A eso de la una y media de la
mañana del martes, primero de mayo, uno de los marcos de la moderna
arquitectura brasileña, un edificio de 24 pisos instalado en mediados de
los años 60 junto a una plaza en el centro de Sao Paulo, que en la
época todavía guardaba resquicios de elegancia, se desplomó de manera
espectacular. En pocos minutos la estructura otrora elegante, de
columnas de acero e inmensos ventanales de vidrio, se transformó en
ruinas amontonadas y humeantes.
Unas cuatrocientas personas vivían en el edificio abandonado. Pasados
tres días fue encontrado un cuerpo. Familiares de algunos de los
residentes registraron otros cinco
desaparecidos. Otros, de cuarenta y nueve. Como todo era precario, no se sabe cuántos de los registrados estaban en el edificio cuando la tragedia.
De manera igualmente espectacular, el desplome del edificio
abandonado desde 2001, propiedad del gobierno federal y cedido por
préstamo a la alcaldía de Sao Paulo reveló un desastre apenas mencionado
y que se propaga por todo el país: eso que los técnicos le llaman
déficit habitacionaly que consiste, en términos concretos, de la clarísima muestra de hasta qué punto este es un país construido sobre los cimientos de una perversa desigualdad social. Por ejemplo: el mencionado
déficit habitacionalestá calculado en casi ocho millones de viviendas. Tomándose por base el cálculo de una familia típica, eso significa que el problema alcanza a por lo menos 32 millones de brasileños.
Parte significativa de las casi ocho millones de familia comprometen
la mitad de su renta (a veces, más) con alquiler. Son casi tres millones
y medio, o sea, alrededor de 14 millones de brasileños. Un número
similar de familias (y de brasileños) divide el mismo techo, en general
viviendas de pequeñas dimensiones. Se calcula que un millón de familias,
con sus cuatro millones de integrantes, viven en lugares precarios, y
que 300 mil –un millón 200 mil brasileños– vivan amontonados en espacios
ínfimos.
El edificio que se desplomó es un ejemplo contundente de una de las soluciones encontrada por parte de los
sin techo, principalmente en las grandes ciudades: invadir construcciones abandonadas. Las otras salidas, más tradicionales, son construir en locales de alto riesgo (las favelas) o invadir terrenos públicos o privados.
Solamente en Sao Paulo, mayor ciudad sudamericana y una de las más
habitadas del mundo, se calcula que 30 por ciento de la población –12
millones y medio de habitantes– viven en situación precaria o muy
precaria. Eso significa tres millones 700 mil personas. Esa situación se
repite a lo largo y a lo ancho de todo el país. No hay cálculo seguro
sobre el número de edificios y construcciones ocupadas irregularmente, o
sea, directamente invadidas, en Sao Paulo o Río de Janeiro. Se estima
que serán, sumadas las dos mayores ciudades brasileñas, por lo menos 400
edificaciones.
La vida en los espacios abandonados e invadidos es brutal. Sus
habitantes tienen trabajos precarios y ocasionales, y tratan de
organizarse para sobrevivir en condiciones de extrema precariedad.
Ese es el retrato de un país desigual, donde seis brasileños ostentan
patrimonios de miles de millones de dólares y una renta que corresponde
a la de 60 por ciento del resto de la población, o sea 120 millones de
almas. Seis ganan lo mismo que la suma de 120 millones.
Hubo, es verdad, una visible mejora en la situación habitacional de
miles de brasileños en años recientes, cuando se implantó en Brasil el
programa Mi Casa, mi vida, una de las banderas del segundo mandato de
Lula da Silva y que luego fue fuertemente impulsado por Dilma Rousseff,
destituida hace dos años para dar lugar a Michel Temer.
Pero como todo lo que hace el gobierno golpista instalado desde
entonces, el programa entró en deterioro, y con la situación económica
en pleno retroceso y el desempleo en pleno avance, la crisis de vivienda
explotó.
El abrupto y brutal corte en gastos públicos y en los programas
sociales –sumado a la indiferencia tanto de autoridades como de la
opinión pública en general sobre la falta de un techo digno para
millones de brasileños, al amparo de la criminalización de parte de los
medios hegemónicos de comunicación contra los desesperados que ocupan
edificios vacíos y abandonado–, todo eso traza un panorama sombrío para
el futuro.
En un país de desigualdades históricas de perversidad astronómica, el
desplome del edificio que un día fue hermoso trae una revelación: fue y
es la metáfora perfecta de otro desplome, el de un país tomado por una
pandilla de bucaneros egoístas e irresponsables, encabezado por un
presidente que no preside, por un Congreso que no legisla y por un Poder
Judicial justiciero.
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