La desmovilización de la sociedad estadounidense
TomDispatch
Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García |
Los costos ocultos de las guerras de Estados Unidos
Introducción de Tom Engelhardt
Tratándose
de las guerras de Estados Unidos, al fin –después de 16 años– nuestros
generales tienen sus victorias. Por supuesto, no en tierras lejanas en
las que esos conflictos bélicos son machaconamente interminables, sino
en el sitio que importa: Washington. ¿Podría haber una señal más
asombrosa que el ascenso de tres de esos generales a puestos claves en
la administración Trump? Si cualquiera de ellos se viniera abajo en poco
tiempo, las guerras que este país ha estado librando en el extranjero
no serían las responsables, aunque un comandante retirado, John Kelly
–ahora jefe de personal en la Casa Blanca– fuera tocado la semana pasada
cuando hizo una última tentativa contra el movimiento #MeToo.
En
todo caso, las últimas semanas han brindado una notable evidencia de lo
victoriosos que realmente pueden ser los más perdidosos jefes militares
y sus colegas cuando están en la capital de nuestro país. En el estilo
bipartidista que en estos días por lo general se reserva solo a las
fuerzas armadas de EEUU, el Congreso acaba de acordar el otorgamiento al
Pentágono de 165.000 millones de dólares adicionales en los próximos
tres años como parte de una fórmula para mantener el funcionamiento del
gobierno. Casualmente, el presupuesto de 2017 para el Pentágono ya era
tan abultado como el de la suma de los siete países que siguen al
nuestro en gasto militar. Y eso fue antes de que todas esas decenas de
miles de millones de dólares extras hicieran que el presupuesto militar
para 2018 y 2019 superara los 1,4 billones* de dólares.
Esta
es una suma de dinero que solo se destina a los ganadores, no a los
perdedores. Dado el deprimente historial de las fuerzas armadas en la
realidad de las guerras libradas por Estados Unidos desde el 11-S, si al
lector todavía le parece un poco extraño lo único que puedo decirle es:
no mencione este tema. Hace mucho tiempo que no es educado ni apropiado
quejarse de nuestras guerras, de quienes las libran y de cómo las
financiamos; esto no debe suceder en una época en la que cada soldado
estadounidense es un “héroe”, es decir, que todo lo que ellos están
haciendo en Afganistán, Yemen, Siria y Somalia es ciertamente heroico.
En
un país en el que no existe el servicio militar obligatorio, de quienes
no forman parte de nuestras fuerzas armadas ni están relacionados con
ellas solo se espera que les den las “gracias” a los guerreros y nos
ocupemos de nuestros asuntos como si sus guerras (y el caos que
continúan provocando más allá de nuestras fronteras) no fuesen asuntos
de la vida de todo el mundo. Esto es la definición de una sociedad
desmovilizada. Si sucede que en estos días usted es la más extraña de
las criaturas de nuestro país –alguien que se opone activamente a esas
guerras–, tiene un problema. Esto significa que Stephanie Savell, que
codirige el Proyecto Costo de la Guerra y periódicamente entrega
información bien documentada y devastadora sobre la propagación de esas
guerras y el dinero constantemente dilapidado en ellas, realmente tiene
un problema. Ella es muy conciente de ello; hoy lo describe vívidamente
aquí.
--ooOoo--
Hablar a un país desmovilizado
Tengo
entre 30 y 40 años; eso quiere decir que después de los ataques del
11-S, cuando este país empezó la guerra en Afganistán e Iraq –lo que el
presidente George W Bush llamó la “Guerra global contra el terror”, yo
todavía estaba estudiando. Recuerdo que participé en un par de
manifestaciones contra la guerra en un campus universitario y, en 2003,
mientras trabajaba de camarera, haber disgustado a algunos clientes que
pedían “patatas de la libertad” en lugar de “patatas a la francesa” para
protestar contra la oposición de Francia a nuestra guerra en Iraq (da
la casualidad que mi madre es francesa; por lo tanto, yo sentía aquello
como una ofensa doble). Durante años, como muchos estadounidenses, eso
fue lo único que pensaba de la guerra contra el terror. Pero una
elección de carrera me llevó a otra, y en estos momentos codirijo el
Proyecto Costo de la Guerra en el instituto Watson de Asuntos
Internacionales y Públicos de la Universidad Brown.
