León Bendesky
En las dos recientes
convenciones partidarias en Estados Unidos se escuchó el eco de una
expresión utilizada por Ronald Reagan para manifestar su idea de la
“grandeza americana”. Esto último, no olvidemos, se refiere a
una particularidad de Estados Unidos, que toma ese nombre y nada tiene
que ver con el de todo un continente, es decir, América. Este solo hecho
es ya bastante significativo.
Lo que Reagan dijo en su discurso de despedida al dejar la
presidencia en 1989 se refería la sentencia de Mateo (5: 14-16):
“Ustedes son la luz del mundo. Una ciudad en lo alto de una colina no
puede esconderse… Hagan brillar su luz delante de todos, para que ellos
puedan ver las buenas obras de ustedes…” América, según Reagan,
es esa ciudad resplandeciente cuyo faro proyecta una luz que guía a los
pueblos amantes de la libertad en todas partes.
Precisó que durante toda su vida política había hablado de aquella
ciudad resplandeciente, una ciudad orgullosa, construida sobre rocas,
más fuerte que los océanos, bendecida por Dios y pululante con gente de
todo tipo, viviendo en armonía y paz. Una ciudad con puertos libres y
resonante por su comercio y creatividad. Y si esa ciudad debiera tener
murallas, esas tendrían puertas abiertas para todos aquellos con la
voluntad de entrar. Esta idea había sido ya planteada por John Winthrop,
uno de los fundadores de la colonia de Massachusetts en 1630.
En la convención del Partido Republicano que postuló a Donald Trump
como su candidato a la presidencia, este eco adoptó un tono nostálgico y
negativo, pues, como bien se sabe, la postura de los republicanos, y
que Trump ha llevado hasta el extremo, es que esa nación está en crisis,
en decadencia, luego del gobierno encabezado por Obama, y que hay que
restaurar aquella grandeza perdida y encender, otra vez, la luz del
faro. Aunque esto con la miopía de aislacionismo y la instauración de la
ley y el orden que solo el candidato puede lograr.
Entre los demócratas, reunidos en su propia convención una semana
después, aquel eco se oyó de modo velado; después de todo, Reagan fue un
muy popular presidente republicano y esa imagen se preserva aún y de
modo acrítico. Buena parte del modelo neoliberal fue instituido bajo su
presidencia.
Para los demócratas tal grandeza no se ha perdido, así lo dijo
abiertamente Michelle Obama, y lo repitieron muchos de los oradores en
Filadelfia. Aunque finalmente se admite que tal imagen está dañada,
especialmente desde 2001 y el ataque a Nueva York, con la guerra en Irak
y sus secuelas y, luego, con la crisis económica de 2008.
Para el partido que nominó a Hillary Clinton fue imposible no
reconocer una y otra vez a Bernie Sanders y sus seguidores que
propusieron durante meses una visión más radical de la situación social y
política del país y las propuestas para enfrentarla. En su discurso de
aceptación, Clinton tuvo que admitir las premisas del movimiento de
Sanders y hacer suyas sus demandas en la plataforma del partido. Ese
mismo reconocimiento lo había hecho explícito Obama en su propio
discurso en la convención.
La “grandeza americana” de la que tanto se escuchó en
las primarias y en las convenciones se remonta al papel de los Padres
Fundadores, referencia y materia de interpretación continua en los
debates políticos y legislativos de ese país, que consiguieron la
independencia en 1776 y elaboraron la Constitución. En ella, cumplen un
papel fundamental las 27 enmiendas que existen.
La manera en que se utiliza política e ideológicamente esta base de
conformación del Estado es muy poderosa y, tal vez, lejana para otras
latitudes del continente. Me parece que tiene incluso un sentido más
profundo y pragmático que el lema revolucionario de Francia de 1789:
Libertad, igualdad y fraternidad.
En el marco de ese poderoso esquema de legislación es que adquiere
una enorme relevancia el quehacer de la Suprema Corte de Justicia y la
personalidad y creencias, no solo legales, de sus miembros. El caso del
juez Scalia es muy relevante, así como su sustitución, aún pendiente.
Por ello es que esta elección presidencial tiene tanto significado para
definir el carácter mismo del Estado durante muchos años.
Existe la doctrina de la “excepcionalidad americana”, que se
refiere a la diferencia entre Estados Unidos y otras naciones. Esto se
asocia con su evolución histórica, la especificidad de sus instituciones
políticas y hasta con un credo nacional. El resultado es la existencia
de la concepción de una superioridad categórica.
La ciudad resplandeciente que ilumina el resto del mundo es una muy
poderosa imagen para la configuración de la política interna y externa
de Estados Unidos. Está en la base de la concepción de su papel
determinante del orden mundial, adquirido apenas de manera contundente
luego de la Primera Guerra Mundial, pero sobre todo, después de la
Segunda.
Había antecedentes, sin duda, de la intervención política y militar y
del expansionismo de ese país en México y a lo largo del continente:
Cuba, Guatemala, Chile para señalar apenas unos casos.
Todo este asunto resuena de manera muy distinta en esta región y
otras partes del mundo, y adquiere un sentido negativo asociado con una
forma de nacionalismo aplicado como instrumento de poder y dominación y,
según algunos, asociado con una cierta ignorancia interna de las
consecuencias que tienen las acciones del gobierno.
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