Esta
pregunta puede parecer tan estúpida como preguntarse de quién es el
aire que respiramos. O el agua de lluvia. O los colores del arco iris.
Sin
embargo, es mucho más estúpido constatar cómo, a lo largo de la
historia, algunos seres humanos se han sentido con el derecho de
apropiarse de cada una de estas cosas. Apropiación siempre delictual que
queda impune cuando ellos mismos gobiernan o deciden cuál es la ley que
debe aplicarse.
Pero intentemos comprender y responder: ¿De quién es el trabajo?
¿Del trabajador?
Si
así fuera, el trabajador debería decidir a qué aplicar su actividad
laboral, debería decidir cuál es la remuneración justa y necesaria para
vivir sin sobresaltos y mejorar su situación. Debería poder incidir con
propuestas y creatividad en sus tareas elegidas, debería poder compartir
el fruto de su propiedad – el trabajo – libremente y todo conocimiento
desprendido de éste que sirva a otros. Debería poder sentirse satisfecho
de lograr que, con su dedicación, también sus semejantes progresan.
Pero lo que debería ser, no es. Por tanto, el trabajo no pertenece hoy al trabajador.
¿Del empleador?
A
primera vista pareciera que sí, que el empleador es el verdadero dueño
del trabajo, ya que da órdenes y exige obediencia de quien trabaja.
Dirige su actividad, define en gran medida su retribución y se apropia
de la renta excedente de lo producido.
Sin embargo, si el
trabajador renuncia, debe reemplazarlo para recobrar el trabajo. Si las
condiciones no son aceptables, el reemplazo se dificulta y el empleador,
para volver a ser dueño del trabajo, debe buscarlo más lejos, en otros
países o bien cerca, con gente de otros países.
Si el
trabajador se organiza con otros para demandar mejores condiciones
laborales, el empresario pierde algo de su poder sobre el trabajo. Si
hay leyes de protección al trabajo, ya no puede disponer libremente del
tiempo y trabajo del personal como si fueran simples objetos.
Por
tanto, el empresario es poseedor absoluto del trabajo sólo si hay
trabajadores dispuestos a ocupar puestos de trabajo en cualquier
condición, no hay trabajadores organizados y leyes que los protejan.
Para lo cual – felizmente – habría que volver los relojes varios siglos
atrás. Aunque algunos se empeñan en ese sentido. Y hasta lo consiguen.
¿Es el trabajo propiedad del capital financiero?
El
capital financiero es hoy el dueño de casi todo. El mecanismo
responsable es la usura. Al considerarse que el dinero no es un medio
sino un bien en sí mismo, una mercadería incluso más valorable que un
bien tangible, se ha abierto la puerta a que algunos comercien con el
dinero.
Sucede entonces que el interés de cualquier
préstamo – por hacerlo bien simple – absorbe una parte cada vez más
importante de la actividad económica a la cual está destinado. Esta
parte, que debería destinarse a mejoras salariales, a reinversión
industriosa, a ampliación de fuentes de trabajo, desaparece en torno a
negocios fantasmales, que sólo existen y trastornan el torbellino en el
que están envuelto los servidores del capital y por extensión del
perjuicio, la sociedad toda.
Si el tomador de un préstamo
no puede pagarlo – o para pagarlo – baja sueldos o despide trabajadores.
Con lo cual aquellos que están en el otro extremo de la soga, los
banqueros o accionistas principales, dominan al trabajo. E incluso a los
empresarios, que se tornan apenas intermediarios del desastre.
¿Es el trabajo propiedad del Gobierno? ¿Del Estado?
El
Estado suele ser uno de los mayores empleadores a nivel mundial. Esto
es así porque la función del Estado es servir a la población. Población
que es cada vez más consciente de sus derechos y exige que el Estado
vele por ellos.
Y así debe ser, ya que el Estado es una
construcción colectiva, histórica y sostenida económicamente por el
conjunto social, por lo que es justo que se ocupe del bienestar de
todos, cosa poco probable en el caso de la empresa privada, cuyo
objetivo primordial es la rentabilidad y el lucro particular.
Precisamente
sucede que estos intereses parciales, gobernados por el gran capital,
no tienen al bienestar general como primario, sino a sus dividendos
accionarios – que en la mayoría de las ocasiones, sólo sirven para
realimentar una y otra vez, el mismo circuito absurdo.
Entonces
promueven o imponen gobiernos lacayos que, para bajar costos y eximir
impuestos comienzan a reducir la prestación del Estado y a despedir
servidores públicos. Parece en estos casos que el trabajo, en vez de
pertenecer al pueblo, fuera propiedad de los gobiernos que se apropian
del Estado. Una doble apropiación ilegítima.
El pueblo,
además de ser propietario indiscutible de su trabajo, es beneficiario
del trabajo de aquellos que desde el Estado le brindan cuidados de
salud, educación, organizan la recaudación y distribución de
jubilaciones, planifican planes de vivienda, higiene, infraestructura y
un enorme etcétera.
Conclusión
El
trabajo es del trabajador y sus frutos vuelven a la comunidad a la que
beneficia, tan sólo si hay un piso creciente de derechos garantizados,
si hay organización de los mismos trabajadores, si hay leyes de
protección del trabajo; si no hay usura, empresarios ni gobiernos que
ilegítimamente se crean y oficien como dueños del trabajador y sus
producidos.
El trabajo será en algún tiempo más de quien
lo produce si por fin, luego de tantos siglos de brutalidad, cada
persona esté en condiciones de decidir en qué quiere ocupar su fuerza
vital, sin presión, imposición o explotación alguna.
Si la
vida, en definitiva, no es reducida a una difícil lucha por sobrevivir.
Y aunque hoy no lo parezca, así será a futuro, porque esa es la flecha
indiscutible de la historia.
https://www.alainet.org/es/articulo/192589
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