Eric Nepomuceno
Por una vasta serie de razones, todas
o casi todas negativas, 2016 quedará en la memoria de los brasileños,
principalmente la de los 54 millones 581 mil que en 2014 religieron
Dilma Rousseff para seguir en la presidencia del país, como un año que
terminó sin haber empezado.
Ella ha sido, es cierto, una presidenta inhábil, que escuchaba sin
oír, que no supo entablar un diálogo mínimamente fluido con el Congreso y
los políticos en general. Y también ha sido la presidenta que sin
prueba alguna de que haya cometido irregularidad fue destituida, en
nombre de la moralidad, por una pandilla de corruptos ineptos, de
bucaneros que amenazan con llevar el país a sepultar su pasado y
fulminar su futuro.
Este es un año que se irá sin dejar casi ningún buen recuerdo. Y sobran indicios de que los tradicionales deseos de
Feliz Año Nuevoserán meramente simbólicos: 2017 viene con todos los ingredientes para ser otro año de infelicidad nacional. Serán más días y días de torbellino e intranquilidad, de inestabilidad política y desastres económicos y sociales.
Días y más días en que el país vivirá la exasperante angustia de
saberse en un laberinto oscuro, del cual, si logra escapar, caerá en un
callejón sin salida.
¿Cómo reinventar el futuro, cómo reinventarse como país?
No, no se trata de pesimismo: se trata de ser realista. Con hechos y
datos concretos no se debe discutir. Cuando el escenario político es
desalentador y el panorama económico es asombroso; cuando la justicia se
muestra irremediablemente injusta, politizada, y la política,
judicializada; cuando una manga de pandilleros se instala en el poder
bajo el silencio cómplice de las clases medias idiotizadas por los
grandes medios de comunicación, hay que cuidarse.
Las élites agrupadas alrededor de un partido político que miente
hasta en el nombre –PSDB quiere decir Partido de la Socialdemocracia
Brasileña, y de socialdemócrata no tiene ni barniz de resquicio de
vestigio– lograron conquistar el poder que les fue negado en cuatro
elecciones seguidas.
Los verdaderos artífices del golpe, el playboy provinciano
Aécio Neves, senador de la República, y el ex presidente Fernando
Henrique Cardoso movieron a un títere de palabreado pomposo y ausencia
total de ética, Michel Temer, para ocupar el lugar de Dilma Rousseff. El
golpe ha triunfado.
¿Todos satisfechos? No, no y no.
Temer, el ilegítimo, armó una especie de sindicato de mediocridades, una pandilla desclasificada a la que él llama de
ministerio, de
gobierno. Y terminó de hundir una economía que ya venía malherida.
De manera tan acelerada como indecente está destruyendo el país. Sus
reformas son la alegría del capital. Quiere destrozar el sistema de
jubilaciones, destrozar todo lo que se construyó a lo largo de los años
de Lula da Silva y de Dilma Rousseff.
Imponer un tope a los gastos públicos suena a algo necesario y
urgente en un país cuya economía padece déficits fiscales
peligrosísimos. El problema es que la medicina prescrita matará al
enfermo.
¿Recortes de gastos públicos? Bien, se puede discutir. Pero cuando se
considera que presupuestos de educación y salud públicas son
gastos, no inversiones sociales, todo se complica.
Para eliminar el déficit se podría, por ejemplo, actuar frente a los
grandes autores de olímpica evasión fiscal, o tributar las grandes
fortunas, o incluir en el tope del
gasto públicoa los miles de millones que se pagan de interés de la deuda pública.
Se podría, por supuesto. Y también para evitar esa posibilidad se dio
el golpe. Si se puede volver a expoliar a los expoliados de siempre, a
despreciar a los despreciados de siempre, ¿para qué amenazar a los
dueños del dinero y de todo?
Mi país sigue siendo el reino de la desigualdad y de los abusos. A lo
largo de 13 años se luchó por cambiar ese escenario. A veces con logros
incontestables, a veces con equívocos absurdos. Ahora, ni eso.
El año melancólico llega a un melancólico final. Es la peor recesión
de al menos los últimos 35 años. Muchos analistas dicen que la peor
recesión de la historia de esa república, o sea, de los últimos 127
años.
Son 12 millones de desempleados, en una economía agónica.
Proyecciones cautelosas indican que serán al menos 15 millones en 2017.
La generación que vivió el golpe militar de 1964, las generaciones
que vivieron y crecieron bajo los 21 años de dictadura, se creían
inmunes a repetir lo vivido. Y lo están repitiendo. Y peor: de manera
desalentada.
Duermen a la intemperie, con sus sueños deshechos, con las esperanzas
transformadas en harapos. Esperanzas bañadas por la luz de un sol
negro, opaco, que ni alumbra ni calienta.
Excepto por un sector de la población: los jóvenes. Los jóvenes
estudiantes. Y también por algunos valiosos veteranos de batallas
pasadas que perdieron todo, o casi todo: no perdieron, por tercos y por
dignos, la esperanza.
No, no: 2016 no dejará buenos recuerdos. Y 2017 se anuncia como un año siniestro, asustador.
¿Pesimista, yo? No, no: realista. Es un cuadro gris, feo.
Pero he sobrevivido a otros temporales. Mi país también, mi país también. Y así seguiremos.
Sí, 2017 llegará en un ambiente siniestro. Un buen ambiente para dar batalla a los asesinos del futuro.
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