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martes, 17 de enero de 2012

Argentina: Los hijos del femicidio

Claudia Rafael (APE)
Pasaron 8 años ya. Casi tantos como los que tardó en entender la relación entre esas horas dentro de una sala muy blanca y prolija en la que una señora le hablaba, le hacía preguntas y le pedía que hiciera dibujos y el anuncio posterior de que su papá estaría en la cárcel gran parte de su vida. Hoy ronda los 14 ya. En estos 8 años, fueron innumerables las veces que escuchó a la abuela Tita decirle “sos igual que tu padre” o “vas a terminar como él” cuando rompía algo en la casa sin querer o cuando, casi siempre, volvía con una mala nota de la escuela. El abuelo, en cambio, al que él seguía a sol y a sombra, le clavaba la mirada de ojos profundamente negros y no pronunciaba palabra. Pero él sabía que pensaba algo parecido.


Nahuel también tiene 14 años. Vive a cientos de kilómetros de Yonatan. Sonríe en la foto. Quién sabe qué se festejaba ese día en su familia. Un cumpleaños, un aniversario de algo, una Navidad o cualquier otra cosa. La foto de los tres, con las cabezas pegadas, apareció completa en la pantalla del noticiero de C5N. Esa foto ya no está ni podría volver a estar. Su mamá, Silvia Prigent, fue asesinada. Su papá, Daniel Sfeir, está detenido por el crimen.


Cuando por estos días, la Casa del Encuentro dio a conocer su informe 2011 sobre femicidios en la Argentina (parcial porque fue armado en base a los casos publicados por la prensa) mencionó que fueron 282 las víctimas de la violencia de género. Una mujer cada 31 horas. Esto implica 22 casos más que en 2010 y 51 casos más que en 2009.


Del total de 2011, en un 37,6 por ciento de las causas judiciales el acusado fue el esposo o novio; en el 20 por ciento, la ex pareja. Pero además, en al menos el 11 por ciento de los casos había denuncias previas de la víctima.


El dato llamativo y poco analizado no tiene que ver con esos números y con esos porcentajes que vienen suficientemente expuestos y visibilizados. Sino más bien con un aspecto del que no se habla: esos mismos registros dan cuenta de que 346 niños y adolescentes se quedaron sin mamá. Y al mismo tiempo, la gran mayoría, también se quedó sin papá.Ya sea porque el mismo padre después del horror se quitó la vida o bien porque terminó en la cárcel.


Tampoco se puso la mirada en qué ocurrió antes de un crimen. Cuál fue la sucesión de violencias de las que ese niño o niña fue testigo y en un altísimo porcentual también, víctima sistemática.


Las leyes suelen ser un espejo de los tiempos que corren. Durante largas décadas la Argentina estuvo atravesada de lleno por la filosofía del Patronato, destinada a forjar a la infancia a imagen y semejanza. Se judicializó la vida de los niños que, por portación de pobreza, por marginación, por negritud o rebeldía, se salían de los moldes prediseñados. De hecho, durante larguísimo tiempo –y como ejemplo amplio de ese espíritu- el 90 por ciento de los chicos institucionalizados estaban judicializados por “cuestiones asistenciales”. Es decir, un niño podía ser arrancado a su familia por las dificultades económicas de sus padres por una simple decisión de un juez que, como aditamento, en el grueso de los casos jamás le había visto siquiera la cara. Para eso eran confinados a depósitos de desprecio y humillación.


El cambio radical que frente a ese paradigma implicó la adhesión a la superadora Convención Internacional de los Derechos del Niño termina recayendo en un perverso empeño: devolver a chicos que fueron golpeados, abusados y violentados “al seno del hogar, dulce hogar”. Concepto quebrado una y mil veces en un país cruzado de lleno por infinitas crisis, expulsiones, desocupación y destrucción que contribuyó a un modelo de familias resquebrajadas y rotas.


Las historias con nombre y apellido son infinitas. Ella, con sus 17, lleva la soledad en su nombre como una espina que le laceró el alma desde siempre. Empezó a ser sistemáticamente abusada por su padrastro, en los días en que ingresaba a la pubertad. La madre percibía esa situación pero terminó siendo cómplice. La niña, a partir de la intervención de la mamá de una amiguita, fue sacada de ese hogar por decisión de los órganos administrativos que son los que ahora se ocupan de ese tipo de situaciones en reemplazo de la justicia. Fue enviada a la casa de sus abuelos maternos. Esos órganos administrativos jamás percibieron que el abuelo había abusado años atrás de su mamá.


Esa tozudez-perversidad de contravenir un paradigma nefasto como fue el del Patronato suele enviar a las criaturas a la cueva de un lobo feroz.


Hay clara responsabilidad individual por parte de los victimarios. Pero hay una patología social mucho más honda y medular que es la que enarbolan las instituciones que no hacen otra cosa que abonar la violencia de esos victimarios. Cuando no protegen a las víctimas, cuando no actúan antes de que la muerte, el abuso, el golpe, la tortura aparezcan.


Cuando la Justicia pampeana otorgó a partir de un pedido de Carla Figueroa el perdón a Marcelo Tomaselli desde la figura del avenimiento, le puso al victimario el arma en la mano con la que pocos días después asesinó a la mujer. Pero además, liberó todas las puertas para que los monstruos abrieran sus fauces al pequeño de apenas 3 años hijo de ambos.


En 2011, sólo en los casos publicados por una parte de la prensa, se contabilizaron 346 hijos del femicidio. Pero ellos nunca son el foco. Serán toda la vida –ante sí mismos y ante los ojos de la sociedad- los hijos de una mujer asesinada y al mismo tiempo, los hijos del asesino. No sólo habrán heredado los ojos, el formato de la nariz, el color de la piel (elementos que sistemáticamente verá reflejados en su propia imagen ante el espejo) sino también las terribles consecuencias de una mochila que demasiadas veces les doblegará la espalda.

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