable–
al propósito de construir una economía y una institucionalidad al
servicio de la sociedad y no de los capitales.
Tal perspectiva está construida sobre un razonamiento falso: que el
acuerdo para el deshielo entre ambos países incluye la vuelta sin más
de Cuba a la economía regida por el mercado, a la democracia
representativa al estilo occidental y un acatamiento de las fórmulas
neoliberales del llamado consenso de Washington. Pero no: ni la Casa
Blanca pudo imponer tales condiciones para el restablecimiento de
relaciones ni el gobierno cubano pretendió exigir a cambio de la
reapertura de embajadas que la administración de Obama expropiara la
banca privada. El proceso de normalización es lo que es: una
negociación complicada y barroca para superar la animadversión de más
de cinco décadas entre ambos países.
Ciertamente, la hostilidad histórica de Estados Unidos hacia el
régimen cubano y sus expresiones prácticas (desde los intentos de
invasión y los atentados terroristas auspiciados por Washington hasta
el férreo embargo económico) han modelado en buena medida la vida
interna de la isla y en ésta habrá de reflejarse cualquier variación
significativa de la política anticubana de los estamentos del poder
estadunidense. Pero la transformación en la que está empeñada la nación
caribeña viene de mucho antes de que Obama decidiera imprimir un giro
en la actitud de la Casa Blanca hacia Cuba y avanza por sus propios
ejes.
El punto principal de esa transición es que la economía planificada
se ha mostrado, al menos en la circunstancia actual del mundo,
inviable. La idea de suprimir el mercado por decreto y de que el Estado
sería capaz de operar por sí mismo la producción y la distribución de
las mercancías y de establecer patrones para su consumo se reveló como
una quimera desastrosa desde hace 25 años, con el derrumbe del bloque
del este. Cuba no sólo se quedó sin aliados políticos y estratégicos y
sin sus más importantes socios industriales y comerciales, sino también
sin paradigma económico para sustentar su proyecto político y social.
Desde entonces La Habana ha estado empeñada en la búsqueda de una
reformulación que permita preservar los legados más importantes de la
revolución, que son la soberanía, las conquistas sociales y la
consolidación entre la población de una ética colectiva que se mantiene
en pie y que es mucho más sólida que los procesos de lumpenización
heredados del periodo especial, que la corrupción en algunos ámbitos de
la administración pública y que el florecimiento del individualismo en
ciertos sectores dedicados a negocios de oportunidad. El producto de
más de seis décadas de educación socialista no va a derrumbarse porque
una bandera estadunidense haya sido izada en un edificio de La Habana.
Un
contraejemplo de la perdurabilidad de tal legado es el hondo daño moral
causado en México por los gobiernos neoliberales (de Salinas a Peña
Nieto), los cuales, en 30 años de predicar y practicar el pragmatismo
extremo, el egoísmo y el desprecio por el bienestar colectivo, han
conseguido el acanallamiento de muchos estamentos sociales que son, a
estas alturas, una suerte de base social para la persistencia de la
corrupción y el saqueo sistematizado de los bienes nacionales. Las
dificultades para remontar aquí esa impronta ideológica –a pesar de los
gigantescos agravios causados a la sociedad por el ejercicio
gubernamental orientado por ella– dan una idea de lo arduo que sería la
demolición, en Cuba, de los valores colectivos y solidarios que
constituyen el impedimento insalvable para cualquier intento de
implantación de un neoliberalismo salvaje e incluso de una restauración
capitalista a secas.
La normalización de los vínculos bilaterales está en marcha y aún le
queda por delante un tramo muy largo. Es razonable suponer que incidirá
en un alivio paulatino a las penurias que la isla padece desde siempre
por culpa del bloqueo estadunidense, pero no hay razón para suponer que
genere bruscos cambios internos. La dirección y el ritmo de la
evolución institucional y económica del país está en manos de los
cubanos, y eso hasta el propio John Kerry lo reconoce.
Twitter: @Navegaciones
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