Traducido del inglés para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo |
Introducción
Una de las principales consecuencias de la presidencia de Donald Trump
son las revelaciones que muestran las complejas fuerzas y relaciones que
compiten en el mantenimiento y la expansión del poder global de Estados
Unidos (el “imperio”).
Cuando se habla habitualmente
del “imperio” no se es consciente de las interrelaciones y los
conflictos existentes entre las instituciones encargadas de proyectar
los distintos aspectos del poder político de EE.UU.
En este
artículo analizaré las actuales divisiones de poder, los intereses y la
dirección de las configuraciones de influencias en litigio.
Las fuerzas contrapuestas en la construcción del imperio
“Imperio” es un concepto muy engañoso en tanto que se supone que hace
referencia a un conjunto de instituciones homogéneas, coherentes y
cohesionadas que persiguen intereses similares. Lo cierto es que
“imperio” es un término general simplista, que engloba un área enorme
disputada por instituciones, personalidades y centros de poder, algunos
aliados y otros cada vez más enfrentados.
Aunque hablar de
“imperio” puede dar a entender que todos persiguen el objetivo general
común de dominar y explotar los países, regiones, mercados, recursos y
mano de obra elegidos, las dinámicas involucradas (la elección del
momento oportuno y el foco de la acción) se ven determinadas por fuerzas
contrapuestas.
En la coyuntura actual, las fuerzas
contrapuestas han dado un giro absoluto: una de las configuraciones
intenta usurpar el poder y derrocar a la otra. Por ahora, la primera de
ellas ha recurrido a mecanismos judiciales, mediáticos y a
procedimientos legislativos para modificar determinadas políticas. No
obstante, bajo la superficie, la meta es destituir al enemigo en el
cargo e imponer un poder rival.
Quién gobierna “el imperio”
Últimamente, es la autoridad ejecutiva quien gobierna los imperios.
Puede tratarse de primeros ministros, presidentes, autócratas,
dictadores, generales o una combinación de estos. En su mayor parte, los
jefes del imperio se dedican a “legislar” y a “ejecutar” políticas
estratégicas y tácticas. Cuando se produce una crisis, la autoridad
ejecutiva puede ser cuestionada por el poder legislativo o judicial que
se le opone y dicho proceso puede concluir con una destitución (un golpe
de Estado blando).
Por lo general, las autoridades ejecutivas
centralizan y concentran el poder, aunque puedan consultar, evadir o
engañar a los principales legisladores o funcionarios judiciales. En
ningún momento los votantes tienen nada que decir.
El poder
ejecutivo se ejerce mediante ministerios o secretarías especializados:
el Tesoro, Asuntos Exteriores (o Secretaría de Estado), Interior, así
como las distintas agencias de seguridad. En la mayor parte de los
casos, las diversas agencias compiten en mayor o menor medida por el
presupuesto, los programas propuestos y el acceso a quienes ejercen el
poder ejecutivo y toman las principales decisiones.
En tiempos
de crisis, cuando el liderazgo ejecutivo entra en cuestión, esta
jerarquía vertical se desmorona. Entonces surge la cuestión de quién
gobernará y dictará la política imperial.
Con el ascenso de
Donald Trump a la presidencia estadounidense, el gobierno imperial se ha
convertido en un campo de batalla muy disputado, en el que compiten
inflexibles aspirantes con la intención de derrocar al régimen
democráticamente elegido.
Aunque sean los presidentes quienes
gobiernen, en la actualidad toda la estructura del Estado está escindida
en centros de poder antagónicos. En estos momentos todos aquellos que
pretenden el poder están en guerra para conseguir estar al mando del
imperio.
En primer lugar, el estratégico aparato de seguridad
ya no está bajo control del presidente, sino que actúa en coordinación
con los insurgentes centros de poder del Congreso, los medios de
comunicación de masa adversos y las configuraciones de poder
extragubernamental de los oligarcas (empresas, comerciantes, fabricantes
de armas, sionistas y lobbies que defienden intereses específicos).
Algunos sectores del aparato del Estado y de la burocracia se dedican a
investigar al ejecutivo, filtrando sin reservas informes perjudiciales a
los medios, distorsionando, fabricando o magnificando incidentes. Están
públicamente empeñados en un camino cuya meta es el cambio de régimen.
El FBI, la Seguridad Nacional, la CIA y otras configuraciones de poder
están actuando como aliados fundamentales de los golpistas que buscan
minar el control presidencial sobre el imperio. No hay duda de que
múltiples facciones de las autoridades regionales están a la espera,
observando con nerviosismo si el presidente cae derrotado a manos de
estas configuraciones de poder rivales o sobrevive y purga a sus
actuales directores.
Dentro del Pentágono podemos encontrar a
los dos tipos de elementos, los que están a favor del poder presidencial
y los que se le oponen. Algunos generales en activo se han aliado a los
principales promotores del cambio de régimen, mientras que otros se
oponen al mismo. Ambas fuerzas contendientes influyen en las políticas
militares imperiales.
Los más visibles y agresivos promotores
del cambio de régimen se encuentran dentro del ala militarista del
Partido Demócrata. Están integrados en el Congreso y en alianza con los
militaristas del Estado policial dentro y fuera de Washington.
Los golpistas han iniciado una serie de “investigaciones” aprovechando
su presencia en las instituciones, para generar propaganda destinada a
los medios de comunicación de masas y preparar a la opinión pública para
que favorezca o al menos acepte un “cambio de régimen” extraordinario.