Ahora, cuando
voy a cenar con amigos y les cuento cómo me gano la vida, me he
acostumbrado a las miradas perdidas y comentarios vagamente aprobatorios
como “qué bonito”, mientras la conversación toma otros rumbos. Si
empiezo a hablar con vehemencia sobre el sorprendente alcance mundial de
las actividades antiterroristas de las fuerzas armadas de EEUU o de la
enorme deuda de guerra que estamos dejando desconsideradamente a
nuestros hijos, la gente tiende a seguirme la corriente. Sin embargo, en
términos de compromiso, mis oyentes me hacen preguntas agudas y se
sienten mucho más interesados por otra investigación mía: la actuación
policial en las grandes favelas o los barrios bajos de Brasil. No quiero
decir que a nadie importan las interminables guerras de Estados Unidos,
solo que 17 años después de que empezara la guerra contra el terror es
una cuestión que parece interesarnos a unos pocos, mucho menos lanzarnos
a la calle para manifestarnos, como pasó en los tiempos de la guerra de
Vietnam. El hecho es que desde entonces ha pasado dos décadas; aun así,
la mayoría de nosotros no nos vemos como “en guerra”.
No llegué a
este trabajo que hoy llena mi vida desde el activismo pacifista o el
antibelicismo apasionado. Llegué por un camino más largo: todo comenzó
cuando me interesé por la militarización de la policía, durante la
elaboración de mi trabajo de graduación en antropología cultural en la
Universidad Brown, donde tiene su sede el Proyecto Costo de la Guerra.
Estando en ello, me uní a las directoras Catherine Lutz y Neta Crawford,
que juntas habían creado el proyecto en 2011 en el 10º aniversario de
la invasión de Afganistán. Su objetivo era centrar la atención en los
costos –ocultos y no reconocidos– de nuestras guerras contra el terror
en Afganistán, Iraq y unos cuantos países más.
En estos momentos,
sé –y me importa– más que lo que nunca había imaginado sobre la
devastación ocasionada por las guerras de Washington posteriores al
11-S. A juzgar por las reacciones suscitadas por nuestro trabajo en el
Proyecto Costo de la Guerra, veo que mi indiferencia anterior no era
algo raro. En la época que siguió al 11-S ha sido todo lo contrario: la
indiferencia ha sido lo fundamental en nuestro país.
Unas cifras pasmosas
En
semejante clima de falta de compromiso, me he dado cuenta de que al
menos hay algo que despierta la atención de los medios. En lo más alto
de la lista están las cifras que te dejan con la boca abierta. Por
ejemplo, contrastando con las relativamente limitadas estimaciones dadas
a conocer por el Pentágono, el Proyecto Costo de la Guerra se ha
presentado con una estimación exhaustiva de lo que ha costado realmente
–desde 2001– la guerra contra el terror a este país: 5,6 billones de
dólares. Por lo desmesurada, es una cifra casi incomprensible. Aunque,
imaginemos si hubiésemos invertido esos dineros en investigar más el
cáncer o en la reconstrucción de la infraestructura de Estados Unidos
(entre otras cosas, los trenes de Amtrak** no habrían tenido tantos
accidentes mortales como los que hoy tiene).
Esos 5,6 billones de
dólares incluyen tanto el dinero necesario para cuidar a los veteranos
tras el 11-S como lo que se gasta en la prevención de ataques
terroristas en territorio estadounidense (la “seguridad interior”). Este
guarismo y sus actualizaciones anuales son noticia en medios como el Wall Street Journal y la revista Atlantic,
y mencionadas habitualmente por algunos periodistas. Sospechamos que
incluso el presidente Trump las conoce; en su peculiar modo, exageró
nuestro trabajo cuando en su comentario a fines del año pasado dijo que
EEUU había “gastado tontamente 7 billones de dólares en Oriente Medio”
(apenas unos meses antes –más en línea con nuestra estimación– había
dicho 6 billones).
