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domingo, 19 de diciembre de 2010

ALEPH: Emilia es Guatemala


Carolina Escobar Sarti
Cuando una mujer joven es asesinada, se siente como si el futuro de Guatemala estuviera comprometido en ello. Y es que lo está. En nuestro país, la juventud generalmente aparece retratada como víctima, como criminal, o como enajenada, lo cual ha normalizado lo que jamás quisiéramos normalizar: que nuestra esperanza está condenada.

Quisiera que Emilia Quan Stackmann y tantas personas jóvenes más, no hubieran muerto de la forma violenta en que murieron, para llegar a ser por ello noticia o motivo de una columna. Sin embargo, para no terminar acostumbrándonos a otra muerte violenta, debemos nombrarla. Es la única forma de hacerla existir, de despertar nuestras conciencias adormecidas, y de exigir verdad y justicia.

Cuando Emilia nació, este país vivía uno de sus periodos más oscuros; mientras ella abría los ojos por primera vez a la vida, este país se desangraba. Poblaciones enteras eran arrasadas y masacradas en el interior de Guatemala, sin que la mayoría de la gente de la capital se percatara de la verdadera dimensión del horror. Ella crecía mientras muchos hombres y mujeres jóvenes eran capturados, torturados, desaparecidos y lanzados al mar o al cráter de algún volcán. Ella nació y murió en medio de una cultura de muerte y silencio, sostenida —hasta ahora— por la más obscena impunidad. Esta joven socióloga, secuestrada y ultimada en Huehuetenango hace pocos días, es la prueba más fehaciente de que nuestro pasado y nuestro presente son parte de un mismo nudo. Su asesinato es la prueba irrefutable de una tradición de muerte que sólo se romperá cuando la impunidad termine.

En medio de ésta y otras tragedias similares, parece que algo comienza a moverse en el ámbito de la justicia guatemalteca. En este sentido, ha pasado más en los dos últimos años, que en décadas anteriores. Contamos ya con tres casos resueltos por el delito de desaparición forzada, hay más de un ex funcionario de gobierno en la cárcel (incluido un ex presidente), tenemos una Ley de Extinción de Dominio aprobada recientemente por el Congreso, y un par de empresarios están en prisión por el caso Rosenberg.

Además, uno de los intocables ha sido acusado de liderar un grupo criminal al amparo del Estado que realizaba ejecuciones extrajudiciales, y en el Ministerio Público tenemos una nueva Fiscal, con cartas credenciales que hablan de probidad y experiencia. Todo ello tiene mucha relación con el establecimiento de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (Cicig), a la cual, por cierto, Naciones Unidas le ha extendido el mandato. Esto es alentador en un país donde la justicia ha estado privatizada y corporativizada.

Más allá de lo anterior, hay una sociedad que —por hartazgo— se pronuncia fuerte en contra de la impunidad; muchas son las voces que se han alzado para pedir justicia por el secuestro y asesinato de Emilia, aunque el terror quiera devolvernos al silencio. Muchas son las voces que recuerdan cuáles son las causas profundas de nuestra crisis actual y se resisten a seguir sosteniendo el statu quo. Avancso, el Instituto de la Mujer de la USAC, personas de la comunidad académica del país, la Fundación Myrna Mack, la Comisión Universitaria de la Mujer (Cumusac), la gente del Centro de Investigaciones de la Frontera Occidental de Guatemala (Cedfog) donde ella laboraba, y muchas más, se han sumado a este coro de inconformes que se resisten a normalizar la cultura de la muerte.

Pero la voz más fuerte es la de Emilia. Oigo su voz en un poema de Alejandra Pizarnik, llamado Sombras de los días a venir: “Mañana me vestirán con cenizas al alba,/ me llenarán la boca de flores./ Aprenderé a dormir en la memoria de un muro,/ en la respiración de un animal que sueña”. Ya es mañana. Emilia está en la sonrisa de muchas y muchos jóvenes que han sobrevivido y sobrevivirán a tanta muerte y seguirán creyendo que este país es posible. Está, porque sólo se deja de ser joven cuando se deja de amar o creer. Está, porque su memoria está viva y la justicia no la dejará morir.

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