El complejo de congresistas y medios de comunicación del Partido
Demócrata aprovecha la divulgación de determinados secretos de las
agencias de seguridad de dudoso valor, incluyendo cotilleos obscenos,
que pueden ser muy relevantes para el derrocamiento del régimen actual.
La autoridad imperial presidencial se ha escindido en fragmentos de
influencia entre el aparato legislativo, el de seguridad y el Pentágono.
El poder presidencial depende del gabinete ministerial y de
sus aparatos en su lucha implacable por el poder imperial, polarizando
con ello el sistema político al completo.
El presidente contraataca
El régimen de Trump tiene muchos enemigos estratégicos y pocos
defensores poderosos. Sus consejeros se encuentran sometidos a un
continuo ataque: algunos han sido expulsados, otros están siendo
investigados y tendrán que declarar a causa de escuchas de corte
macarthiano y, por último, están los incompetentes y de segundo orden
cuya principal virtud es la lealtad. Los ministros de su gabinete han
intentado poner en marcha el programa defendido por su presidente,
incluyendo la derogación de la desastrosa ley de Cuidados Asequibles de
la Salud de Obama y la reducción de los sistemas regulatorios federales,
todo ello con poco éxito, a pesar de que estos programas cuentan con el
firme respaldo de los banqueros de Wall Street y los grandes grupos
farmacéuticos.
Las pretensiones napoleónicas del presidente han
sido sistemáticamente minadas por el constante menosprecio de los
medios de comunicación de masas y la ausencia de apoyo de los ciudadanos
de a pie una vez pasadas las elecciones.
El presidente carece
de una base mediática que le apoye y tiene que echar mano de Internet y
de mensajes personales al público, los cuales son inmediatamente
criticados por los medios.
Los principales aliados del
presidente se encuentran dentro del Partido Republicano, en mayoría en
ambas cámaras, Senado y Congreso. Pero estos legisladores no actúan como
un bloque homogéneo, pues los ultramilitaristas se unen a los
demócratas para intentar su destitución.
Desde una perspectiva
estratégica, todo señala un debilitamiento de la autoridad del
presidente, a pesar de que su tenacidad de buldog le permita retener el
control de la política exterior.
Pero sus declaraciones en esta
materia se ven filtradas por unos medios de comunicación hostiles, que
han conseguido definir a sus aliados y a sus adversarios, así como los
fallos de algunas de sus decisiones.
La hora de la verdad llegará en septiembre
La mayor prueba de poder se centrará en el aumento del techo de gasto
público y la continuación del presupuesto de todo el gobierno federal.
Si no logra un acuerdo se producirá una suspensión general de la
actividad gubernamental –incluyendo una especie de “huelga general” que
paralizará programas esenciales internos y externos– incluidas la
financiación de Medicare, el pago de las pensiones de la Seguridad
Social y de los salarios de millones de empleados del gobierno y de las
fuerzas armadas.
Las fuerzas favorables al “cambio de régimen”
(los golpistas) han decidido jugárselo todo con el fin de conseguir la
capitulación programática del régimen de Trump o su destitución.
La élite presidencial que detenta el poder puede escoger la opción de
gobernar por decreto, basándose en la subsiguiente crisis económica.
Puede capitalizar el alboroto que supondría el colapso de Wall Street y
pretender una inminente amenaza a la seguridad nacional en nuestras
fronteras y nuestras bases del extranjero para declarar una emergencia
militar. Si no cuenta con el apoyo de los servicios de inteligencia, su
éxito es bastante dudoso.
Pero ambas partes se culparán del
creciente fracaso. Los recursos temporales del Tesoro no salvarán la
situación. Los medios de comunicación entrarán en una dinámica histérica
que oscilará entre la crítica política y la exigencia de un cambio de
régimen. En ese momento, el régimen presidencial puede asumir poderes
dictatoriales para “salvar al país”.
Los congresistas moderados propondrán una solución provisional: un goteo de fondos federales semana a semana.
Pero los golpistas y los “bonapartistas” bloquearán cualquier
“compromiso podrido”. Se producirá una movilización del ejército y de
los aparatos de seguridad y judicial que dictará los resultados.
Las organizaciones de la sociedad civil acudirán a los poderes
emergentes para que defiendan sus intereses concretos. Cuando los
pensionistas y los maestros se queden sin financiación, empleados
públicos y privados saldrán a las calles a manifestarse. Los
representantes de los grupos de presión, desde los favorables a los
intereses de las empresas petroleras y gasísticas hasta los defensores
de Israel, exigirán su propio tratamiento prioritario.
La
configuración del poder demostrará su fuerza y los cimientos de las
instituciones del Congreso, el Senado y la Presidencia se tambalearán.
Visto por el lado positivo, el caos interno y las divisiones
institucionales apaciguarán de momento la creciente amenaza de nuevas
guerras en el extranjero. El mundo respirará aliviado. No así el mundo
del mercado de valores: el dólar y los especuladores se desmoronarán.
La disputa y las indecisiones sobre quién gobierna el imperio permitirá
que las potencias regionales efectúen reclamaciones sobre las regiones
en litigio. La Unión Europea, Japón, Arabia Saudí e Israel competirán
con Rusia, Irán y China. Ninguno de ellos va a esperar a que Estados
Unidos decida cuál de sus centros de poder debe mandar.
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