Es usual que los medios utilicen otro conjunto
de sorprendentes cifras que nosotros publicamos: nuestros cálculos de
bajas –tanto de estadounidenses como de extranjeros– en Afganistán,
Pakistán e Iraq. Respecto de 2016, alrededor de 14.000 soldados y
contratistas de EEUU y 380.000 habitantes de esos lugares resultaron
muertos. A estas estimaciones es necesario agregar la muerte de por lo
menos 800.000 afganos, iraquíes y pakistaníes más, víctimas indirectas
del desastre causado por las guerras en sus respectivos países; entre
otras cosas, por desnutrición, enfermedad y degradación ambiental.
Sin
embargo, aunque el lector logre superar el impacto de las cifras, es
mucho más difícil conseguir la atención de los medios (o la de
cualquiera) en relación con las guerras de Estados Unidos. Ciertamente,
los costos humanos y políticos en tierras lejanas interesan muy poco en
nuestro país. Hoy en día, es difícil imaginar la portada de un medio
hegemónico de prensa con una foto de una guerra devastadora, mucho menos
de una estimulante manifestación, como las que se hacían –hoy
convertidas en icónicas– en los tiempos de la guerra de Vietnam.
En
agosto, por ejemplo, el Proyecto Costo de la Guerra publicó un informe
en el que se revelaba la dimensión de explotación a la que eran sometida
trabajadores inmigrantes en zonas de guerra de Iraq y Afganistán.
Llegados de países como Nepal, Colombia y Filipinas, trabajan para las
fuerzas armadas de Estados Unidos y sus contratistas privados
desempeñándose en la cocina, la limpieza y las guardias de seguridad.
Nuestro trabajo documentaba la servidumbre y las violaciones de derechos
humanos con los que se enfrentaban cada día. Por lo general, los
inmigrantes debían permanecer allí y vivir en condiciones peligrosas y
precarias, recibiendo una paga mucho menor que la prometida en el
momento de ser reclutados y sin posibilidad alguna de solicitar
protección por parte de las fuerzas armadas estadounidenses, los
funcionarios civiles o las autoridades locales.
Aunque las
revelaciones de nuestro informe eran –pensaba yo– dramáticas, en su
mayor parte permanecieron desconocidas en la sociedad de EEUU; una razón
más para exigir el fin de nuestras interminables guerras en Afganistán e
Iraq. Eran también un importante demérito contra las empresas de
contratistas privados que durante años tanto se han aprovechado de esas
guerras. No obstante, el informe apenas conseguía cobertura mediática,
tal como siempre sucede cuando se trata del sufrimiento humano en las
zonas de guerra (al menos cuando lo que sufren no son los soldados de
Estados Unidos).
¿Es acaso verdad que a los estadounidenses no
les importa? Al menos, esa parece haber sido la opinión de los muchos
periodistas que recibieron nuestro comunicado de prensa sobre el
informe.
La verdad es que esto se ha convertido en algo parecido a
una realidad de la vida de hoy en Estados Unidos, una realidad que solo
se ha hecho más extrema debido a la fascinación total de los medios con
el presidente Donald Trump –desde sus tweets hasta sus insultos y sus
disparatadas afirmaciones–. Él –o mejor dicho, la obsesión de los medios
por cada uno de sus gestos– solo representa el último desafío para
prestar alguna atención a lo que realmente nos cuestan (y le cuesta a
todo el mundo) las guerras de nuestro país.
