Álvaro García Linera
La Jornada
El desenfreno por un
inminente mundo sin fronteras, la algarabía por la constante
jibarización de los estados-nacionales en nombre de la libertad de
empresa y la cuasi religiosa certidumbre de que la sociedad mundial
terminaría de cohesionarse como un único espacio económico, financiero y
cultural integrado, acaban de derrumbarse ante el enmudecido estupor de
las élites globalófilas del planeta.
La globalización ya no representa más el paraíso deseado. En la imagen, el presidente boliviano, Evo Morales, durante la entrega de un centro de rehabilitación para personas con discapacidad, en Punata, BoliviaFoto Xinhua |
La renuncia de Gran Bretaña a continuar en la Unión Europea –el
proyecto más importante de unificación estatal de los cien años
recientes– y la victoria electoral de Trump –que enarboló las banderas
de un regreso al proteccionismo económico, anunció la renuncia a
tratados de libre comercio y prometió la construcción de mesopotámicas
murallas fronterizas–, han aniquilado la mayor y más exitosa ilusión
liberal de nuestros tiempos. Y que todo esto provenga de las dos
naciones que hace 35 años atrás, enfundadas en sus corazas de guerra,
anunciaran el advenimiento del libre comercio y la globalización como la
inevitable redención de la humanidad, habla de un mundo que se ha
invertido o, peor aún, que ha agotado las ilusiones que lo mantuvieron
despierto durante un siglo.
La globalización como meta-relato, esto es, como horizonte político
ideológico capaz de encauzar las esperanzas colectivas hacia un único
destino que permitiera realizar todas las posibles expectativas de
bienestar, ha estallado en mil pedazos. Y hoy no existe en su lugar nada
mundial que articule esas expectativas comunes. Lo que se tiene es un
repliegue atemorizado al interior de las fronteras y el retorno a un
tipo de tribalismo político, alimentado por la ira xenofóbica, ante un
mundo que ya no es el mundo de nadie.
La medida geopolítica del capitalismo
Quien inició el estudio de la dimensión geográfica del
capitalismo fue Karl Marx. Su debate con el economista Friedrich List
sobre el
capitalismo nacional, en 1847, y sus reflexiones sobre el impacto del descubrimiento de las minas de oro de California en el comercio transpacífico con Asia, lo ubican como el primero y más acucioso investigador de los procesos de globalización económica del régimen capitalista. De hecho, su aporte no radica en la comprensión del carácter mundializado del comercio que comienza con la invasión europea a América, sino en la naturaleza planetariamente expansiva de la propia producción capitalista.
Las categorías de subsunción formal y subsunción real del proceso de
trabajo al capital con las que Marx devela el automovimiento infinito
del modo de producción capitalista, suponen la creciente subsunción de
la fuerza de trabajo, el intelecto social y la tierra, a la lógica de la
acumulación empresarial; es decir, la supeditación de las condiciones
de existencia de todo el planeta a la valorización del capital. De ahí
que en los primeros 350 años de su existencia, la medida geopolítica del
capitalismo haya avanzado de las ciudades-Estado a la dimensión
continental y haya pasado, en los pasados 150 años, a la medida
geopolítica planetaria.
La globalización económica (material) es pues inherente al
capitalismo. Su inicio se puede fechar 500 años atrás, a partir del cual
habrá de tupirse, de manera fragmentada y contradictoria, aún mucho
más.
Si seguimos los esquemas de Giovanni Arrighi, en su propuesta de
ciclos sistémicos de acumulación capitalista a la cabeza de un Estado
hegemónico: Génova (siglos XV-XVI), Países Bajos (siglo XVIII),
Inglaterra (siglo XIX) y Estados Unidos (siglo XX), cada uno de estos
hegemones vino acompañado de un nuevo tupimiento de la globalización
(primero comercial, luego productiva, tecnológica, cognitiva y,
finalmente, medio ambiental) y de una expansión territorial de las
relaciones capitalistas. Sin embargo, lo que sí constituye un
acontecimiento reciente al interior de esta globalización económica es
su construcción como proyecto político-ideológico, esperanza o sentido
común; es decir, como horizonte de época capaz de unificar las creencias
políticas y expectativas morales de hombres y mujeres pertenecientes a
todas las naciones del mundo.
