Pedro Miguel
La Jornada
Se ha escrito mucho
sobre las causas que provocaron el declive de los gobiernos progresistas
en Sudamérica, de las económicas a las polítcas y sociales, tanto de
las endógenas como de las exógenas. Casi todos los textos escritos desde
posiciones próximas a tales gobiernos coinciden en que, ante la
constante de la ofensiva neocolonial, los proyectos del PT, en Brasil,
de los Kirchner-Fernández, en Argentina, y de Hugo Chávez, en Venezuela,
fueron incapaces de articular las variables de economías realmente
ajenas a las lógicas tradicionales de la exportación de materias primas y
de construir una institucionalidad política distina a la de las
democracias parlamentarias en las que llegaron al poder. Se ha señalado,
asimismo, la incapacidad de tales proyectos para articularse en forma
eficiente y armónica con los movimientos sociales y las causas populares
que los apoyaron en las urnas y que, por inercia, desconfianza o mera
torpeza política, fueron desmovilizados posteriormente. Se ha dicho,
asimismo, que a los gobernantes de este ciclo menguante les faltó
audacia, imaginación, radicalismo o las tres cosas juntas para
desarticular los promontorios reales del poder oligárquico
–industriales, comerciales, financieros y mediáticos– y adoptar el rumbo
de una ruptura anticapitalista. Tomará años analizar a fondo los
factores que no funcionaron y los que funcionaron a la perfección para
configurar crisis políticas como la que acabó con la presidencia de
Dilma Rousseff, la que tiene en vilo al gobierno de Maduro o la que
condujo a la derrota del Frente por la Victoria en Argentina. Y en lo
inmediato, ¿qué sigue?
Lo primero es determinar si lo ocurrido en Argentina y Brasil, más lo
que parece estar a punto de ocurrir en Venezuela, son derrotas tácticas
o estratégicas para las izquierdas continentales, y todo parece
indicar, por desgracia, que se trata de lo segundo. En ninguno de los
gigantes sudamericanos se aprecia el grado de cohesión y resistencia
social –ojalá que el cálculo sea equivocado– como para hacer inviables
los gobiernos de Macri y de Temer, y ya se sabe que a las derechas
oligárquicas les toma mucho menos tiempo destruir conquistas que a las
izquierdas progresistas les toma décadas edificar, y que no se detienen
en consideraciones de legitimidad ni de popularidad para emprender sus
galopes de Atila sobre lo construido. Para los bandos reaccionarios
sudamericanos debe haber sido muy didáctica la manera rápida y resuelta
con que el peñato mexicano acabó con la soberanía energética y
electromagnética, los derechos laborales, el derecho a la tierra y otros
factores que habían sido pilares del pacto social. Es cierto que apenas
culminadas sus reformas, el régimen peñista entró en una crisis sin
precedentes en México y que hoy su permanencia en el poder se explica
principalmente por la fuerza de la inercia institucional y por su
capacidad de corromper a importantes núcleos del electorado. Pero, por
lo pronto, con eso le basta para mantenerse en pie y no ha movido un
dedo para recrear consensos nacionales mínimos como base para gobernar.
Si la derrota es estratégica habrá que contar con el retorno a
estadios de crisis perpetua como los que caracterizaron a la primera
generación de presidencias civiles neoliberales –Salinas, Menem,
Fujimori, etcétera– y a un desasosiego social que no necesariamente se
traducirá en desafío de poder para las administraciones oligárquicas,
pero sí en una creciente violencia de Estado en contra de las
disidencias políticas y sociales; veremos, en el mejor de los casos, la
marginación de los gobiernos progresistas que quedan –Bolivia, Ecuador y
Uruguay– de las decisiones continentales, un achicamiento de instancias
internacionales como el Mercosur, la Celam y el Alba, la reactivación
de la OEA, la vuelta a la región de los organismos financieros en
calidad de autoridades y el avance incontenible de tratados de libre
comercio, sobrepuestos unos a otros, que dañarán en forma acaso
irreparable las soberanías nacionales y la articulación de las
economías. Más allá del continente el fin del ciclo progresista
debilitará las perspectivas mundiales de construcción de un orden
multipolar y a los contrapesos que ha sido posible construir a los
términos globalizadores neoliberales: el grupo de los BRICS, en primer
lugar.
Para abreviar en la medida de lo posible el ciclo que está por
empezar o que ya ha empezado se tiene que trabajar en una nueva
articulación de formas y momentos de lucha, en proyectos de gobierno más
avanzados y radicales que los ensayados anteriormente y, lo más
importante, en un camino para acabar con el neoliberalismo no sólo en
los ámbitos internos sino también en la escena internacional. Y para
ello se requiere encontrar maneras efectivas y definitorias de
incidencia en la globalidad. Menuda tarea.
Twitter: @Navegaciones
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