Los indocumentados que cabalgan en el lomo de La Bestia
no son propiamente migrantes económicos que salen en busca de mejores
oportunidades. Tampoco se les puede calificar propiamente de
desplazados, porque ese término suele utilizarse para quienes abandonan
su lugar de origen por la violencia y buscan un lugar donde vivir en el
propio país. Tampoco son refugiados, aunque muchos podrían ser
solicitantes de refugio. Es difícil catalogarlos, porque en parte son
migrantes económicos, también son literalmente desplazados y podrían
solicitar refugio.
Los que se suben a La Bestia no tienen recursos, viven a
salto de mata, duermen a la intemperie, piden limosna o trabajan sólo
unos días para luego retomar el camino; se refugian en las casas de
migrantes para comer, bañarse y cambiar unos tenis destrozados; muchas
veces no saben a qué lugar se dirigen, sólo saben que van al norte.
Tampoco tienen mayor capital social, quizá algún contacto, un número de
teléfono, un amigo o pariente que los pueda apoyar.Son migrantes desarraigados, que perdieron los anclajes esenciales que los fijaban en su lugar de origen. Son campesinos sin tierra o con tierra sin valor, que perdieron lo esencial: la relación con la tierra, el arraigo al terruño. Son indígenas que ya no le encuentran sentido a la comunidad, a la propiedad comunal, al tequio, los cargos, obligaciones y eternos rituales. Son pobladores de grandes o pequeñas ciudades donde no se sienten seguros, donde la noche y la oscuridad son un riesgo, donde el miedo campea desde el amanecer y la angustia por encontrar o perder el trabajo es una constante.
Son migrantes para quienes la Patria ya no tiene sentido, sólo les aportó sinsabores, educación deficiente, servicios de salud limitados y trabajos precarios. Son migrantes donde la matria, el terruño, ya no acoge ni protege. Donde el rescoldo del hogar se ha apagado.
Obviamente, no son todos los migrantes. Pero hay un nuevo tipo de migrante que escapa a una caracterización, que es necesario definirla para poder entenderla y explicarla. Son migrantes que dejan todo, porque en realidad no tienen nada. Nada que perder. Quizá algo que ganar.
Es el caso de los migrantes mexicanos de fines del siglo XIX a quienes se llamaba trabajadores
cobija al hombro, que deambulaban por los caminos cargando sus pocas pertenencias. Personas desarraigadas a las que perseguían las leyes en contra de la vagancia. Eran trashumantes que trabajaban unas semanas o meses y luego enfilaban a otros rumbos. Eran temporaleros que iban de cosecha en cosecha.
En Estados Unidos les llamaban hobos, hombres que trabajaban para vivir, para cubrir el mínimo de la subsistencia inmediata y no vivían para trabajar. En Chicago habían conquistado un espacio donde podían acampar y recluirse después de sus viajes y correrías. Muchos de ellos compartían con los mexicanos los mismos trabajos pesados de mantenimiento de las vías de ferrocarril y el cultivo del betabel, pero no se mezclaban ni socializaban con nadie, sólo entre ellos. Como si fuera una cofradía de desarraigados de diferentes naciones, distintos orígenes, pero que habían optado por un estilo de vida en los márgenes del sistema, en las orillas de las ciudades. Los hobos se multiplicaron después de la guerra civil y luego durante la gran recesión.
Son los boat people de
Myanmar (antes Birmania) y Bangladesh que estos días navegan en el mar
de Andamán en barcazas hacinadas de gente y a quienes en Malasia,
Indonesia o Tailanda les niegan la entrada, el refugio. Se lanzan a la
mar, huyendo de la miseria y la violencia; una combinación letal que es
capaz de avivar la osadía de asumir riesgos y peligros extremos, donde
la posibilidad de morir es mejor alternativa que la de quedarse.
Son también, en cierto modo, los balseros cubanos, que dejaban todo para subirse a unas llantas mal parchadas con la esperanza de cruzar el estrecho de la Florida y llegar al ansiado
Son los miles de migrantes africanos que se aferran a la esperanza de llegar a Europa y ponen todos sus ahorros y su vida en manos de los traficantes. Pareciera que los esclavistas en el siglo XVII cuidaban mejor su mercancía y no se arriesgan a perderla. No es lo mismo con estos traficantes del siglo XXI, que no tienen casi nada que perder: si se hunde la lancha, la patera o el barco, el costo ya ha sido 100 veces amortizado.