Una forma que
encontramos de sortear el torbellino mediático es acudiendo a
comunidades de interés ya existentes, como los grupos de veteranos. En
junio de 2017, por ejemplo, publicamos un informe sobre las injusticias
que debieron enfrentar los veteranos de las guerras iniciadas tras ell
11-S, que fueron dados de baja de las fuerzas armadas con “mala
documentación” o expulsados, normalmente por actos de mala conducta de
poca importancia, actos que a menudo son consecuencia de traumas
sufridos en el servicio militar. Esa documentación mala hace que los
veteranos no puedan acceder a la asistencia sanitaria, educacional y
habitacional del departamento de Asuntos de los Veteranos. Mientras el
informe consiguió muy poca atención de los medios, las noticias
relacionadas con él circularon mucho en los blogs que se ocupan de los
veteranos, en las páginas de Facebook y en Twitter, creando mucho más
interés y comentarios. Fue incluso –lo supimos más tarde– utilizado por
esos grupos en su intento de influir en la legislación relacionada con
los veteranos.
Guerra hasta el horizonte, y una sociedad y un Congreso desmovilizados
En
el fondo, sin embargo, fuera cual fuese nuestro limitado éxito,
continuamos enfrentando una desalentadora realidad en este momento del
siglo XXI, una realidad que existe desde mucho antes de la presidencia
de Donald Trump: la falta de conexión entre la sociedad estadounidense
(incluso yo misma alguna vez) y las guerras en tierras remotas que se
libran en nombre de nosotros. Lógicamente, esto va de la mano de otra
realidad: para tener un conocimiento cabal de lo que está pasando
realmente en los conflictos que en estos momentos se extienden desde
Pakistán hasta el corazón de África, debes meterte totalmente en el
mundo de la guerra, debes ser alguien que esté siguiendo casi sin cesar
lo que está sucediendo.
Después de todo, hoy en día en
Washington, el secretismo es lo fundamental; su necesidad se invoca en
aras de la “seguridad” de Estados Unidos. Como investigadora en estas
cuestiones, me veo continuamente enfrentada con lo impenetrable de la
información gubernamental en relación con la guerra contra el terror.
Hace poco tiempo, por ejemplo, dimos a conocer un proyecto en el que he
estado trabajando durante varios meses: un mapa de los lugares en los
que –de una manera u otra– las fuerzas armadas de EEUU están realizando
alguna operación contra el terrorismo; ¡son 78 países!, el 40 por ciento
de los que hay en el planeta (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=236423&titular=el-mapa-de-un-mundo-infernal-).
Por
supuesto, aunque parezca extraño, en estos momentos, cuando nuestro
gobierno es tan poco transparente en muchas cosas, el hecho de estar
investigando la guerra contra el terror ha significado un marcado alivio
para mí. Me dejó atónita lo difícil que puede ser encontrar la
información más elemental, desperdigada en muchas páginas web –a menudo
de acceso restringido–, y algunas veces imposible de localizar. Por
ejemplo, una fuente poco conocida pero fundamental para confeccionar
nuestro mapa, resultó ser un catálogo del Pentágono llamado Global War on Terrorism Expeditionary Medals Approved Areas of Eligibility
(Requisitos aprobados para autorizar las medallas en la guerra contra
el terror). A partir de este catálogo, mi equipo y yo pudimos saber que
las fuerzas armadas consideraban que sitios como Etiopía y Grecia
formaban parte de esa “Guerra contra el terrorismo”. Después pudimos
verificar esta información con la publicación Country Reports on Terrorism
del departamento de Estado, que documenta oficialmente –país a país–
los incidentes terroristas ocurridos y lo que hace el gobierno de cada
país en materia de contraterrorismo.
Este trabajo de
investigación hizo que me diera cuenta cabalmente de que la indiferencia
que sienten muchos estadounidenses en relación con las guerras
posteriores al 11-S se corresponde con la opacidad de la información
gubernamental acerca de esas guerras –incluso se alimenta de esa
opacidad–. Sin duda alguna, esto proviene –al menos, en parte– de una
tendencia cultural: la desmovilización de la sociedad estadounidense. El
gobierno no le reclama nada a la gente, ni siquiera una acción mínima
como sería la compra de bonos de guerra (como se hizo durante la Segunda
Guerra Mundial), lo que permitiría no solo compensar la cada vez mayor
deuda por el gasto militar, sino también provocaría una preocupación e
interés reales por esas guerras (aunque el Estado no gastara un dólar
más en sus conflictos bélicos, nuestra investigación muestra que aún
deberemos pagar unos pasmosos 8 billones de dólares adicionales en
intereses por préstamos de guerra hasta fines de los años sesenta de
este siglo).