El
fin de la historia
La globalización como relato o ideología de época no
tiene más de 35 años. Fue iniciada por los presidentes Ronald Reagan y
Margaret Thatcher, liquidando el Estado de bienestar, privatizando las
empresas estatales, anulando la fuerza sindical obrera y sustituyendo el
proteccionismo del mercado interno por el libre mercado, elementos que
habían caracterizado las relaciones económicas desde la crisis de 1929.
Cierto, fue un retorno amplificado a las reglas del liberalismo
económico del siglo XIX, incluida la conexión en tiempo real de los
mercados, el crecimiento del comercio en relación con el producto
interno bruto (PIB) mundial y la importancia de los mercados
financieros, que ya estuvieron presentes en ese entonces. Sin embargo,
lo que sí diferenció esta fase del ciclo sistémico de la que prevaleció
en el siglo XIX fue la ilusión colectiva de la globalización, su función
ideológica legitimadora y su encumbramiento como supuesto destino
natural y final de la humanidad.
Y aquellos que se afiliaron emotivamente a esa creencia del libre
mercado como salvación final no fueron simplemente los gobernantes y
partidos políticos conservadores, sino también los medios de
comunicación, los centros universitarios, comentaristas y líderes
sociales. El derrumbe de la Unión Soviética y el proceso de lo que
Antonio Gramsci llamó transformismo ideológico de ex socialistas
devenidos furibundos neoliberales, cerró el círculo de la victoria
definitiva del neoliberalismo globalizador.
¡Claro! Si ante los ojos del mundo la URSS (Unión de Repúblicas
Socialistas Soviéticas), que era considerada hasta entonces el referente
alternativo al capitalismo de libre empresa, abdica de la pelea y se
rinde ante la furia del libre mercado –y encima los combatientes por un
mundo distinto, públicamente y de hinojos, abjuran de sus anteriores
convicciones para proclamar la superioridad de la globalización frente
al socialismo de Estado–, nos encontramos ante la constitución de una
narrativa perfecta del destino
naturale irreversible del mundo: el triunfo planetario de la libre empresa.
El enunciado del
fin de la historiahegeliano con el que Francis Fukuyama caracterizó el
espíritudel mundo, tenía todos los ingredientes de una ideología de época, de una profecía bíblica: su formulación como proyecto universal, su enfrentamiento contra otro proyecto universal demonizado (el comunismo), la victoria heroica (fin de la guerra fría) y la reconversión de los infieles.
La historia había llegado a su meta: la globalización
neoliberal. Y, a partir de ese momento, sin adversarios antagónicos a
enfrentar, la cuestión ya no era luchar por un mundo nuevo, sino
simplemente ajustar, administrar y perfeccionar el mundo actual, pues no
había alternativa frente a él. Por ello, ninguna lucha valía la pena
estratégicamente, pues todo lo que se intentara hacer por cambiar de
mundo terminaría finalmente rendido ante el destino inamovible de la
humanidad, que era la globalización. Surgió entonces un conformismo
pasivo que se apoderó de todas las sociedades, no sólo de las élites
políticas y empresariales, sino también de amplios sectores sociales que
se adhirieron moralmente a la narrativa dominante.
La historia sin fin ni destino
Hoy, cuando aún retumban los últimos petardos de la larga fiesta
del fin de la historia, resulta que quien salió vencedor, la globalización neoliberal, ha fallecido dejando al mundo sin final ni horizonte victorioso; es decir, sin horizonte alguno. Donald Trump no es el verdugo de la ideología triunfalista de la libre empresa, sino el forense al que le toca oficializar un deceso clandestino.
Los primeros traspiés de la ideología de la globalización se hacen
sentir a inicios de siglo XXI en América Latina, cuando obreros,
plebeyos urbanos y rebeldes indígenas desoyen el mandato del fin de la
lucha de clases y se coligan para tomar el poder del Estado. Combinan-
do mayorías parlamentarias con acción de masas, los gobiernos
progresistas y revolucionarios implementan una variedad de opciones
posneoliberales, mostrando que el libre mercado es una perversión
económica susceptible de ser remplazada por modos de gestión económica
mucho más eficientes para reducir la pobreza, generar igualdad e
impulsar crecimiento económico.