Por siglos los pobres han permanecido en sus lugares de origen, siempre y cuando hubiera algo que comer. Se soportaban las carencias con estoicismo y frugalidad. La dieta mexicana de tortilla, frijol, jitomate y chile era más que suficiente para vivir y trabajar la tierra. Pero esa economía de subsistencia se acabó. Ahora se cultiva maíz para los elotes, para darse un gusto. Para vivir se necesita dinero.
Pero cuando a la pobreza se suman la violencia generalizada y el miedo cotidiano, no hay razones, querencias o compromisos que te arraiguen al lugar de origen. Ha surgido un nuevo tipo de migrante: el desarraigado. Son una minoría en el universo general de los flujos migratorios, pero son la imagen viva del desamparo, de la vulnerabilidad extrema, del desarraigo.
Son la imagen global y mediática de los migrantes del siglo XXI.
Son también, en cierto modo, los balseros cubanos, que dejaban todo para subirse a unas llantas mal parchadas con la esperanza de cruzar el estrecho de la Florida y llegar al ansiado
paraíso, que estaba a la vuelta de la esquina. Eran hombres y mujeres que atendían el grito desesperado de
sálvese quien pueda, que abandonaban a la esposa y a los hijos, con la esperanza de salvarse, no de la miseria y la violencia, sino de la carencia de futuro. Los balseros se acabaron cuando les cerraron esa puerta de entrada al
paraíso.
Son los miles de migrantes africanos que se aferran a la esperanza de llegar a Europa y ponen todos sus ahorros y su vida en manos de los traficantes. Pareciera que los esclavistas en el siglo XVII cuidaban mejor su mercancía y no se arriesgan a perderla. No es lo mismo con estos traficantes del siglo XXI, que no tienen casi nada que perder: si se hunde la lancha, la patera o el barco, el costo ya ha sido 100 veces amortizado.
Por siglos los pobres han permanecido en sus lugares de origen, siempre y cuando hubiera algo que comer. Se soportaban las carencias con estoicismo y frugalidad. La dieta mexicana de tortilla, frijol, jitomate y chile era más que suficiente para vivir y trabajar la tierra. Pero esa economía de subsistencia se acabó. Ahora se cultiva maíz para los elotes, para darse un gusto. Para vivir se necesita dinero.
Pero cuando a la pobreza se suman la violencia generalizada y el miedo cotidiano, no hay razones, querencias o compromisos que te arraiguen al lugar de origen. Ha surgido un nuevo tipo de migrante: el desarraigado. Son una minoría en el universo general de los flujos migratorios, pero son la imagen viva del desamparo, de la vulnerabilidad extrema, del desarraigo.
Son la imagen global y mediática de los migrantes del siglo XXI.
(II)
En una entrega anterior tratamos el tema de un nuevo tipo de migrantes, a los cuales calificamos de
desarraigadosy que no encajaban necesariamente con otras definiciones como la de migrantes económicos, desplazados, refugiados o forzados.
El migrante desarraigado es el que ha perdido los anclajes básicos
con la familia o la comunidad de origen. Ya no tiene arraigo a sus
propiedades, su pueblo, su comunidad, su país. Deja todo porque en
realidad ya no le importa nada, considera que ya no hay futuro.
Obviamente esta es una definición extrema, siempre hay un clavo del
cual agarrarse, se supone.
Pero hay expresiones como la de
sálvese quien pueda, donde la opción de emigrar se vuelve una decisión estrictamente personal, donde no se consulta ni se toma en cuenta a los que uno tiene al lado, sean estos parientes o amigos. O visto del otro lado, es la situación en que la familia, tu entorno cercano, entiende perfectamente que tienes que emigrar, que no sólo es lógica la opción, sino necesaria.
El desarraigo explica también la migración masiva de niños, jóvenes
y mujeres con niños o embarazadas que salieron en masa hacia Estados
Unidos y crearon una situación de crisis humanitaria. En estos casos el
desarraigo es familiar y ya no opera como paliativo la comunicación
esporádica o recurrente con los otros miembros de la familia que
tuvieron que emigrar.
Es el caso de la esposa recién casada que se queda en el pueblo y
espera uno, dos, tres años a su marido y no vuelve. Entonces decide que
no tiene asidero en la vida, que la única opción para resolver su caso
personal es salir en busca de su marido y emigrar pese a los riesgos.
