Rafael Landerreche
El 22 de diciembre pasado se cumplieron 19 años de la Masacre de Acteal, 19 años de indignante impunidad, pero también 19 años de admirable resistencia. La víspera de este aniversario, el Frayba, Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas, y la Sociedad Civil de Las Abejas de Acteal hicieron en su
Tierra Sagradala presentación conjunta del libro Acteal: resistencia, memoria y verdad; estudio psicosocial de los antecedentes, factores asociados al hecho y manejo de la emergencia, consecuencias psicosociales e impacto colectivo de la masacre de Acteal”.
Este libro, que en realidad es una obra colectiva que recoge las voces de los sobrevivientes y testigos de la masacre, junto con la de un conjunto de profesionistas –abogados, sicólogos, antropólogos– que conocen, resaltan y examinan los hechos desde sus diversos ángulos de competencia, fue coordinado y escrito por Carlos M. Beristain recogiendo la investigación que él mismo dirigió y que fue presentada por el Frayba ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) para ser integrada al expediente sobre Acteal que está en proceso de revisión en dicha comisión. Carlos Beristain no necesita mayor presentación: basta decir que es uno de los expertos independientes integrantes del GIEI, el grupo de trabajo que, con base en una rigurosa investigación, derrumbó definitivamente la
verdad históricadel gobierno sobre los estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa. Pero, a diferencia del caso Iguala donde la actuación del GIEI fue resultado de un acuerdo entre el gobierno de México, la CIDH y los familiares de los desaparecidos, en esta ocasión Carlos Beristain fue invitado a colaborar sólo por el Frayba y los sobrevivientes de Acteal.
Hay también una diferencia entre el enfoque metodológico del GIEI y de Beristain y el que hemos utilizado normalmente el Frayba y otros que hemos analizado el caso Acteal, diferencia que, al comparar las respectivas conclusiones resulta iluminadora en extremo. Mientras el Frayba suele ubicar lo sucedido en Acteal dentro del marco más amplio del conflicto armado en Chiapas, de los diálogos de San Andrés y de la estrategia contrainsurgente del gobierno, Beristain, sin ignorar esto, lo pone entre paréntesis, a la manera de los fenomenólogos, y se concentra en el estudio sobre el terreno, a partir principalmente de los testimonios de sobrevivientes y testigos. Parecería ser un método excesivamente moderado y cauteloso, pero esto mismo le da enorme fuerza a sus conclusiones que bastan y sobran, como en el caso Ayotzinapa, para echar por tierra la versión oficial.
Uno de los datos ampliamente conocidos de la masacre de Acteal es la presencia continuada de un destacamento de la policía estatal de seguridad pública a unos metros de donde se desarrollaban los hechos que, a lo largo de las largas seis o siete horas que duraron, no hizo nada por impedirlos. A la luz de los datos sobre la contrainsurgencia que ha dado a conocer el Frayba, así como de las declaraciones de múltiples testigos, resulta evidente que dicho destacamento de la seguridad pública estaba cumpliendo funciones de apoyo logístico a la acción de los paramilitares. Pero las autoridades, con tal de negar la existencia del plan de contrainsurgencia, y no pudiendo negar el hecho evidente, se refugiaron en lo único que les quedaba: alegar que había habido ciertamente una falla en la conducta de los servidores públicos encargados de la seguridad, pero que era una falla de omisión. De hecho, el comandante de la unidad, un militar con licencia (sic), fue juzgado y sentenciado por delitos de omisión, lo cual le valió una pena menor que ya terminó de purgar. Ahora bien, lo que plantea este estudio es algo así como decir: “suponiendo sin conceder…”. Pero entonces lo que Beristain muestra es que la misma negligencia y omisión estuvieron presentes desde siete meses antes de la tragedia cuando Abejas, Frayba y diócesis comenzaron a denunciar la violencia que iba manifestándose en Chenalhó sin que las autoridades hicieran nada. Ya unos días antes de la masacre a la voz de alerta de los mencionados se sumaron algunos medios de comunicación (¡hasta Televisa!) y las autoridades continuaron cruzadas de brazos. El día y en los momentos de la masacre hubo la omisión ya citada de la seguridad pública más la del gobierno del estado que fue contactado por la diócesis en el momento de los hechos. En la noche, las autoridades actuaron con extrema negligencia al alterar la escena del crimen. Lo mismo se puede decir del traslado de los cadáveres, de la realización de las autopsias, de la integración del expediente penal. En conclusión: la omisión y la negligencia son tan permanentes, colosales y sistemáticas que para un gobierno ofrecer esta explicación es como hacerse harakiri. Un desprecio de tal magnitud por la vida y la seguridad de los ciudadanos es más que suficiente para configurar un delito de lesa humanidad aun si no existieran los planes de contrainsurgencia.
Ante la magnitud de la impunidad sólo cabe responder con la magnitud de la resistencia. Desde el inicio de 1998, cada 22 de mes, no sólo los 22 de diciembre, las Abejas se reúnen para conmemorar a sus mártires y denunciar el crimen junto con personas solidarias de todo el mundo que no han dejado de hacerse presentes en Acteal hasta el día de hoy. Carlos Beristain, quien tiene amplísima experiencia en asistir a sobrevivientes de masacres similares en América Latina y en África, escribe que
no existe otro caso conocido en el mundo en el que una comunidad afectada por una masacre mantenga ese nivel de reafirmación del recuerdo.
¿Qué es lo que explica este misterioso poder de permanencia? Sin pretender agotar la respuesta es instructivo comparar el caso de Las Abejas con la de otra lucha indígena muy reciente: la de la tribu sioux de Standing Rock que luchó en contra y venció (por lo menos por ahora) los intentos de construir un oleoducto en su tierra sagrada. Como Las Abejas este pueblo indígena de Estados Unidos mantiene una lucha no violenta. Como aquéllos, su primer arma es la oración. Uno de los voceros del pueblo sioux declaró: “Las protestas, las movilizaciones, el plantón, todo eso en realidad brotó de la oración. Pero lo que no sabíamos en esos momentos era que esa oración iba a recorrer el mundo… En un mundo hambriento de sustento espiritual, la fusión de lo político con lo sagrado ha tocado a millones”.
Claro que no es cualquier tipo de fusión, ni de oración. Se necesita esa especie de comunión cósmica de los indígenas con la madre tierra y con el dador de la vida; la conciencia de que
las fuerzas de la naturaleza luchan a nuestro lado, como dijeron los sioux. Quizá no es mera coincidencia el hecho de que el solsticio de invierno sea el 22 de diciembre, cuando, tras la noche más larga del año, comienza a crecer la luz.
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