Le Monde Diplomatique
Cuando en 1986 se
publicó en español Transiciones desde un gobierno autoritario (1), sus
autores, Guillermo O’ Donnell, Philippe Schmitter y Laurence Whitehead,
señalaron que América Latina estaba dejando atrás el ciclo de las
dictaduras para construir “alguna otra cosa incierta”, a la que muy
cautelosos, y no sin titubeos, se atrevían a llamar democracia. Tres
décadas después de la aparición de esa investigación fundamental, cuando
algunos problemas parecían resueltos y ciertos debates saldados,
verificamos una regresión autoritaria –un angostamiento de los límites
democráticos– en diferentes países de la región pero especialmente en
dos, en el primer caso como consecuencia de la decadencia de la
izquierda y en el segundo como resultado del giro anti-democrático de la
derecha.
Veamos.
Caribe
Aunque las
raíces del declive venezolano pueden rastrearse tan lejos como hasta el
Caracazo de 1989, la última etapa, en particular desde la muerte de Hugo
Chávez en 2013, se caracteriza por el agravamiento del cuadro de
recesión económica, carencias sociales, militarización del poder,
autoritarismo y corrupción. Pese a ello, el chavismo venía garantizando
elecciones razonablemente competitivas, en las que, aunque no se privaba
de inclinar la cancha mediante la descarada utilización de todos los
recursos estatales a su alcance, existía presencia real de la oposición,
y cuyos resultados eran verificados –y avalados– por instituciones como
el Centro Carter y las Naciones Unidas.
Si la democracia puede
definirse como un tipo de régimen en el que no sólo hay elecciones sino
que además no se sabe de antemano quién las va a ganar, si la democracia
comporta en definitiva un cierto grado de incertidumbre, Venezuela era
todavía una democracia; en el límite, pero democracia al fin. De hecho,
al chavismo se lo podía acusar de muchas cosas salvo de no celebrar
elecciones y de no reconocer sus derrotas en los pocos casos en los que
ocurrían (cosa que por otra parte no hacía la oposición, acostumbrada a
denunciar fraude cuando pierde pero no cuando gana, y siempre con el
mismo sistema electoral, las mismas urnas electrónicas y el mismo
tribunal).
¿Qué sucede hoy? ¿Siguen siendo aceptablemente
democráticas las elecciones en Venezuela? La respuesta no puede ser más
caribeña: depende. Lo fueron las elecciones parlamentarias de diciembre
de 2015 (ganó la oposición) y las regionales de octubre de 2017 (ganó el
chavismo), pero no las de la Asamblea Constituyente que se realizaron
entre unas y otras, en julio de 2017, bajo un curioso esquema mixto de
representación territorial-sectorial que sólo admitía la victoria del
oficialismo. Previsiblemente, el resultado no fue la redacción de una
nueva Constitución sino la instalación de una instancia suprapoder con
facultades de neutralizar a los órganos dominados por la oposición
(Asamblea Nacional, Fiscalía General, algunas gobernaciones).
La
secuencia ayuda a entender las cosas: tras el sorpresivo triunfo
opositor en las parlamentarias de 2015, el chavismo pospuso las
siguientes elecciones hasta que encontró una salida con la
Constituyente, un año y medio sin comicios durante el cual enfrentó –y
derrotó– una amplia movilización popular, aunque al costo de desatar una
represión inédita desde su llegada al poder y descender un escalón más
en su camino de decadencia. Luego, con la situación relativamente
controlada, convocó a las elecciones regionales que venía postergando
desde hacía un año y que ganó limpiamente, y ahora adelanta las
presidenciales, que tenían que realizarse en diciembre y se pasaron a
mayo.
La fórmula podría resumirse así: el chavismo convoca a
elecciones cuando cree que las puede ganar, y la oposición sólo las
reconoce cuando gana.
Es en este contexto en el que se
realizarán las presidenciales del 20 de mayo. Las principales figuras de
la oposición, incluyendo sus últimos candidatos a presidente, se
encuentran exiliadas (Manuel Rosales), inhabilitadas (Henrique Capriles,
Corina Machado) o presas (Leopoldo López). La Mesa de Unidad
Democrática, dividida por acoso del chavismo pero sobre todo por su
propia incompetencia, la dificultad de sus dirigentes para conectar con
las mayorías populares y su incapacidad para construir una salida
política, decidió no presentarse, en un nuevo intento, seguramente
frustrado, por vaciar de legitimidad los comicios. En disconformidad con
la decisión, el ex gobernador Henri Falcón, apoyado por un pequeño
grupo de partidos, anunció que enfrentará a Nicolás Maduro, que aparece
como el favorito. El signo de la campaña es sin embargo la apatía
social, una especie de oscura resignación, junto a una creciente demanda
de normalización económica y política.
