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lunes, 2 de enero de 2012

La iglesia católica salvadoreña y su inmoralidad est-ética

Por Rafael Lara-Martínez (*)

DESDE COMALA SIEMPRE… - Que la iglesia católica carece de autoridad moral no es una idea reciente. Sus actos lo confirman (a leer al ritmo “Abriendo caminos” de La banda del sol). Para el siglo XX, en El Salvador, el 2012 cumple ochenta años de su ruina ética. La quiebra moral de la iglesia la testimonia el propio Farabundo Martí. Sus palabras olvidadas las recoge un seguidor suyo en el exilio. La confesión del líder funda una ética como principio político esencial.

“¿Creéis, padre, que es justo este medio social de nuestra Patria? ¿Creéis que es justo también este concubinato de la iglesia con el poder militar que nos desangra? ¿Creéis justa la matanza que el militarismo y la burguesía han hecho en nuestras filas? ¿Creéis que sea amor esta matanza? Si Dios existe como idealidad, priva una certeza horrible: el predominio del mal…” (en Rodolfo Buezo, Sangre de hermanos, 1936).

El grave matiz de ortodoxia —“la burguesía”— no oculta el sentido pleno que reviste el marxismo de Martí. El marxismo no es un materialismo ni histórico ni dialéctico. El marxismo es una moral. Define una ética que declara una doble verdad: el enlace terrenal de la iglesia con el “poder militar” y su participación en un crimen colectivo. En un etnocidio del cual nunca se arrepiente.

Martí no incrimina a la iglesia por sus valores absolutos. Sabe que la “idealidad” de un “no matarás” es incuestionable. Igualmente juzga irrefutable “amarás al prójimo como a ti mismo”. La máxima “Dios es amor” brota en aureola patente de sus palabras.

Pero los actos de la iglesia no se corresponden a su prédica. Por una distancia entre el dicho y el hecho, Martí la acusa de participar en un crimen primordial. La iglesia es cómplice de la matanza.

En la propia catedral metropolitana la iglesia católica bendice el genocidio de 1932, del cual jamás se rebaja a confesar su culpa. Más allá del bien y del mal, sus actos los justifica una posición mundana de poder político. En nombre del “amor” la iglesia se alía a las armas del sacrificio y de la violencia.

Esa alianza destructiva y odiosa resume la prédica marxista de Martí, en su confesión final antes de enfrentar el patíbulo. Su marxismo —insisto— no es un materialismo. Es un ética que denuncia la complicidad de la iglesia en la matanza.

Semanas después del fusilamiento de Martí, una misa de campaña en el atrio de la catedral salvadoreña confirma su solicitud por una conducta intachable. “En solemne misa en el portón de la Catedral de San Salvador a la iglesia católica le corresponde “bendecir al Gobierno, Cuerpo del Ejército, Guardia Nacional, Guardia Cívica y Cuerpo de Policía General, por su noble y patriótica actitud en defensa de la sociedad salvadoreña, de las instituciones patrias y de la autonomía nacional” (El Día, 29 de febrero de 1932). La “defensa de la sociedad” Martí la llama matanza.

Ante esos hechos, no es de extrañar que la iglesia católica se desprestigie y su liderazgo espiritual se desmorone. Prueba de su ruina ética es el auge de iglesias alternativas, sean de raigambre cristiana (bautista, evangélica, luterana, pentecostal, etc.), judaica y musulmán tradicionales en el suelo español, indígena ancestral en el suelo salvadoreño, los múltiples misticismos como la teosofía de los círculos intelectuales de los años treinta, o bien un escepticismo agnóstico.

Todas estos credos ofrecen perspectivas distintas sobre una moralidad católica en crisis. El llamado marxismo de Martí es una respuesta adicional a la angustia ética de una sociedad tradicionalmente católica. El monopolio religioso del catolicismo explota en una miríada de constelaciones morales.

A los sociólogos de indagar las causas políticas y sociales de la implosión. A mí, con toda modestia, me interesa señalar la dimensión ética de la ruptura. Si la iglesia católica pierde el monopolio tradicional sobre lo sagrado, una arista esencial de su descalabro se llama infracción a la ética. La desobediencia a sus propios principios morales sigue sin acto de constricción —sin confesión ni perdón— ya que la soberbia práctica dirige su acto ideal de humildad.

Esta arrogancia que, sin remordimiento, se jacta de poseer la verdad absoluta la reitera este cambio de año. De nuevo, en la fachada de catedral se celebra el saqueo. La demolición actual le corresponde al arte y al patrimonio estético de una nación. Un mural de Fernando Llort que adorna el frente de la catedral acaba en el basurero de la historia por orden superior.

En este acto de vandalismo, la iglesia católica se sitúa más allá de toda ley nacional —más allá del bien y del mal. Obra de manera arbitraria sin respeto al patrimonio de la nación que la hospeda en el reino de este mundo. Su acción hace la ley y procede a borrar la memoria de un cristianismo que le resulta hoy ajeno a su voluntad suprema. El mando teocrático se vuelve constitución de una república cuya cultura no se respeta.

Si en 1932 la iglesia católica bendice la matanza, la demolición del arte es la esperanza que predica para el 2012. La destrucción de una est-ética es una ética de la destrucción. La obra de Llort representa un pacifismo utópico, el retorno a un cristiano primitivo, que hoy la iglesia juzga incómodo.

En unas semanas se verificará si la iglesia católica se digna a confesar su complicidad en la matanza de 1932, luego de ochenta años de silencio arrogante. Por el instante, en esta celebración del nuevo año sólo se augura lo funesto. Pese a su giro liberador en los setenta y ochenta, el 2012, la iglesia lo inicia violando la ley del patrimonio nacional.

Si la exigencia jurídica le reclamaría restaurar la obra de arte dañada, la exigencia moral le demandaría pedir perdón por su complicidad en la matanza. En este mes de enero de un año cabalístico queda pendiente si, en humildad, la iglesia católica restablecerá sus dos infracciones ética y legal. O bien si aumenta su deterioro moral, cediéndole a otros credos religiosos y laicos su autoridad ética en desgaste.

A la espera, en este desierto de Aztlán, en el pueblo de Comala, sólo me queda reiterar con Martí la “certeza horrible el predominio del mal…”, al ritmo de la mejor canción del rock salvadoreño de los setenta. Entre el piano, la guitarra y el coro. “Rosas solíamos ver, más ahora un atardecer” ético. Me muevo en el ocaso de la est-ética de la verdad católica, “de ti y de los demás”. Aun así “abriendo caminos voy…”.

(*) Tecnológico de Nuevo México (soter@nmt.edu)

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