Eric Nepomuceno
Hay
una imagen que es muy significativa de lo que pasa en Brasil. El pasado
jueves, al asumir formalmente un nuevo periodo de cuatro años en la
presidencia de la mayor economía latinoamericana y una de las mayores
del mundo, Dilma Rousseff fue protocolarmente recibida por el
presidente del Senado y del Congreso, Renan Calheiros. También tenía a
su lado a Henrique Alves, presidente de la Cámara de Diputados, ambos
del Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), principal
aliado del Partido del Trabajo (PT) en el gobierno. Y ambos acusados de
corrupción.
Nada más simbólico que una presidenta asumiendo un nuevo mandato
rodeada por políticos que, en lugar de mostrar una hoja de buenos
servicios prestados al país, parecen ostentar un prontuario criminal
como currículum, porque los dos tienen vastos antecedentes, y no
precisamente honrosos, a lo largo de sus carreras.
En el último día de 2014 Dilma por fin anunció los 14 nombres que
faltaban para completar su ministerio de exuberantes 39 carteras.
Nombró a un experimentado y respetado embajador, Mauro Vieira, para
Relaciones Exteriores, y confirmó a otros 13 que ya integraban su
gobierno. A excepción de Mauro Vieira y de otros dos o tres
integrantes, el gabinete de Dilma es un desfile de mediocridades. Y
eso, para no mencionar algunos nombramientos que desafían cualquier
análisis.
Por ejemplo: la cartera de deportes fue entregada a George Hilton,
que sería absolutamente desconocido de no haber sido atrapado hace
algunos años cargando, en efectivo, alrededor de 250 mil dólares. Se
sospechó de dinero ilegal para campaña electoral. Hilton, autonombrado
pastorde una de esas sectas evangélicas electrónicas que se multiplican como conejos en Brasil, aseguró que se trataba de
donaciones de fieles. El dinero fue confiscado, él fue liberado y ahora se convirtió en ministro. Que no se pregunte qué vínculos tiene el abnegado transportador de donaciones con los temas de su nuevo empleo.
Otro desafío: Aldo Rabelo, que cuando fue parlamentario defendió,
entre otras medidas inútiles, que se prohibiera el uso de palabras
extranjeras en el país (para él decir shopping center es un
pecado capital), ocupará el Ministerio de Ciencia y Tecnología, un
sector que necesita fuerte respaldo en Brasil. Aparte del manejo de un
celular, no se conoce ninguna otra cercanía de Rabelo con la
tecnología. Y de ciencia, mejor no preguntar.
En el Ministerio de la Pesca, que nadie sabe exactamente para qué
sirve, fue nombrado Helder Barbalho, hijo de Jader Barbalho, uno de los
más notorios corruptos de Brasil. Quizá la corrupción no sea
necesariamente un elemento genético hereditario, pero tener a ese
apellido en un gobierno popular y comprometido con lo social suena a
aberración.
Se
puede honestamente asegurar que ese no es, desde luego, el gabinete
soñado por Dilma Rousseff, sino el que resultó posible, gracias a una
plaga letal llamada
presidencialismo de coalición, el sistema que impera en Brasil. Son 32 partidos con representación parlamentaria. En su inmensa mayoría, siglas de alquiler, que en época de campaña canjean su tiempo de propaganda en la televisión para luego ser recompensadas por algún cargo o puesto.
Dilma, como todos los presidentes desde el retorno de la democracia,
se ve obligada a navegar por aguas turbias y nada limpias. Pero a
diferencia de sus dos antecesores, Fernando Henrique Cardoso y Lula da
Silva, ella carece de habilidad y, principalmente, de paciencia para
tratar con ese burdo y aburrido negocio llamado juego político. Un
juego sucio, de trueque de intereses, y lo que determina quién será
ministro casi nunca es la capacidad del nombrado, sino la capacidad de
chantaje de su partido.
Ahora, al montar un gobierno que empieza mediocre, Dilma logró una
hazaña: desagradó a su socio principal, el PMDB, a los sectores
mayoritarios de su propio partido, el PT, y a su mentor y principal
líder político brasileño, Lula da Silva.
En su segundo mandato ella enfrentará un Congreso desafiante, mucho
más conservador que el anterior, y armó una alianza en la cual no puede
confiar. La oposición, fortalecida por los resultados electorales, está
decidida a transformar en infierno cada día del gobierno.
La más que urgente reforma política está en manos de los parlamentarios. O sea, no ocurrirá.
La interlocución con el PT, con la izquierda en general y
principalmente con los movimientos sociales fuertes (como la Central
Única de Trabajadores o el Movimiento de los Sin Tierra), fue mal
articulada en su primera presidencia, y no hay señales de que mejore
ahora.
Las medidas de ajuste fiscal anunciadas son el reverso de lo que
ella defendió en su campaña electoral. Los analistas más serenos y
realistas aseguran que no le quedaba otra. El PT y toda la izquierda
hacen un visible esfuerzo para tragar esa medicina amarga.
Si a todo eso sumamos el muy preocupante cuadro económico, se hace
muy difícil esperar buenos vientos en este año nuevo. A menos, claro,
que se crea en los milagros. Pero la verdad es que últimamente los
milagros, principalmente los de ese porte, son cada vez más raros por
estas comarcas nuestras.
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