Trópico
Como se sabe, Dilma Rousseff fue desplazada de su cargo mediante un impeachment
que cumplió prolijamente todos los pasos previstos en la Constitución y
fue avalado por la justicia en tres oportunidades, incluyendo el fallo
de un Tribunal Supremo integrado en su mayoría por jueces designados por
el PT, pero que ocultaba el pequeño detalle de que… no había delito.
Asumió el vice, Michel Temer, que se apuró a desplegar un programa en
buena medida opuesto al votado en la campaña. Y que hoy, aprovechando
las debilidades de una sociedad históricamente poco proclive a
expresarse en las calles, la desmovilización del PT y el apoyo cerrado
del poder económico y mediático, lidera un gobierno de elite que se
sostiene básicamente en su habilidad para manejar el Congreso (Temer es
el verdadero Frank Underwood latinoamericano).
Mientras el
presidente hacía el trabajo sucio, la justicia avanzaba en la causa del
Lava Jato hasta lograr la detención de Lula, primero en todas las
encuestas. Aunque es cierto que en el mismo megaproceso judicial han
caído dirigentes de diferentes partidos, incluyendo a Eduardo Cunha,
responsable del juicio político a Dilma, e importantes empresarios, como
Marcelo Odebrecht, lo cierto es que la endeblez de las pruebas contra
el ex presidente, sustentadas solo en indicios, sin un solo documento o
papel de respaldo, la celeridad del proceso, que avanzó a una velocidad
inusitada, y la impunidad de otros políticos, empezando por el mismo
Temer, alimentan la idea de proscripción: no es difícil detectar detrás
de esta especie de “mani pulite selectivo” los destellos guillotinezcos
de la venganza de clase.
Como en Venezuela, parece difícil que
los comicios presidenciales alcancen para devolverle a la democracia
brasilera la normalidad perdida: el problema de las elecciones con
proscripción no es sólo que le impiden a un sector de la población optar
libremente, sino que lo empujan a impugnar al sistema como un todo, a
menudo mediante estrategias extra-institucionales, vaciando de
legitimidad a quien finalmente resulta elegido.
La cuestión
militar, felizmente resuelta en otros países, potencia las dificultades.
En Venezuela las fuerzas armadas forman parte constitutiva del
dispositivo chavista y, convenientemente integradas a los negocios
lícitos e ilícitos de la economía rentista, son quienes en buena medida
garantizan la continuidad del gobierno. Brasil, en tanto, asiste
asombrado a la súbita manía tuitera de sus generales: con la sutileza
propia de un adoquín, el jefe del Ejército advirtió sobre los “riesgos
de la impunidad” el día anterior al fallo del Tribunal Supremo que tenía
que confirmar o rechazar la prisión de Lula.
Regresiones
Venezuela y Brasil atraviesan una profunda crisis democrática, tanto
más significativa cuanto que se trata de los países que durante la etapa
del giro a la izquierda funcionaron como ejemplos de transformación
social, como el espejo en el que se miraban otras experiencias:
radicalización con reforma constitucional en el caso del chavismo,
conciliación con continuidad institucional en el del lulismo. Por
supuesto, no son los únicos lugares donde la democracia se tensa: ¿cómo
definir el impeachment impulsado por el fujimorismo contra el
presidente peruano Pedro Pablo Kuczynski? ¿Cómo calificar la decisión de
Evo Morales de presionar por un fallo del Tribunal Supremo que lo
habilitara para un nuevo mandato… después de perder el plebiscito? ¿Cómo
entender la arbitrariedad de la prisión preventiva contra ex
funcionarios kirchneristas en Argentina?
Rebobinemos antes de
concluir. La democracia puede definirse de mil maneras pero es en
esencia un tipo de régimen, un conjunto de reglas y normas que regulan
el acceso al poder y su ejercicio, lo que por supuesto implica un piso
mínimo de derechos civiles y políticos garantizados (quizás también
sociales). Frente a las visiones pavas o antiguas que conciben a la
democracia como el sistema que despliega el contenido ideológico
favorito de quien formula la definición, la perspectiva procedimental
–la democracia como regla– permite incluir dentro de la misma categoría a
gobiernos con orientaciones distintas, es decir aceptar la alternancia.
Aunque entre la perfecta democracia sueca y “esa otra cosa incierta”
descripta pioneramente por O’Donnell hay un mundo de grises, un debate
informado exige consensuar una frontera, ponerse de acuerdo en la línea
que, de cruzarse, convierte a un gobierno en una no-democracia. La
degradación que experimentan Venezuela y Brasil nos lleva a preguntarnos
si algunas democracias merecen seguir llamándose de ese modo o si no
hemos entrado en una era de democraduras.
Nota:
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