León Bendesky
El populismo se ha recreado en el entorno político en muchas partes del mundo. En Europa, hoy, es un asunto que concierne a varios países de la región y se acompaña de un creciente nacionalismo que retrotrae al periodo de entreguerras en la segunda mitad del siglo pasado.
Eso ocurre a pesar de los avances en el marco de la integración en la zona, minado por las repercusiones de la crisis financiera de hace 10 años y las propias deficiencias del arreglo democrático del sistema político regional basado en Bruselas (Consejo y Parlamento) y del económico en Frankfurt (Banco Central Europeo).
En América Latina es un fenómeno recurrente que apunta a la estructura social tan difícil de alterar y conforma un muy complejo escenario de crisis recurrentes de las democracias tal y cómo existen. La combinación con el autoritarismo, la fragilidad institucional y la corrupción hacen de la experiencia política un asunto de grandes conflictos.
El acceso de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos, marcado con un discurso disruptivo desde la mera campaña y cumplido con bastante cabalidad en el primer año y meses de gobierno, se aproxima mucho a las pautas más convencionales del populismo. En ese caso parecería ser que el armazón legal e institucional pudiese ser más resistente que en otras partes; pero aun así el margen de maniobra del presidente es bastante amplio.
Un signo prácticamente universal del populismo en sus diversas vertientes es que quien tiene el poder cree fervientemente que está constreñido en su capacidad ejecutiva para servir al pueblo. Tales limitaciones equivalen, por lo tanto, a socavar la voluntad popular y sirven a sus enemigos, sean éstos los extranjeros, las minorías o los gobiernos que se oponen a su hegemonía, o bien, en otros casos, las élites económicas.
Estas posturas se confrontan con las estructuras político institucionales que delimitan la separación de los poderes, a la manera en que existen en los regímenes considerados como democracias, es decir: Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Claro está que la separación formal de tales poderes no es garantía de un sistema político abierto y en el que haya leyes que abracen los derechos individuales y sociales y, menos aun que estas se cumplan.
Las muestras de todo esto son abundantes en el mundo. En esta región, el reciente caso de Nicaragua es llamativo, pero ciertamente no único. En un entorno populista, las elecciones pueden ser el instrumento mismo de la perpetuación de un régimen en ausencia del imperio de la ley y de las libertades civiles más elementales (empezando por la seguridad de las personas) y cuando se alían con las fuerzas de la represión, con medios de comunicación y los jueces.
En el ámbito de la economía, el populismo se enfoca en las restricciones efectivas que imponen sobre el ejercicio efectivo del poder las entidades autónomas de carácter regulatorio. Esto puede advertirse, por ejemplo, en el caso actual de la renegociación del TLCAN y en otras instancias que van hasta la mera existencia de un banco central independiente y puede alcanzar hasta las funciones de órganos de control de las actividades financieras del gobierno. El abanico es en este terreno muy amplio.
La teoría económica está llena de instancias que tratan de probar que la menor interferencia en las fuerzas del mercadopor las políticas públicas del gobierno contribuyen a una mayor eficiencia del sistema productivo, la asignación de los recursos disponibles y del financiamiento. Estas posturas están hoy bajo cuestionamiento, otra vez, por las manifestaciones de las crisis financiara y por las evidencias de una creciente concentración de la riqueza y del ingreso en todas partes. El debate es extenso y las resistencias políticas son muy grandes.
El asunto tiende a plantearse en términos generales como la relación entre gobierno y mercado y en ese marco caben muchos argumentos que tienden a asimilarse con el tema del populismo, el autoritarismo y hasta la tecnocracia. Pero no puede eludirse que se trata de Economía Política, como fue concebida originalmente en el siglo XVIII.
En este sentido, hay argumentos que abren la discusión acerca de las posibilidades para extender la intervención gubernamental frente a las restricciones de carácter institucional que se van creando.
Un caso puede ser, como apunta Rodrik, la conformación de una extensa serie de intereses especiales por las mismas élites económicas. De tal manera ejercen de modo efectivo un control sobre la gestión pública y se incrustan en las propias entidades reglamentarias, como pueden ser las que determinan las pautas del comercio exterior, la concesión de patentes, la asignación de subsidios, el control de la información o el entorno general y muy extenso de las transacciones financieras.
El populismo económico tendría así un espacio más grande en las posibilidades de la gestión política. El asunto es distinguir y separar, si se puede, la ambición populista en los sentidos político y económico de su significado general en una sociedad.
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