Eric Nepomuceno
El sábado 12 de mayo se cumplieron dos años del golpe institucional que instaló a Michel Temer en el despacho presidencial.
Hasta entonces él, una figura un tanto obscura y cuya carrera de diputado se resumió básicamente en articular alianzas, luciéndose como alto especialista en operar el balcón de negocios en que se basa el sistema político brasileño. Exactamente por su habilidad en la compra y venta de congresistas y en controlar la mayor parte de su partido, el Partido del Movimiento Democrático Brasileño, ha sido indicado por Lula da Silva para ser el vice de Dilma Rousseff en dos elecciones seguidas. Sin embargo, en lugar de usar esa experiencia acumulada para asegurar mayoría en el Congreso, como hizo en el primer mandato de la presidenta traicionada, optó por emplearla a la hora de armar el golpe institucional.
Para celebrar la ocasión del aniversario de su llegada a la presidencia, Michel Temer programó una serie de eventos. En una clara muestra de su casi insuperable capacidad de ridículo, la invitación para la ceremonia ostentaba el eslogan especial para la fecha, elaborado por su publicista: Brasil volvió, veinte años en dos.
Tan mediocre como su jefe, el publicista no se dio cuenta de que podría suceder lo que pasó: en las redes sociales se eliminó la coma, y en pocos minutos circulaban miles y miles de bromas, confirmando lo que todos o casi todos saben: con Temer, ‘Brasil volvió veinte años en dos’.
En su largo discurso de celebración, el mandatario dio luminosas muestras de otro de sus talentos: mintió, mintió y mintió. Sin demostrar el menor temor al ridículo, afirmó, solemne, que hoy me informaron que en abril fueron creados 115 mil puestos de trabajo.
La verdad es que el respetado IBGE (Instituto Brasileño de Geografía y Estadística) indica que en el primer trimestre del año el desempleo creció 1.3 por ciento, alcanzando la marca de 13.1 por ciento de la mano de obra, lo cual significa poco menos que 14 millones de brasileños.
Por donde quiera que se mire, el retroceso en esos dos años es brutal. Por primera vez desde 2015, por ejemplo, aumentó el número de analfabetos brasileños. Más de 5 millones de brasileños han sido excluidos del más importante y visible programa social de los tiempos de Lula da Silva y Dilma Rousseff, el ‘Bolsa familia’. Otro programa transformador, el ‘Mi casa, mi vida’, de viviendas populares, sufrió un corte de más de la mitad en su presupuesto, alcanzando principalmente la oferta de inmuebles a la población de la renta más baja.
Al asumir, hace dos años, Temer prometió armar un gobierno ‘de notables’. Lo que hoy existe es un gobierno plagado de denuncias de corrupción, con ministros –a empezar por los dos más cercanos y poderosos– que tan pronto dejen sus puestos y pierdan el foro especial estarán en manos de la justicia de primera instancia. Destino, a propósito, al que está condenado el mismo Temer, que responde por dos denuncias y ve una tercera asomándose en el horizonte, congeladas mientras él sea presidente.
La tan mencionada ‘retomada de la economía’ es otra mentira. El déficit primario del gobierno central deberá rondar los 139 mil millones de reales, lo cual significa, al cambio actual, unos 37 mil 500 millones de dólares. El crecimiento del producto interno bruto, alegremente anunciado como de 3 por ciento este año, difícilmente alcanzará 2 por ciento. Los más cautos dicen que el PIB crecería de 1.5 a 1.7 por ciento, una proyección más prudente.
Es verdad que la inflación se mantuvo a niveles inéditos. Pero ocurre que el fenómeno se debe a la recesión, misma que alejó del consumo a la mayoría de los brasileños. Que, a propósito, dicen que el gobierno de Temer es pésimo (70 por ciento) y le reprochan masivamente su persona (82 por ciento).
En sus delirios palaciegos, Temer anunció que pretende presentarse a la reelección. Los sondeos indican que hoy sólo 1 por ciento de los brasileños dice que votaría por él.
La celebración de dos años de hundimiento nacional antecedió, en cinco días, el desmoronamiento de su gobierno: el jueves 17 de mayo marcó el primer aniversario de divulgación de una conversación entre Michel Temer y el empresario Joesley Batista, en los sótanos del palacio presidencial. Entre otros registros maravillosos, la grabación clandestina que Batista realizó muestra cómo Temer le aconseja seguir comprando el silencio del principal operador del golpe institucional, Eduardo Cunha, quien presidió la Cámara de Diputados en la época de la destitución de Dilma Rousseff y desde octubre de 2016 ocupa una celda, condenado (hasta ahora, porque hay otras acusaciones en su contra) a 14 años y medio de prisión, por corrupción.
Desde aquel 17 de mayo de 2017 el gobierno de Temer quedó paralizado. El escándalo ha sido fulminante, y lo único que han hecho el presidente y sus secuaces ha sido comprar diputados y senadores para mantenerse en sus puestos e impedir que sean juzgados.
La verdad es que en Brasil no hubo, ni hay nada para ser celebrado. El país retrocede en alta velocidad, y los más damnificados son los de siempre, los de abajo.
Temer insiste en decir que defiende su legado. ¿Cuál legado?
También dice que sabe cuál será su lugar en la historia. ¿Estaría, en un brote inesperado de sinceridad, refiriéndose al bote de basura de la historia?
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