Editorial Virginia Bolten
El Fondo Monetario
Internacional (FMI) fue creado el año de 1944, en una conferencia de las
Naciones Unidas en Bretton Woods. El objetivo del fondo es de
cooperación económica para evitar devaluaciones competitivas y asegurar
la estabilidad del sistema monetario internacional.
La salida
pensada para mantener el mundo financiero estable nunca ha funcionado
como lo planeado. Las implicancias sociales y económicas de los países
que toman la deuda son importantes. El FMI es un prestamista de última
instancia. Las altas tasas de interés impuestas por el fondo exigen un
conjunto de cambios estructurales y económicos para que se cumpla con el
pago.
Para cumplir con el compromiso de pago, los países ajustan
sus gastos públicos de forma que la deuda adquirida sea priorizada –y la
deuda también es pública–, esto significa recortes presupuestarios,
ajustes, reformas. Traduciendo esto concretamente, se paga los intereses
de la deuda en detrimento de los gastos en salud, educación, vivienda,
cultura. Más allá de esto, la reducción de salarios y jubilaciones da
muestras de quienes pagan esta deuda.
En un artículo publicado el año 2016
por el departamento de investigación del propio FMI, Jonathan D. Ostry,
Prakash Loungani y Davide Furceri concluyen que las políticas de
austeridad hacen más mal que bien. El artículo es una crítica a la
doctrina neoliberal y también remarca que el aumento de las inversiones
extranjeras directas no producen las mejoras esperadas. Además de esto,
señala que los costos de mayor desigualdad son evidentes y que el
aumento de la desigualdad perjudica el nivel de sostenibilidad del
crecimiento.
El gobierno de Macri ha ganado las elecciones con
promesas de cambio. Las medidas tomadas por el equipo económico del
presidente desde su inicio evidenciaban una apertura del país al mercado
contando con el sacrificio de la población, de la clase trabajadora.
Los ajustes combinados con los recortes y el pedido de espera por la
llamada “lluvia de inversiones” caracterizaron estos dos primeros dos
años del macrismo. Lo esperado frente a los equívocos en las decisiones
tomadas ahora se desvela. El retorno al Fondo no es una sorpresa.
Distinto
de lo que pasa en otros países de Latinoamérica, estas medidas de
austeridad –nítidamente formuladas afuera de la región sudaca– vienen de
mano de un gobierno legítimo. En la Argentina hay un fuerte respeto por
la institución democrática, sin embargo también las calles son un
espacio de disputa política que traduce los reclamos populares como
forma de exigir sus demandas, demostrar desacuerdos y garantizar los
derechos sociales.
La tradición de protestas masivas hacen de
Argentina un país con vida política dinámica y su alto nivel de
organización popular permite resistencias que cambian el rumbo de las
políticas públicas. Tal vez por ello, en los últimos años –y no sólo en
el gobierno de Macri–, se intensificaron las medidas para reprimir y
acallar a las calles. Con la profundización de la crisis mundial, el
avance del neoliberalismo y la reacomodación geopolítica del mercado, es
necesario que se disminuya el poder del pueblo, hecho que se pretende
lograr a través de la ley antiterrorista y de las inversiones en el
sistema represivo del Estado.
Macri ganó las elecciones por
voluntad del pueblo. A pesar de esto, las respuestas a su intento de
aplicar una agenda contra los derechos de las personas trabajadoras y
jubiladas a lo largo de su mandato fueron contundentes, sobre todo en
las protestas de diciembre del año 2017. La consigna traída en muchas
protestas en contra de los tarifazos, los despidos y la
precarización laboral “Macri Pará la Mano” fueron un aviso popular. Y si
las urnas –con la victoria de Macri–hablan de un pueblo que desea una
sociedad mejor, las calles, más allá de hablar, también muerden. La
memoria colectiva sigue viva. Lo que preguntamos desde Virginia Bolten
es ¿Así como en 2001, las calles argentinas volverán a morder?
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