José Steinsleger
Un loco se dijo hace
2 mil años hijo de Dios, y otro, que apenas somos un chispazo en la
infinitud del Universo. Un tercero probó que no fuimos ni seremos
primeros ni últimos en la cadena de la evolución; un cuarto, que el ser
es antes que el pensar, y un quinto, que la sexualidad sin alegría hace
mal a la salud.
Los cinco surgieron de la cultura judeo-greco-latina y cavilaron en
torno a ideas sacrílegas para la época. Entonces, los cuerdos
crucificaron al primero, excomulgaron al segundo, tergiversaron al
tercero, persiguieron al cuarto y frivolizaron al quinto. Pero en 1926,
en una isla del Caribe, los hados procrearon a un ser al que también
dotaron de un alma loca y sublime, nacida en el año del Gran Ciclón.
Noventa años después, cuando los hados volvieron para llevárselo,
millones de almas vibraron con fuerza infinitamente superior al Gran
Ciclón: ¡Yo soy Fidel! Era la voz única y colectiva de los pobres sin
miseria, en un mundo regido por la cordura de los miserables.
En La Habana, un viejo estadista que asistió a la gran despedida comentó:
El pueblo cubano puede criticar a Dios, pero Fidel es un héroe mítico. Así calificaban los antiguos griegos a los seres capaces de realizar tareas extraordinarias. Sin embargo, Fidel siempre sostuvo que sólo los pueblos son capaces de realizar tareas extraordinarias.
Tributario de José Martí; de la Revolución Mexicana; de la épica
antimperialista de Augusto C. Sandino, Julio Antonio Mella, Antonio
Guiteras, Pedro Albizu Campos y Jorge Eliécer Gaitán, y de la Gran
Guerra Patria que derrotó al nazifascismo, Fidel jugó un rol de
solidaridad y compromiso activo en las causas anticoloniales del tercer
mundo.
En la América nuestra, su pensamiento gravitó en las luchas
revolucionarias y procesos democráticos de integración y cooperación. Y
en África, a 11 mil kilómetros de distancia, sus ejércitos ayudaron a
concretar la independencia de los pueblos que luchaban contra el
colonialismo y el apartheid.
Reducir la obra magna de seres sin igual a premisas meramente
ideológicas, sería como tratar de sentir a Dante Alighieri o William
Shakespeare con el prisma de Santo Tomás o Montaigne. Porque Fidel fue
una suerte de Marx cervantino regido por la necesidad de renovar la vida
y la pervivencia del espíritu humano.
Fidel tuvo mucho de Hilel, rabino de Jerusalén y contemporáneo de
Jesucristo, al que un discípulo preguntó si era posible resumir en pocas
palabras las infinitas conjeturas del Talmud. Hilel le respondió:
No hagas a tu prójimo lo que no quieres que te hagan a ti. Todo lo demás son comentarios. Ve y estúdialos.
Enemigo de la separación entre judíos y gentiles, Hilel predicó una
norma que marcaría a los tres grandes credos monoteístas: “Acepto ante
ustedes, Fulanos jueces, que en cualquier lugar toda deuda que tenga con
Fulano de Tal, la mantendré todo el tiempo que sea necesario…”
Así como Hilel, Fidel enseñó normas éticas, dando ejemplo de
preocupación personal por los demás, y tomando distancia de las miles y
miles y miles y miles y miles y miles de interpretaciones talmúdicas del
marxismo escolástico, ideologista y teleológico.
Su alma fue como esa pequeña espiga de madera especial que se coloca a
presión en los violines, para transmitir las vibraciones de la tapa al
fondo. Sin ella, los agudos suenan frágiles, débiles, sordos, huecos. Si
el alma es demasiado corta, la tapa del violín se hunde con la presión
de las cuerdas. Si muy alta, el instrumento puede sufrir una fractura.
Tres años duró la rebelión de Espartaco contra el imperio romano;
ocho la guerra anticolonial de Washington contra el imperio inglés; 13
la de Haití contra el imperio francés; 20 la de nuestra América contra
el imperio español; 30 la de Cuba para liberarse de España. Y luego de
57 años de luchar sin concesiones, Fidel logró que la bandera de Cuba,
libre y soberana, fuera izada en la capital del imperio que siempre lo
negó.
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