Con ello, el
fin de la historiacomienza a mostrarse como una singular estafa planetaria y de nuevo la rueda de la historia –con sus inagotables contradicciones y opciones abiertas– se pone en marcha. Posteriormente, en 2009, en Estados Unidos, el hasta entonces vilipendiado Estado, que había sido objeto de escarnio por ser considerado una traba a la libre empresa, es jalado de la manga por Barack Obama para estatizar parcialmente la banca y sacar de la quiebra a los banqueros privados. El eficienticismo empresarial, columna vertebral del desmantelamiento estatal neoliberal, queda así reducido a polvo frente a su incompetencia para administrar los ahorros de los ciudadanos.
Luego viene la ralentización de la economía mundial, pero en
particular del comercio de exportaciones. Durante los 20 años recientes,
éste crece al doble del producto interno bruto (PIB) anual mundial,
pero a partir de 2012 apenas alcanza a igualar el crecimiento de este
último, y ya en 2015 es incluso menor, con lo que la liberalización de
los mercados ya no se constituye más en el motor de la economía
planetaria ni en la
pruebade la irresistibilidad de la utopía neoliberal.
Por último, los votantes ingleses y estadunideneses inclinan la
balanza electoral en favor de un repliegue a estados proteccionistas –si
es posible amurallados–, además de visibilizar un malestar ya
planetario contra la devastación de las economías obreras y de clase
media, ocasionado por el libre mercado planetario.
Hoy, la globalización ya no representa más el paraíso deseado en el
cual se depositan las esperanzas populares ni la realización del
bienestar familiar anhelado. Los mismos países y bases sociales que la
enarbolaron décadas atrás, se han convertido en sus mayores detractores.
Nos encontramos ante la muerte de una de las mayores estafas
ideológicas de los siglos recientes.
Sin embargo, ninguna frustración social queda impune. Existe un costo
moral que, en este momento, no alumbra alternativas inmediatas sino que
–es el camino tortuoso de las cosas– las cierra, al menos
temporalmente. Y es que a la muerte de la globalización como ilusión
colectiva no se le contrapone la emergencia de una opción capaz de
cautivar y encauzar la voluntad deseante y la esperanza movilizadora de
los pueblos golpeados.
La globalización, como ideología política, triunfó sobre la derrota
de la alternativa del socialismo de Estado; esto es, de la estatización
de los medios de producción, el partido único y la economía planificada
desde arriba. La caída del muro de Berlín, en 1989, escenifica esta
capitulación. Entonces, en el imaginario planetario quedó una sola ruta,
un solo destino mundial. Lo que ahora está pasando es que ese único
destino triunfante también fallece. Es decir, la humanidad se queda sin
destino, sin rumbo, sin certidumbre. Pero no es el
fin de la historia–como pregonaban los neoliberales–, sino el fin del
fin de la historia. Es la nada de la historia.
Lo que hoy queda en los países capitalistas es una inercia sin
convicción que no seduce, un manojo decrépito de ilusiones marchitas y,
en la pluma de los escribanos fosilizados, la añoranza de una
globalización fallida que no alumbra más los destinos.
Entonces, con el socialismo de Estado derrotado y el neoliberalismo
fallecido por suicidio, el mundo se queda sin horizonte, sin futuro, sin
esperanza movilizadora. Es un tiempo de incertidumbre absoluta en el
que, como bien intuía William Shakespeare,
todo lo sólido se desvanece en el aire. Pero también por ello es un tiempo más fértil, porque no se tienen certezas heredadas a las cuales asirse para ordenar el mundo. Esas certezas hay que construirlas con las partículas caóticas de esta nube cósmica que deja tras suyo la muerte de las narrativas pasadas.
¿Cuál será el nuevo futuro movilizador de las pasiones sociales?
Imposible saberlo. Todos los futuros son posibles a partir de la
nadaheredada. Lo común, lo comunitario, lo comunista es una de esas posibilidades que está anidada en la acción concreta de los seres humanos y en su imprescindible relación metabólica con la naturaleza.
En cualquier caso, no existe sociedad humana capaz de desprenderse de
la esperanza. No existe ser humano que pueda prescindir de un
horizonte, y hoy estamos compelidos a construir uno. Eso es lo común de
los humanos y ese común es el que puede llevarnos a diseñar un nuevo
destino distinto de este emergente capitalismo errático que acaba de
perder la fe en sí mismo.
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