Es el caso de la mujer que se ve obligada por su marido a emigrar y
dejar a sus hijos en casa de sus padres o sus suegros. La relación de
obligación con el esposo, según los usos y costumbres de algunas
comunidades, es paradójicamente más fuerte que con los hijos. La mujer
debe servir al marido y los migrantes se aburren de tener que cocinar
para ellos cuando para eso tienen una mujer.
Pero para los hijos que quedan en el abandono, vivir con los abuelos
no es suficiente, menos aún si sabes que tus padres viven en Estados
Unidos, un lugar que se imagina paradisiaco y donde también se ha
despertado el interés por conocer. Un doble desarraigo el de los padres
que las circunstancias los llevan a separarse de sus hijos y de los
hijos que quedan desgajados de sus padres en familias separadas no sólo
por la distancia sino por años y décadas.
El desarraigo no sólo es el resultado de las terribles condiciones
de los países y comunidades de origen donde la violencia diaria y la
pobreza extrema obligan a emigrar. Es también la consecuencia directa
de la política migratoria impuesta por los países de destino, que
cierran la puerta de entrada y restringen de manera extrema el acceso a
visas. Es un doble dilema: tener que huir y no tener adónde ir.
O a la inversa, como sucede en Estados Unidos. Los migrantes que
lograron cruzar se quedan atrapados en el lugar de destino. Ya no
pueden volver, porque los sacrificios para poder llegar fueron tan
extremos que muchos quedaron endeudados y otros pusieron en riesgo sus
vidas al cruzar por el desierto.
Y
después de los años y la imposibilidad de retornar, el desarraigo se
acentúa, adónde y para qué volver. Cómo encontrar trabajo después de
haber abandonado tu pueblo, tus relaciones, tu país. La reinserción
puede ser peor que la adaptación al lugar de destino. Ya no hay energía
que te motive, que te ayude a superar los obstáculos como cuando uno
era joven y tenía la vida por delante.
Peor aún en el caso de los jóvenes que son deportados. A los que se
conoce en Estados Unidos como la generación uno y medio, que no son de
aquí ni de allá. Son los dreamers que tienen todavía
esperanza en Estados Unidos, a pesar de todos los escollos que el
sistema se empeña en ponerles. Pero los jóvenes dreamers deportados, los llamados “otros dreamers”, despertaron a la cruda realidad de un país que no conocen y que muchos incluso ignoran su idioma.
Estos “otros dremears” quedaron desgajados de su barrio, su
escuela, su familia, su esposa, sus hijos. Es el desarraigo que genera
el sistema migratorio en Estados Unidos.
En efecto, la mala noticia llegó esta semana. La demanda legal
contra la acción ejecutiva del presidente Obama, de otorgar alivio a
los migrantes que espera una reforma migratoria integral (DACA y DAPA)
ha ganado la primera batalla legal, falta la definitiva la corte
suprema.
Entre tanto el sufrimiento, la angustia, la desesperanza se extiende
por las comunidades migrantes como mala hierba, que ni bien se
desbroza, renace. Una angustia que no cesa, que no deja respiro.
John Steinbeck nació y vivió en el pueblo de Salinas, California, y
conoció a fondo la vida de los migrantes, sean estos chinos, mexicanos
o italianos. Su obra magistral Las uvas de la ira le valió ganar el Premio Nobel; otra obra, Al este del Edén, le valió que quemaran sus libros en la plaza pública.
Pero en un trabajo menos conocido y no por ello menos magistral
cuenta la historia de un pueblo estadunidense, de aquellos donde vivían
los descendientes de los pioneros del Mayflower. El
protagonista vivía en la casa de su abuelo, una mansión en la calle
principal, pero trabajaba como dependiente en la tienda de un italiano.
Y allí, con el mandil bien puesto y un trapo en la mano para limpiar el
mostrador, fue rumiando su venganza, hasta que llegó el momento, y la
oportunidad, de denunciar a su patrón como migrante indocumentado y
quedarse con la tienda.
Y en alguna de esas páginas de Invierno de mi desazón Steinbeck dice al paso que esos estadunidenses eran una rara combinación de
piratas y puritanos.
Retrato exacto de esos jueces texanos que en la mañana son atendidos
por eficientes trabajadores mexicanos y en la tarde, ya vestidos con la
toga y envestidos de poder, se indignan por la pretensión de conceder
alivio a millones de migrantes irregulares.