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martes, 20 de septiembre de 2011

El no a Palestina y el fin del viejo Medio Oriente




Robert Fisk

Los palestinos no conseguirán un Estado esta semana, pero probarán –si obtienen los votos suficientes en la Asamblea General y Mahmoud Abbas no sucumbe a su característica abyección ante el poderío de Estados Unidos e Israel– que son dignos de tenerlo. Y dejarán sentado para los árabes lo que los israelíes, cuando están ampliando sus colonias en tierra robada, gustan en llamar hechos en el terreno: nunca más podrán Washington y Tel Aviv tronar los dedos y esperar que los árabes caigan de rodillas. Estados Unidos ha perdido su posición de dominio en Medio Oriente. La farsa terminó: el proceso de paz, el mapa de ruta, los acuerdos de Oslo: todo ha pasado a la historia.

En lo personal, creo que Palestina es un Estado de fantasía, imposible de crear ahora que los israelíes han robado tanta tierra árabe para sus proyectos coloniales. Si no lo creen, echen una ojeada a Cisjordania: las enormes colonias israelíes, las perniciosas restricciones a la construcción de hogares palestinos de más de una planta, el corte hasta de los sistemas de desagüe como castigo, los cordones sanitarios junto a la frontera jordana y las carreteras exclusivas para colonos israelíes han convertido el mapa de Cisjordania en el destrozado parabrisas de un auto chocado. A veces sospecho que lo único que impide la existencia del gran Israel es la obstinación de esos molestos palestinos.

Ahora, sin embargo, hablamos de asuntos que van mucho más allá. Esta votación en la ONU –sea la Asamblea General o el Consejo de Seguridad, en cierto sentido no importa– dividirá a Occidente –separará a los estadunidenses de los europeos y de decenas de otras naciones– y también dividirá a los árabes de los estadunidenses.

Pondrá de manifiesto las diferencias en la Unión Europea, entre los europeos del este y del oeste, entre Alemania y Francia (la primera apoya a Israel por todas las acostumbradas razones históricas, la segunda está asqueada por el sufrimiento de los palestinos) y, desde luego, entre Israel y la Unión Europea.

Una gran indignación se ha creado en el mundo durante décadas de poderío, brutalidad militar y colonización israelí; millones de europeos, aunque conscientes de su responsabilidad histórica por el Holocausto y de la violencia de algunas naciones musulmanas, ya no se amilanan de criticar para no ser tildados de antisemitas. Existe racismo en Occidente –y me temo que siempre lo habrá– contra musulmanes y africanos, así como contra judíos. Pero, ¿qué son los asentamientos israelíes en Cisjordania, en los que ningún palestino puede vivir, sino una expresión de racismo?

Desde luego, Israel comparte la tragedia. Su demencial gobierno ha llevado a su pueblo a este camino de perdición, apropiadamente resumido en su sombrío temor a la democracia en Túnez y Egipto –qué típico es que su principal compañero en esta estupidez sea la espantosa Arabia Saudita– y en su cruel negativa a ofrecer disculpas por la matanza de nueve turcos en la flotilla de Gaza el año pasado, así como por el asesinato de cinco policías egipcios durante una incursión palestina en Israel.

Así que adiós a sus únicos aliados regionales, Turquía y Egipto, en el lapso de apenas 12 meses. El gabinete israelí está compuesto por personas inteligentes y potencialmente equilibradas, como Ehud Barak, y por tontos como el ministro del exterior Avigdor Lieberman, el Ajmadineyad de la política israelí. Sarcasmos aparte, Israel merecería mejor suerte.

Puede que la creación del Estado israelí haya sido injusta –la diáspora palestina así lo demuestra–, pero fue legal. Y sus fundadores fueron perfectamente capaces de hacer un trato con el rey Abdalá de Jordania luego de la guerra de 1948-49 para dividir a Palestina entre judíos y árabes. Pero fue la ONU, reunida para decidir la suerte de Palestina el 29 de noviembre de 1947, la que dio a Israel su legitimidad, y los estadunidenses fueron los primeros en votar por la fundación del Estado israelí. Ahora, por una suprema ironía de la historia, es Israel el que desea impedir que la ONU otorgue legitimidad a los palestinos… y Estados Unidos el primero que interpondrá su veto contra tal legitimidad.