De hecho, nuestro mapa de la guerra contra el terror
obtuvo cierta atención mediática pero, como ocurre tan frecuentemente,
aunque llegamos a algún congresista teóricamente comprensivo, no tuvimos
respuesta alguna del exterior de nuestro entorno: ni pío. Eso es
lógico, por supuesto, ya que al igual que la sociedad estadounidense, el
Congreso ha sido en buena parte desmovilizado en relación con las
guerras de Estados Unidos (aunque no sea ese el caso cuando se trata de
invertir todavía más dinero federal en las fuerzas armadas de este
país).
En octubre del año pasado, cuando los medios se ocuparon
del asesinato de cuatro Boinas Verdes por parte de una filial de Daesh
en un país del oeste de África, los debates en el Congreso revelaron que
los legisladores estadounidenses apenas tenían idea de en qué lugar del
mundo estaban destacados nuestros soldados ni qué estaban haciendo
allí; tampoco de la extensión de la actividad antiterrorista entre los
varios comandos del Pentágono. Aun así, la mayoría de esos
representantes continúa apresurándose a firmar cheques en blanco a
pedido del presidente Trump para alimentar el cada vez mayor gasto
militar (como también lo hacía a solicitud de los presidentes Bush y
Obama).
En noviembre, después de haber ido a algunas oficinas de
congresistas, mis colegas y yo caímos en la cuenta de que hasta los más
progresistas entre ellos estaban hablando de asignar un poco –subrayo, un poco–
menos de dinero al presupuesto del Pentágono, o ayudar a algunas menos
de los cientos de bases militares que Washington mantiene en todo el
mundo. La idea de que sería posible avanzar hacia el final de las
“guerras eternas” de este país era absolutamente tabú.
Un tema
como este solo podría acontecer si los estadounidenses –sobre todo los
más jóvenes– se entusiasmaran con la tarea de poner freno a la
propagación de la guerra contra el terror, últimamente considerada
prácticamente una “lucha generacional” por las fuerzas armadas de
Estados Unidos. Para que nada de esto cambie, el apasionado apoyo del
presidente Trump al crecimiento de las fuerzas armadas y de su
asignación presupuestaria, además de la inercia –basada en el miedo– que
conduce a los legisladores al apoyo incondicional a cualquier campaña
militar, tendría que toparse con una vigorosa reacción. A partir del
compromiso de un significativo número de ciudadanos preocupados se
podría revertir la realidad de la guerra a cualquier costo y contener el
crecimiento de la marea del contraterrorismo bélico de EEUU.
Con
esta finalidad, el Proyecto Costo de la Guerra continuará diciéndole a
quien quiera escuchar cuál es el costo la guerra más larga de la
historia de Estados Unidos para los estadounidenses y para quienes
habitan este planeta.
* Resulta difícil imaginar esta cantidad;
para que el lector tenga una idea, un billón se escribe con la unidad
seguida de 12 ceros. (N. del T.)
** Amtrak es la red estatal de ferrocarriles de Estados Unidos (ver https://es.wikipedia.org/wiki/Amtrak). (N. del T.)
Stephanie Savell
es codirectora del Proyecto Costo de la Guerra del Instituto Watson de
Asuntos Internacionales y Públicos con sede en la Universidad Brown. En
su calidad de antropóloga, ha investigado acerca de la seguridad y el
compromiso cívico tanto en EEUU como en Brasil. Es coautora del libro The Civic Imagination: Making a Difference in American Political Life (La imaginación cívica: su influencia en la vida política estadounidense).
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