¿Tiene Israel derecho a existir? La pregunta es una trampa agotada, que con estúpida regularidad es sacada a relucir, aunque para mí cada vez menos, por quienes se hacen llamar partidarios de Israel. Los estados –no los humanos– dan a otros estados el derecho a existir. Los individuos tienen que consultar un mapa. ¿Dónde exactamente está Israel en la geografía? Es la única nación sobre la Tierra que no sabe y rehúsa declarar dónde está su frontera oriental. ¿Es en la vieja línea del armisticio de la ONU; la de 1967, tan amada por Abbas y tan odiada por Netanyahu, o la Cisjordania palestina menos las colonias, o toda Cisjordania?

Muéstrenme un mapa del Reino Unido que contenga Inglaterra, Gales, Escocia e Irlanda del Norte, y tiene derecho a existir. Pero enséñenme uno que abarque los 26 condados de la Irlanda independiente y muestre a Dublín como ciudad británica y no irlandesa, y diré que no, que esa nación no tiene derecho a existir dentro de esas fronteras expandidas. Ésa es la razón, en el caso de Israel, de que casi todas las embajadas occidentales, incluidas las de Estados Unidos y Gran Bretaña, estén en Tel Aviv, no en Jerusalén.

En el nuevo Medio Oriente, entre el despertar árabe y la revuelta de pueblos libres por la dignidad y la libertad, esta votación en la ONU –aprobada en la Asamblea General, vetada por Estados Unidos si va al Consejo de Seguridad– constituye una especie de parteaguas: no sólo una vuelta a la página, sino la caída de un imperio. Tan atada a Israel se ha convertido la política exterior estadunidense, tan temerosos de Israel se han vuelto casi todos los congresistas de Washington –al grado de amar a Israel más que a su propio país–, que Estados Unidos se mostrará esta semana, no como la nación que produjo a Woodrow Wilson y sus 14 principios de autodeterminación, no como la que combatió al nazismo, al fascismo y al militarismo japonés, no como el bastión de libertad que según nos dijeron representaban sus padres fundadores, sino como un Estado cascarrabias, egoísta y acobardado cuyo presidente, luego de prometer un nuevo afecto por el mundo musulmán, se ve forzado a apoyar a una potencia ocupante contra un pueblo que sólo desea tener una patria.

¿Debemos decir pobrecito Obama, como he hecho otras veces? No creo. Grande en la retórica, vanidoso, pródigo en amor falso en Estambul y El Cairo a pocos meses de su elección, esta semana demostrará que le importa más su relección que el futuro de Medio Oriente, que su ambición personal de permanecer en el poder debe tener prelación sobre las penurias de un pueblo ocupado. Sólo en ese contexto resulta extraño que un hombre de supuestos altos principios se muestre tan cobarde. En el nuevo Medio Oriente, en el que los árabes reclaman los mismos derechos y libertades que Israel y Estados Unidos dicen propugnar, es una terrible tragedia.

Los fracasos de Washington en levantarse ante Israel e insistir en una paz justa en Palestina, apoyados por Blair, el héroe de la guerra en Irak, son responsables de ella. También los árabes, por permitir que sus dictadores duraran tanto y que llenaran la arena de fronteras falsas, viejos dogmas y petróleo (y no creamos que una nueva Palestina sería un paraíso para su pueblo). Asimismo Israel, que debería recibir con beneplácito la demanda palestina de ser un Estado miembro de la ONU, con todas las obligaciones de seguridad, de paz y reconocimiento de otros estados miembros. Pero no: el juego está perdido. El poder político estadunidense en Medio Oriente será neutralizado esta semana a cuenta de Israel. Vaya sacrificio en nombre de la libertad...

© The Independent

Traducción: Jorge Anaya

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